La costumbre de comer cacahuates japoneses la adquirí en la secundaria. Abría el celofán y vaciaba el contenido en la bolsa de mi pantalón para no dar, costumbre que todas mis parejas adolescentes consideraban repugnante. El abuso de este hábito me dejó los dientes como de octogenario, un día se me salió una amalgama y la tragué, "se puede recuperar" dijo mi tía Regina. No quise ni averiguar cómo, de manera que hice una cita con el Dr. Zamarripa, dentista amigo de mi padre para un examen completo.
El Dr. Zamarripa era un personaje extraordinario desde varios puntos de vista; tenía noventa y seis años. Es decir, pudo, sin muchas prisas, haber sido el ortodoncista de Porfirio Díaz. Cuando mi madre (mi padre no se atrevió) me informó acerca de la edad de mi futuro dentista tomé el directorio y busqué rápidamente la letra "D", sin embargo, mi hermana (una de las víctimas previas) me explicó que Zamarripa no practicaba (menos mal pensé), que era su asistente la que hacía todo instruida por él y que el trabajo que realizaba era muy competente.
-- Ellos arreglaron a la tía Engracia -- dijo en un ingenuo intento promocional.
"Pues menuda la hicieron" pensé para mis adentros. Mi tía Engracia tenía una boca como la de Nosferatu.
Pese a todo, Zamarripa daba crédito y eso me convenció. En el Metro, camino al consultorio iba yo con dolores en el pecho.
Las horas de antesala pasaron, cada minuto se convirtió en una modesta agonía.
Al entrar al consultorio me quise morir: era prácticamente imposible reconocer quién era Zamarripa y quién su asistente, ambos parecían dirigentes de la CTM. Me sentaron en el sillón y Etelvina, que así se llamaba la señora y que tenía una voz ligeramente más aguda que la de su colega preguntó:
-- ¿Cómo está nuestro enfermito?
Yo, que tenía 26 años, sonreí con la boca abierta.
Etelvina analizaba con su espejito y transmitía su diagnóstico:
-- Muela derecha fracturada, premolar antero posterior sin amalgama, etcétera.
Zamarripa anotaba flechitas en un diagrama.
-- Le vamos a poner una corona -- dijo el Dr.-- , no se preocupe, no le va a doler.
Maldito si estaba yo preocupado, fue precisamente el comentario lo que me alarmó.
-- Doña Ete, rebájele aquí al amigo el molar antero posterior.
Etelvina tomó la fresadora y la aplicó diligente sobre mi molar con una eficiencia tal que sentí cómo la virgen me hablaba al oído y decía algo acerca de los cacahuates japoneses. En un momento de profunda desesperación moral estiré la mano para detener el brazo de Etelvina. Sin embargo, se retiró con un movimiento agilísimo y lo único que pude apretar fue una chichi. Cuando terminó sudaba yo como un bendito.
-- Ya doctor -- dijo.
-- Bien, ahora haga la aplicación Abrí la boca nuevamente y Etelvina me aplicó algo parecido al chilpachole de jaiba, se sentía masoso cuando lo recorría con la punta de la lengua. Cuando terminaron, bajé tambaleante del sillón y salí por la puerta de vidrio. Fué la última vez que los vi.
Al llegar a casa me fui a ver al espejo del baño: ¡ tenía un diente de plata! No lo podía creer. Dentro de mis cánones pequeño burgueses cualquiera con un diente de plata era peor que perro.
Ahora sonrío con la boca chueca.
Por todo lo anteriormente expuesto es que no voy al dentista y eso, querido lector, es lo que sugiero que haga el resto de su vida.
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