Si alguien me pregunta (cosa que nunca ocurre) le diré que la ciudad de Tijuana no es fea, sin horrible, que su monumentos parecen haber sido diseñados por el doctor Mengele y que el estilo arquitectónico es neoclásico; concretamente muy parecido al del valle del Mezquital, nomás que grafiteado.
En el avión que me lleva a este destino viajamos los mortales de clase turista con las rodillas en el plexo solar y comiendo una torta que podría ser evidencia ante la comisión interamericana de los derechos humanos. Adelante y detrás de una cortinita va la oligarquía encabezada por un señor que se llama Alberto de la Torre entre cuyas características distintivas destacan la de medir tres metros, tener cara de nada y dirigir un torneo de futbol en el que un equipo rascuache (Santos) se coló a las finales.
La salida a San Diego podría haber sido diseñada por Hitchcock, ello si un servidor tuviera la galanura de Cary Grant, pero no es el caso. Sin embargo, de pronto me encuentro a cuarenta grados a la sombra en el interior de un auto frente a una turba con banderitas que ha decidido de esa manera festejar el día del trabajo. Por supuesto la policía me desvía hacia una zona inescrutable hasta que por fin consigo dar con lo que local y crípticamente se llama “la línea”. Imagine usted, hipotético lector, el periférico a las tres de la tarde, agregue ahora a los cuatrocientos pueblos en proceso de encueramiento a la vanguardia y se podrá generar una idea de la velocidad de avance. A un costado de la línea se ubica un mercado que oferta items asombrosos, porque asombroso me parece un sarape estampado con el casco de los raiders de Oakland en el lomo o una tortuga caguama policromada que hasta el día de hoy se me aparece en mis pesadillas más logradas. Un joven muy joven ofrece fruta y toma pedidos, luego pega la carrera y regresa con un coctel de (coco probablemente carcinógeno) que entrega en propia ventana, mientras otro señor canta con una guitarrita aquella de “Mira como ando mujer…”
El policía aduanal pregunta: “¿Qué lleva?”, parpadeo lentamente y respondo: “nada”, lo cual es mentira ya que en la cajuela hay un ingenio llamado “gato” que cambia las llantas del coche. La asepsia y la antisepsia de San Diego son una hueva interplanetaria por lo que regreso a Tijuana en la noche para ser detenido por un retén militar. Mientras se me interroga, veo con cierta zozobra que detrás de unos costales se encuentra atrincherado un chaparrito con un escopetón de miedo. Me dejan pasar y entonces Daniel, nuestro cicerone, nos lleva a probar suerte en los antros de la noche. Llegamos a un lugar que recuerda vagamente las catacumbas romanas. Las meseras tienen una apariencia juvenil y deportiva, concretamente de linieros de Tampa Bay. Nuestro anfitrión nos cuenta que una de ellas tiene como función logística madrearse a los borrachos de la madrugada. Un hombre de cachucha que probablemente se ha metido hasta la glostora acacia mira fijamente a Daniel desde la barra y en la mejor tradición de Bat Masterson pregunta: “¿algún problema?”. Ese es el preciso momento en que mi vena paranoica me ubica en un charco de sangre acribillado por una ráfaga de AK-47 (mejor conocido como “cuerno de chivo”). Sin embargo Daniel, que demuestra ser una artista en el noble arte de hacerse pendejo, esquiva el comentario y decidimos mudarnos a un salón de baile llamado “La estrella” en el que soy el mudo testigo de miserias variopintas: Una señora igualita a Libertad Lamarque en sus años finales, baila arrimada a un borracho que entorna los ojos. Un oriental se contonea solo al ritmo de babalú changó y otra pareja se conoce en el sentido bíblico a mi espalda.
El lugar no me produce el menor interés antropológico tan digno en estos días de intelectuales mamones y salgo pensando que de esta visita me quedo con la hospitalidad de los tijuaneneses quienes demuestran cabalmente que lo importante no es vivir, sino navegar, a pesar de un entorno como el que les ha tocado en suerte…o en malfario.