Si nos atenemos a principios bíblicos universales lo seres humanos deberíamos practicar la monogamia rigurosa y evitar el incesto de manera literalmente religiosa ya que en ambos casos existen mandamientos e interdictos (que a veces se cumplen y a veces no). Por supuesto y anticipadamente, declaro que no es mi intención juzgar estos espinosos aspectos de la conducta humana en los que cada uno y cada quien debe tomar sus propias decisiones en la soledad de su criterio y creencias personales. En realidad se trata de entender los caminos que la evolución ha moldeado con respecto a comportamientos animales equivalentes en los hechos pero muy distantes en cuanto a conciencia. Este punto no es trivial; existe una tentación permanente por explicar conductas humanas complejas con base a su naturaleza biológica, lo que produce que a veces patinemos sobre hielo muy delgado. Evidentemente somos seres vivos y nos manejamos bajo ciertas reglas biológicas pero esto no supone que nuestros comportamientos estén determinados de manera inexorable por la carga genética que poseemos. Un hospital, por ejemplo, es un monumento que atenta contra los principios de selección natural darvinianos. Valores como la solidaridad o el cuidado de los enfermos, simplemente no están presentes en poblaciones naturales donde la regla es simple; sobrevivirá el más apto. Por otro lado es posible –y hay que demostrarlo- que algunos patrones conductuales similares tengan un origen común comparados con los de otros seres vivos. Es un tema complejo que quizá se ejemplifique mejor pensando que nuestras potenciales conductas son “cerraduras” que se encuentran latentes y se activan en el momento que se presenta alguna “llave” adecuada, por lo que podemos sugerir que lo que hacemos y dejamos de hacer tiene una base genética y una ambiental.
Los seres vivos están moldeados por un mecanismo evolutivo descubierto por Charles Darwin y publicado en su libro: El origen de las especies con fecha exacta 21 de noviembre de 1859. En este texto clásico el científico inglés propone el mecanismo por medio del cual los seres vivos cambian en el tiempo, es decir evolucionan. El diseño teórico de Darwin –explicado por numerosísimas observaciones a lo largo de su vida- es de una sencillez y elegancia asombrosas: Darwin observó que en toda población existen variaciones de forma tamaño, color, conducta, etcétera y dedujo correctamente que estas variaciones pueden representar ventajas o desventajas para sus poseedores (es mejor ser rápido si hay depredadores p. ej.). Los organismos con ventajas tienen mayores probabilidades de sobrevivir y en consecuencia de reproducirse con más frecuencia. Ello supone que sacarán más “copias genéticas” de sí mismos con lo que eventualmente la variable ventajosa se debería extender en una población. Es por ello que la moneda en la que se mide el éxito de un individuo es lo que los biólogos llaman adecuación, que no es otra cosa que su representación genética en siguientes generaciones, es decir el número de descendientes directos o indirectos (los sobrinos también llevan genes propios) que tiene a lo largo de su vida.
Entendiendo lo anterior será relativamente sencillo comprender que la monogamia no parece una buena idea en el mundo animal y es por ello que tan pocas especies la practican. Un individuo monógamo tiene menores posibilidades de copiarse a sí mismo que aquel que ejerce (lo siento, así son las cosas) la poligamia. Este hecho abre una enorme cantidad de estrategias para evitar verse sorprendido. Es obvio, por ejemplo, que a un bicho de cierta especie no le conviene emplear tiempo y energía cuidando crías que no son las suyas y en consecuencia trata de tener la mayor certidumbre parental posible. Algunas especies de culebras macho, por ejemplo, bloquean la cloaca de la hembra después de la cópula para evitar adulterios inesperados y, en un caso más dramático, los leones que conquistan una manada matan a las crías del macho perdedor para poder fecundar con su propio material genético a las hembras que de otra forma no serían receptivas al apareamiento. Los datos son aplastantes; solo una fracción marginal de los mamíferos del planeta practican la monogamia y ello se debe en gran medida a la fertilidad permanente de los machos contrastada con la limitación de las hembras a continuar reproduciéndose cuando quedan embarazadas. Por supuesto existen excepciones, muchas aves como los pingüinos o los cisnes practican la monogamia (que se explicaría por la mayor certidumbre de sacar adelante a una cría colaborando). Sin embargo estudios de ADN con estas aves han arrojado resultados sorprendentes; el 90% de los nidos revisados en un experimento tenían crías procreadas por un macho diferente al que las cuidaba. En este caso la hembra juega una estrategia evolutiva diferente ya que se reproduce con un macho vigoroso y “engaña” al macho criador que está dispuesto a acompañarla en el cuidado de los polluelos.
En el caso del ser humano Vivianne Hiriart en su recomendable libro: Yo sexo, tú sexo, nosotros…(Ed. Grijalbo) propone una explicación para nuestra tendencia monógama: “Quizá para el macho hubiera sido más conveniente tener varias hembras para diseminar más su información genética, pero en esas circunstancias no le habría sido posible ocuparse de todas, acopiar la suficiente comida, protegerlas del peligro, ni del resto de los machos en épocas de celo. La probabilidad de supervivencia habría sido muy poca- A él también le convenía abocarse a una sola mujer, por lo menos mientras los hijos lo requirieran”. La idea es interesante y se relaciona con una ecuación elemental; siempre será más redituable tener un hijo que sobreviva, a diez que no lo hagan. Sin embargo, esta teoría no explica satisfactoriamente la enorme tasa de deserción entre los machos de muchas especies que se debe, seguramente, a la capacidad independiente de la hembra para cuidar y proteger a la camada. Jared Diamond, por su parte, sugiere que la monogamia se genera en gran medida por el ocultamiento del período de ovulación de las mujeres ya que al no ser evidente impide que el macho sepa cuál es el momento fértil en que debe tener relaciones sexuales. De cualquier manera la monogamia en el ser humano parece –pese a nuestras reglas y costumbres- no ser tan evidente; el 84% de las culturas del planeta permiten que los hombres tengan a más de una mujer y en el mundo occidental lo que parece no es; el mismo Jared Diamond en su libro El tercer chimpancé (Editorial Debate), aporta un dato escalofriante; entre el 5% y el 30% de los niños nacidos en Estados Unidos e Inglaterra son producto de relaciones extramaritales.
El caso del incesto o endogamia tiene similitudes y diferencias; en la revista española “Ecosistemas” Xavier Picó y Pedro Quintana Asencio explican los efectos de la endogamia en las poblaciones naturales. “La consecuencia directa del aumento de la endogamia es la expresión de la depresión por consanguinidad que se traduce en una disminución del éxito y vigor de los individuos en términos de supervivencia, crecimiento y reproducción. La reducción del éxito de los individuos a causa de la depresión por consanguinidad se debe básicamente al efecto de alelos deletéreos recesivos que se expresan en homocigosis. Dado que la depresión por consanguinidad puede afectar a todos los componentes de ciclo vital, es esperable que la endogamia afecte a la dinámica de las poblaciones fragmentadas reduciendo la tasa de cambio poblacional e incrementado la probabilidad de extinción”. En castellano lo que los investigadores dicen es que el cruzarse con parientes disminuye la variedad de genes de nuestra descendencia y en consecuencia la expone a enfermedades y malformaciones. Es por ello que esta conducta es muy infrecuente en el mundo animal. En el caso de los seres humanos existen vetos históricos vinculados con el incesto y en muchos países es inclusive motivo de cárcel para quien lo practica (inclusive aunque se cuente con la mayoría de edad y la relación sea de mutuo consentimiento). En el número 445 de la prestigiada revista Nature, Debra Lieberman y colegas de la Universidad de Santa Bárbara en California hallaron, trabajando con 600 individuos, un sistema que permite reconocer a aquellos genéticamente similares a través de un conjunto de indicadores que se disparan cuando se observa a la madre cuidar a los hermanos más pequeños y que activan un mecanismo cerebral que aumenta la sensación de altruismo y aversión sexual hacia los hermanos. En el caso de los hermanos menores –que no pueden observar este hecho debido a su edad- el mecanismo entra en funcionamiento por la convivencia durante años, lo que sugiere que hermanos que se criaron de manera separada tienen mayor probabilidad de sentir atracción entre sí (como narra reiteradamente García Márquez en “Cien años de soledad”). Este trabajo propone una respuesta evolutiva para explicar nuestra aversión al incesto y seguramente sienta bases para entender y tratar este peliagudo asunto.
En fin, parecería que el ser humano siente tentaciones polígamas y evita las endógamas al igual que la mayoría de las especies más cercanamente emparentadas con nosotros. Cada quien y cada cual –lo decía al principio- deberá forma su criterio y orientación particular, que de eso se trata la vida.
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