Hace no mucho escribí en estas páginas que el advenimiento de una competidora para Televisa en los tiempos en que Salinas Pliego pujó por Azteca nos había brindado esperanza a un grupo de idiotas que nunca entendimos el desastre que se avecinaba; Azteca simplemente multiplicó por dos la imbecilidad televisiva de la que todos hemos sido víctimas. Digo lo anterior por la sencilla razón de que hace no mucho una señora muy lista dijo en una entrevista de radio que las frecuencias se “tendrían que abrir” (imaginar frecuencias abriéndose) para evitar este duopolio que nos tiene a varios hasta la mismísima madre. Por supuesto si el efecto de esta apertura es el de hacer exponencial la propuesta de la televisión mexicana, más vale que nos agarren confesados y así -sin confesar- me tomaron dos iniciativas recientes del grupo Televisa.
La primera se vincula con la transmisión de los juegos olímpicos en la que fui testigo de hechos prodigiosos. Porque prodigioso es que viaje una delegación televisiva que supera en número a los atletas para presentarnos lo que nos presentaron. Lo que una persona lúcida esperaría es que un grupo de comentaristas especializados asistiera a las justas deportivas y nos narrara expertamente lo que ahí acontece. Sin embargo quien haya tenido la oportunidad de escuchara a Pepe Segarra gritar cosas como: “¡La diosa de ééébanooo, padres queridooos!” convendrá conmigo que por lo menos en este caso, se trata de un acto fallido. Hasta ahí estarían las cosas (un locutor estridente) de nos ser por la propuesta de “entretenimiento” que ha sido diseñada por un conjunto de idiotas y que parecería en su conjunto seguir una línea conceptual definida como: “Vayan a China, búrlense de los Chinos lo más que puedan y traten de ser chistosos”.
Por supuesto el efecto final se resume en dos cómicos que se fingen homosexuales españoles, una mano con ojos que alburea a gente que no entiende lo que le dice, una señora disfrazada de menesterosa (creo qué en México la gente no entiende que se están pitorreando de ella y por eso le da risa) acompañada de “su hijo” y un señor de nombre Facundo que ideó cosas para “averiguar si la paciencia de los chinos era una fama bien ganada” o se podían exasperar ante un idiota, agregaría yo editorialmente. También apareció Nadia Comaneci con cara de la mamá del muerto haciendo comentarios indescifrables, una buenona que presentaba espectáculos repugnantes y un niño oligofrénico con peinado de príncipe valiente y voz de pito apodado “El reporterito” (¡el reporterito! Dios mío) que decía cosas como: “%%&()?/%%&” y luego traducía: “el niño dice que le gustan los pescados”.
Lo tristemente notable es que Televisa arrastró en el rating a Azteca (que intentó lo mismo nomás que paupérrimamente), lo que me deja una sensación de orfandad intelectual de la que no me he podido reponer.
El segundo ejemplo ocurre los domingos en la noche en el canal dos. Se ha diseñado un formato de concurso en el que se elige a alguien medianamente famoso, como el hijo del perro Aguayo, y se le pone al lado de gente llamada “soñadora” que intenta hacer el ridículo a cambio de alguna prebenda económica. En este formato he visto cirqueros, gordos enormes tratando de bajar de peso y más recientemente a un grupo de gente que debe cantar y bailar para que un grupo de jueces que son mamoncísimos e ilegibles les pasen el camión por encima. Los familiares aparecen eventualmente echando porras y bendiciones, los soñadores se enfrentan a sus quince minutos de fama y el público (que imagino con la misma lucidez que mi pisapapeles) asiste al estudio con pancartas y matracas.
Cuando veo cosas como las que ejemplificado recurro a la misma pregunta de siempre ¿es esta la televisión que merecemos? Por supuesto concluyo que la respuesta es afirmativa y empiezo mis plegarias porque a alguien se le ocurra liberarnos de este tormento. Por cierto, si alguien cree que la salida es programar una orquesta de música clásica o a una nube de snobs explicándonos el origen de la palabra “pápaloquelite”, me apresuro a decirle que no es ahí por donde imagino la salida.
El problema es que creo honestamente que no hay salida, lo cual no deja de ser deprimente.