Hace ya muchos años me encontraba en mi casa en posición de decúbito dorsal con las patas arriba del sofá observando en la televisión los juegos olímpicos de invierno, una actividad anómala en sí misma, ya que en ese momento sacaban la imagen de un grupo de pobres diablos vestidos como tamales mal amarrados portando esquís y con un rifle de municiones por medio del cual le disparaban a presas de fantasía, muy parecidas a los renos que el pendejo de mi vecino pone en su jardín durante la Navidad. Acto seguido fui testigo de un partido de hockey sobre hielo en el que a pesar de mi vista de lince, nunca pude enterarme dónde carajo estaba el disco hasta el momento en que algún jugador escandinavo alzaba los brazos en señal de festejo por lo que yo asumía que se había anotado un gol. La escena cambió y tuve el hondo placer de enterarme con lágrimas en los ojos, que había un señor de nombre Hubertus von Hohenlohe, que en ese momento llegaba en último lugar en la prueba de esquí representando a la nación mexica. Algo no andaba bien; en primer lugar el nombre del compatriota no embonaba con los del registro civil de Tulancingo ni de ningún otro municipio nacional y por otro lado, no tenía yo noticia alguna de que las pruebas invernales se pudieran practicar en nuestro país (con la excepción de la nube de imbéciles que se avientan, con riesgo de su vida, en tinas de azotea cuando cae un poquito de nieve en el Ajusco para luego hacer un muñeco podrido que ponen en el cofre del coche)
Una investigación más profunda me permitió encontrar información que considero invaluable; Hohenlohe, tiene el record de participación en campeonatos mundiales (12) en los cuales ha ocupado la misma posición que el que vende las pizzas en el estadio lo que constituye otro record. Además es definido como “cantante, aristócrata y noble”. Por supuesto si alguien se describiera así no le recomendaría a mi hermana que lo conociera en una cita a ciegas ya que me imagino a uno vestido con mallitas cantando una de Blancanieves y portando un gorro con pluma de perico australiano. Sin embargo, sobre el término “noble” es que quisiera reflexionar un instante.
Cuando se escucha la palabra “noble” se manifiestan dos opciones; por un lado imaginarse a un señor o señora venerable que se viste como capitán de meseros, elevadorista de mansiones o Sisi la emperatriz y que por algún misterio se cruza el pecho con una banda de colores y medallitas asociadas. Este personaje es impasible, nada le perturba y bajo ningún motivo ni condición puede darse el lujo de perder el estilo. Sabe qué cubiertos usar y está habituado a saludar a caravanazos y no dando la mano como usted y yo lo hacemos. Le encanta la buena vida y gracias a los impuestos ciudadanos cena perdices o faisán en lugar de enchiladas potosinas o sopa de cabellitos de elote. Las nobles de abolengo utilizan unos gorritos escalofriantes (si lo duda, querido lector, digite “Ascott” en su buscador y se encontrará con algunos modelos dignos de una demanda penal), guantes de ratero y les gusta subirse en carruajes conducidos por caballos que estercolan la vía pública.
La segunda opción tiene que ver con los nobles jóvenes que han demostrado a cabalidad que son una raza parásita; asisten a fiestas del emperador Calígula y cometen desfiguros permanentes a costa, también, de los impuestos ciudadanos. Es el caso de la princesa Estefanía, que conoció en el sentido bíblico a su guardaespaldas y luego a un cirquero, o de uno de los dos príncipes de Inglaterra (cuyo nombre no recuerdo y de hecho me vale madre) que asistió a una fiesta de disfraces con uniforme de la Gestapo, sin que nadie tuviera el buen gusto de advertirle que solo un imbécil haría algo así. Esta creme de la creme, es acosada por fotógrafos también imbéciles cargados con telefotos que sirven a reportajes idiotas para que toda la gente que sufre retardo mental (que es abundantísima) los pueda ver en revistas de lesa humanidad como el Hola: “Muy enamorada se vio a la princesa de Saxogenburgo” o “Carlos de Lichensgarten celebra su cumpleaños en su castillo de Iridia ¡estaba radiante!”.
Bien, debo decir que en ambos casos no entiendo absolutamente nada; ¿cuál es la razón por la que un ser humano por la sola cuestión (dependiente por completo del azar y la unión de un óvulo con un espermatozoide) de haber nacido hijo de fulanito tenga el derecho a reinar sobre un pueblo? Misterio ¿quiénes son los idiotas que aceptan una condición así? Misterio doble. ¿Y si resulta un imbécil incapaz de gobernar no sería mejor deponerlo? Misterio número tres. Evidentemente la monarquía es tan moderna como la danza del fuego y sin embargo no deja de llamarme la atención la actitud reverencial (y cortesana) de algunos personajes nacionales a los que se les llena la boca recibiendo condecoraciones y añorando a Maximiliano que según la leyenda y pese a todo era un buen hombre vencido por un pastorcito de la Sierra de Ixtlán.
Fue muy divertido ver como algunas buenas conciencias salieron hace unos meses en defensa de Juan Carlos de España quien, con la boca chueca de coraje, mandó callar a Hugo Chávez (otro distinguido personaje). Se emplearon argumentos como el de “hasta que alguien lo puso en su lugar” o “hizo muy bien su majestad en plantársele a ese dictador”. Dios mío.
Se asume que a los representantes de la nobleza se les entrena espartanamente para seguir ciertas costumbres de etiqueta, así si el príncipe Carlos viaja a Borneo sabrá que debe ver a los ojos de la princesa que le ofrece un ramo de flores y no a las chichis erectas de la citada dama que por usos y costumbres ha prescindido del brasier. Se me ocurre también que esta instrucción garigoleada los amaestra para estos juegos de ajedrez de la etiqueta imponiendo reglas como “si este buey es barón y yo príncipe, que me salude primero” o “dado que la reina es ella debo caminar toda la vida tres pasos detrás con cara de que estoy muy feliz”.
Otra costumbre anómala de esta raza es la de ponerse nombres interminables que, por lo menos para mía representan un conflicto logístico. Por ejemplo, una señora que es noble y se llama Cayetana fue a la pila bautismal y después de media hora el pobre cura terminó de recorrer el siguiente apelativo: María del Rosario Cayetana Alfonsa Victoria Eugenia Francisca Fitz-James Stuart y de Silva, XVIII duquesa de Alba de Tormes. Por supuesto nos enfrentamos a un problema, imaginar por ejemplo, el pase de lista escolar o el llamado a comer. En el primer caso cuando el profesor terminó el pinche nombre ya es la hora del recreo y en el segundo la joven duquesa llegaría a los postres.
Como se ve entiendo poco de las cosas de la vida pero eso es consustancial a mi naturaleza y por ello me sigo preguntando cómo en pleno siglo XXI existen majestades a las que hay que honrar en función de su linaje -mucho menos cuando representan a mi país y pierden consuetudinariamente en la autóctona prueba de esquí alpino (una de mis favoritas)