El otro día tuve que pagar el gas, como soy un pendejo omití hacerlo en la fecha correspondiente y es por ello que tuve que ir a la sede que se encuentra en Río Mixcoac. Al llegar sufrí una embolia provocada por la cola que salía de la sucursal y serpenteaba rumbo a la salida del estacionamiento de un edificio, lo que producía que los coches que entraban y salían fueran una metáfora de Moisés mientras nosotros simulábamos ser el Mar Rojo. Atrás de mí se situaba una señora gorda que hablaba crípticamente: “¿Sabe del descuento?” –preguntó. Parpadeé lentamente y luego cometí el error de preguntar “¿cuál descuento?”. Acto seguido y durante quince minutos recibí una lección de política social que no merecía mientras me entirolaban la cara, porque la gorda escupía al hablar.
Sin embargo lo anterior no es lo importante, sino la estrategia a seguir en una cola. Entendí segundos más tarde que la gorda quería ganar confianza para luego decirme: “¿no me aparta mi lugar?”. La idea era estúpida porque como ya mencioné, ella se situaba atrás de mí y en consecuencia –como ocurre en una cola- a mí me valía poco menos que madre lo que ocurriera a mis espaldas. Asentí bovinamente y la gorda se fue, supongo que a comerse una torta, para regresar justo a tiempo de hacer su pago.
Si hubiera un campeonato mundial de colas, estoy seguro que los mexicanos obtendríamos un destacadísimo lugar ya que hemos articulado una serie de mañas como la de la gorda que son orgullosamente nacionales. Recuerdo que hace ya algunos años tenía que sacar una visa gringa y el trámite era tan simple como el desembarco en Normandía. Había que pararse a las tres de la mañana y llegar con cara de la mamá del muerto a Reforma, eso hice y me encontré con una cola que medía lo mismo que la extensión de la cancha de los freseros del Irapuato, de pronto se me acercó un joven de bigotito y dijo: “¿quiere una ficha?”. Mierda…entre las tinieblas cerebrales producidas por la hora y mi natural pendejez no entendí nada ¿qué ficha? ¿daban fichas? Poco a poco entendí horrorizado que la cola que me precedía estaba formada íntegramente por gente menesterosa que no iba a realizar ningún trámite, en realidad se trataba de turistas simulados que vendían su lugar al mejor postor…mierda (again).
El colofón al noble tema de las colas lo aportamos los mexicanos debido al gen nacional que nos obliga a realizar cualquier trámite el último día. Es probable que esto se deba a que estamos troquelados por el siguiente pensamiento: “¿por qué voy a pagar el jueves si lo puedo hacer el viernes?” Esta idea unánime determina que los días 30 o 31 se desgracie todo; las verificaciones vehiculares, los bancos y los módulos de hacienda, todo lo anterior produce verdaderos profesionales de las colas, gente que lleva banquitos portátiles, revistas y juegos de mesa.
En toda cola que se respete hay lo que los clásicos llaman “una vieja o viejo chimiscolero” cuya función concreta es fungir como agitador social. Ése siempre es el primero que grita “¡a la cola!” o el que inicia los motines que se deben a razones variopintas, como que se acabaron las fichas o la leche está cortada. En ese momento este catalizador aviva la ira de la turba que ya está encabronada por llevar una hora al rayo del sol y sobrevienen las mentadas de madre, los vidrios rotos y los funcionarios que atienden poniendo cara de que ya valió madre.
El último tema por el que los mexicanos preferimos la cola al pago en línea se debe a una desconfianza ancestral que, debo decir, se justifica. La semana pasada me hablaron para preguntar si era yo el mismo Fedro que había comprado tres boletos de avión a Zurich, me hubiera dado risa de nos ser porque el monto era de treinta mil pesos, lo negué primero muy molesto y luego con lágrimas en los ojos y aquí sigo esperando mi abono y sin tarjetas. Es por ello que la próxima vez que necesite algo haré cola perpetuando, de esta manera una tradición nacional que se niega a morir.
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