Aprendí a manejar en una especie de batimovil que poseía el autor de mis días y cuya palanca de velocidades se encontraba pegada al volante. Cuando se avizoraba una vuelta, era necesario empezar a virar a mitad de la cuadra para que la maniobra surtiera efecto. Un día el joven Fabián se trepó en el cofre mientras yo avanzaba lentamente. Este es el momento de advertir que mi amigo pesaba lo mismo que el coche y es por esta razón que su volumen obstruyó mi visión lo que provocó que me diera de frente con un auto que había dado la vuelta. Fabián salió volando como una especie de acróbata gordo con el limpiador en la mano y cayó al piso en una escena que solo he vuelto a observar en Sea World cuando los cachalotes salían de la piscina. Fue mi primer accidente.
Con el paso del tiempo me di cuenta que no bastaba con aprender a manejar competentemente si uno ejercía esta actividad en esta muy noble y leal ciudad de México. No, en realidad se trataba de adquirir las mañas chilangas ya que un automovilista respetuoso de las normas viales es tan común en esta ciudad como el pulque en Reykiavik y en muchos de los casos pasa por idiota o ingenuo. Pongamos un ejemplo, todos los días para llegar a mi trabajo debo detenerme en el semáforo que se encuentra en el inicio de Constituyentes y el circuito interior, enfrente de unos puestos de flores y de la estatua de un señor que contempla impasible la nada. Por algún misterio la gente considera muy normal pasarse este alto si no vienen coches por la otra calle asunto que a mí me pone muy nervioso porque por la zona circulan unos camionsotes así de grandes. En todos los casos decido respetar la luz roja y esperar que me corresponda pasar, lo que sigue es que todos los conductores que tuvieron la mala pata de ponerse detrás de mí decidan mentarme la madre, metan reversa, pasen a mi lado y griten cosas como: “pendejo, estorbo o baboso”. Un servidor, curtido en el insulto nomás se queda pensando en quién nos enseña estas mañas a los chilangos y en general al pueblo mexicano.
Mi segundo ejemplo lo vivo al dejar el trabajo en la misma calle de Constituyentes. Cada tarde salgo por una puerta que da a esta avenida mientras los autos que la atraviesan pasan algo así como hechos la chingada hasta que se pone la luz roja de un semáforo. Los coches empiezan a frenar hasta que no tienen más remedio que bloquear mi acceso, por supuesto a nadie se le ocurre frenar para que yo pueda cruzar la avenida. Ello me ha llevado a la terrible disyuntiva diaria de tener que echar lámina para abrirme paso. No sé si la gente es imbécil y no advierte que ellos ya no pueden seguir adelante o si piensan que dejarme pasar es un acto que los convierte en más imbéciles porque al realizar la maniobra vuelvo a recibir una carretada de insultos.
Otra variante de estas disfunciones ciudadanas tiene que ver con las colas de autos que esperan salir de una gran avenida. Normalmente en este caso lo que ocurre es que queda un hueco en un carril que avanza inexorablemente hacia algún obstáculo por lo que nadie utiliza esa vía hasta que un taxista cabrón la utiliza para ganar tiempo y meterse a huevo en la línea de los que estaban esperando. Todas estas experiencias se aderezan por la nube de idiotas que consideran el claxon como una forma de incrementar la velocidad vial, de los microbuseros que manejan sus unidades por toda la ciudad como Atila manejaba a los hunos, por los guaruras que echan lámina y fusca en el peor de los casos para que uno los deje pasar. En fin, no parece haber ningún remedio para resolver estas psicopatías por lo que hay que entrenar a los infantes para que salgan a la calle preparados como el mariscal Montgomery para la batalla de El Alamein, hay que enseñarlos a gritar peladeces, hacer señas y no dejarse de nadie ya que con este sencillo principio no parecerán mutantes en una ciudad de locos.