Estaba yo el otro día hojeando “El país semanal” la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, cuando me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los cánones planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y me salía de la tabla por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar para estar dentro de las estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme la pierna izquierda.
El asunto me dejó con una ligera depresión (parte de la terapia es contarle a usted, querido lector sobre estas maldiciones modernas) y con la vaga idea de que no hay nada que hacer sobre este tema. Si la estrategia de la revista era generar conciencia, en mi caso lo lograron de forma tan contundente y errónea que me tuve que cenar un pay helado de limón y mi torta de tamal, mientras pensaba que la vida simplemente no vale nada
La salud es el dictador de los tiempos modernos y paulatinamente hemos ido descubriendo que todo aquello que nos produce ciertos placeres está diseñado para aniquilarnos rápidamente. De acuerdo a los patrones modernos una persona sana no toma, no fuma y come lechugas todo el pinche día. Asimismo, no es bueno asolearse, respirar mucho en la calle, ni bañarse con agua fría. El problema es que el escenario anterior a mí me resulta una prefiguración del infierno y es por ello que desobedezco constantemente los consejos de aquellos que se han erigido en cruzados de las mejores causas sociales, que normalmente son gente insoportable.
Actualmente los que se dedican a que la humanidad se haga sana son los nuevos profetas y la masa sus seguidores que acuden en tropel para descubrir las nuevas fórmulas de la felicidad. Se han diseñado estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente suelta la barriga. Esto me parece terrible ya que lo que menos se me antoja es legar a una cita con el señor fulanito de tal y encontrarme con que cuando me está explicando mis derechos le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa” y no quiero ni pensar dónde la mandan. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La tercera opción son las dietas en las que el principio elemental se basa en que uno coma alimentos cuyo común denominador es que saben asqueroso y que producen imágenes de gente comiendo arroz al vapor con caras largas. Desde luego la última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da de gritos para que todo mundo renuncie a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad. Que hay pocos placeres que se comparen con llegar ladrando de hambre y hallarse ante un plato de tacos de chicharrón y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas y es por ello que me manifiesto abiertamente por una opción intermedia que medie entre la posibilidad de que los que quieran estar sanos y buenotes lo hagan y los que no, que no.