Durante trescientos sesenta y cuatro días del año, la gente se comporta normalmente. Si se es barrendero se barre la calle, si se es policía hay que robar a los transeúntes y si se es diputado no se hace nada. Sin embargo, llega el día del cumpleaños y todo se altera. Entonces se pone uno sus mejores galas, recibe llamadas de felicitación a partir de las cinco de la mañana de gente que sólo llama ese día y no tiene nada mejor que hacer. Al llegar a la oficina los compañeros cantan el japi berdey tu yu y por la noche se organiza una pachanga con tacos de guisado y cubas libres.
Los ritos asociados al onomástico me parecen una fuente de misterios inescrutables: ¿Quién carajos es el Rey David? ¿Qué demonios hace en "Las mañanitas"? ¿Por qué la gente se pone gorritos? ¿A quién se le ocurrió meter cañas y limas en una piñata?...
La verdad es que no lo sé.
El primer cumpleaños del que tengo memoria terminó muy mal; un servidor (que era el festejado) fue colocado exactamente abajo de la piñata con una venda chapucera que permitía ver absolutamente todo. Los que maniobraban al pajarote (no es una indecencia, esa era la forma de la piñata) quisieron tener una deferencia conmigo y colocaron la piñata en mis narices, le aticé con toda mi alma y logré que un pedazo de olla me diera en la cabeza, cuando me repuse, ya mis amistades, que eran como musarañas, habían acaparado todos los dulces. Mas tarde, el padre de uno de mis amiguitos hizo un papelón terrible al ponerse a recitar "Por qué me quite del vicio" en completo estado de ebriedad. La fiesta terminó cuando estimulado por un incomprensible espíritu científico, me dediqué a fabricar "el gas del huevo podrido", es decir ácido sulfhídrico. Utilicé un juego de química que me habían regalado. Ocupé una hora en rociar la mezcla que había producido sobre todos mis invitados hasta que me estrellé contra una puerta que Luis Javier Manrique había cerrado en su huída. Ese día escupí cachos de lengua.
La gente celebra los cumpleaños de sus hijos de muy diversas maneras; hay los que contratan un mago. El pobre infeliz dedica una hora de su existencia a tratar con un puñado de niños oligofrénicos que le quieren patear los nalgas o descubrirle el truco. Luego viene el pastel y las velitas. Como un signo inequívoco de la estupidez que impera en estos tiempos, se ha adoptado la costumbre de que el festejado le de una mordida al pastel mientras algún bromista le hunde la cabeza, el resultado es que los invitados tienen que comer trozos babeados o con pelos... guácala.
Hay quien decide organizar la fiesta en un parque, para cumplir tal propósito se acordona un area específica con globos y la ruta se llena de indicaciones del tipo "al cumpleaños de Jorgito". La fiesta invariablemente adquiere personalidad cuando el niño Coque rueda por una pendiente de veinticinco metros y termina descalabrado.
Otra variante es la de los salones de fiesta, que normalmente tienen nombres como "Cangurín" o "Chispitas". En ellos, los infantes se meten a albercas llenas de pelotas en las que se suenan entre sí, mientras el resto se suena los mocos con las cortinas.
Las fiestas de adultos son iguales a las de los niños nomás que generalmente los asistentes terminan madreados por el alcohol y no por juegos de química o pendientes endemoniadas. Las bromas que se hacen son invariables: "¿cuántos cumples?", "no van a alcanzar las velas", "tienes (aquí un número de años) de no bañarte" o "uyy, ya no soplas".
En fin, la gente sigue y seguirá festejando los cumpleaños de mil maneras, con velas que no se apagan o con regalos de roperazo. Habrá que aceptarlo o parecer un desadaptado. Es por ello que hoy, día de mi nacimiento, me pondré un gorrito, cantaré como un idiota y seguramente fabricaré el gas del huevo podrido para obtener una venganza largamente esperada