Los mexicanos somos un pueblo al que por algún misterio le da vergüenza decir no y ésta falta de asertividad es una fuente de desgracias infinitas; lo primero que se me ocurre es una oficina en la que hay un grupo de señores encorbatados que visitan a otro señor, que es el que corta el chicharrón. Normalmente estas visitas vienen acompañadas con una maqueta de cuatro por cuatro en la que pueden ser representados varios proyectos tales como una bodega para carros de paletas, una estatua del prócer de moda en escala 1:50 o un edificio igualito al Partenón, nomás que en Topilejo. El que decide asiente, se agarra la barba y regularmente declara cosas como que el asunto es muy interesante o que se trata de un proyectazo, acto seguido, el tomador de decisiones tira el proyecto a la basura y los de corbatita se llevan la maqueta y la ponen en una bodega de la que será rescatada en el año 3015 por los futuros antropólogos que se preguntarán acerca de qué carajos es eso.
Otra forma de desgracias la encontramos en cualquier tipo de taller en el preciso momento que uno le pregunta al encargado si lo que se le ha encargado tiene una solución sencilla y rápida. En ese momento se reciben respuestas que pueden variar pero que inequívocamente hablan de la simplicidad y de la rapidez. Uno se va muy confiado y exactamente en tres semanas vienen los encabronamientos debido a que nuestro buen amigo descubrió novedades tales como que faltaba analizar el cigüeñal o que el presupuesto no da debido a que están muy caros los materiales. El proceso se convierte en un descenso al infierno, el maestro se acaba escondiendo y uno aceptando el sometimiento ante las fuerzas del destino. Al mes lo que se decide es ir a la Profeco y a los dos meses iniciar el rezo del rosario todos lo jueves. El asunto se soluciona el día menos pensado y siempre por azar.
La tercera forma que encuentro se halla dentro del controvertido mercado editorial. Una vez escribí un libro y se lo llevé a Rafael Pérez Gay, que en ese momento era el editor de Cal y Arena. Me recibió muy amable y prometió estudiar el material. Después de varios meses y cuando daba el asunto por perdido me dio la sorpresiva noticia de que el libro sería publicado. La sorpresa consistió en que lo que había dicho nada tenía que ver con su intención. A lo largo de los años recibí una serie de argumentos que tenían que ver con: a) el karma, b) lo flojo del mercado, c) una revisión que estaban haciendo dos a los que no tengo el gusto, d) un cambio de colección. Tanto jodí (sospecho que su secretaria y yo nos enamoramos por teléfono) y tanto me esquivó que un día me dijo que el libro estaba en galeras; serían romanas porque no lo volví a ver y a mi libro menos. Y todo por no decir no.
El último ejemplo funciona exactamente al revés ya que tiene que ver con la incapacidad congénita de decir sí y se relaciona con esa novena maravilla que son los meseros. Llega uno con nueve parientes a un restaurante y todos ordenan los tragos. El mesero asiente muy serio y no saca su libretita. Considerando que ni Von Braun se acordaría del pedido es que uno pregunta si no es necesario tomar la orden por escrito. Nos mira compasivamente y niega con la cabeza, al rato aparece con una charolota en la que trae unas medias de seda que nadie pidió, una michelada con la cerveza equivocada y un wisqui de una marca que no se conoce en la mesa. Normalmente este tipo de catástrofes se solventan con la también muy mexicana costumbre de hacerse güeyes y dejar la orden para evitar más demora.
La incapacidad de decir no ha producido embarazos, diputados con retardo mental y una muy variada suerte de malfarios sociales. Es por ello, querido lector que yo le recomiendo que a la hora de la verdad agarre al toro por los cuernos y evite numerazos como los descritos en esta columna. Será mejor para todos.