Existen cifras que de acuerdo al temporal informativo se nos ofrecen a los mexicanos y que dan cuenta de lo poco que leemos, dato que las más de las veces se vive con escándalo intelectual y entonces las lumbreras de la cultura mexicana se quejan de lo brutos que somos, de lo mal que están las cosas y como los tiempos que se han ido siempre fueron mejores. Cuando el dato estalla (menos de un libro por habitante al año en nuestro país) se reinventan hilos negros y multicolores con propuestas de una lucidez desigual como: “hay que hacer que los jóvenes se enamoren de los libros” (imaginar a un adolescente enamorado de “Platero y yo”) o: “se debe de leer obligatoriamente en las escuelas”. Esta última estrategia que, desgraciadamente no es una broma sino una propuesta surgida de un miembro conspicuo del sector educativo, ya ha sido, por cierto, probada históricamente demostrando que lo único que se logra cuando alguien lee a la fuerza y no por gusto es que se considere que “La metamorfosis” de Kafka es una porquería irremediable, como es mi caso, también irremediablemente y a pesar de las protestas de mis amigos intelectuales que me dicen algo que ya sé: “no entiendes nada”..
Las razones que explican esta falta de avidez por los libros representan un rosario multivariado. En primer lugar los libros el día de hoy compiten poco y mal con un juego de video que tiene la propiedad de producir epilepsia fulminante en un niño de once años. Por otro lado, las escuelas mexicanas cuentan con un lastre impresionante; una especie endémica conocida genéricamente como “maestro” que ayuda poco. Quien haya presenciado las manifestaciones docentes en los últimos años, tendrá que convenir conmigo que si la esperanza de que nuestras criaturas lean está depositada en estos mentores, podemos esperar cómodamente sentados a que esto ocurra hasta el devenir de la noche de los tiempos. Un tercer elemento ya no se vincula con cuánto se lee, sino con lo que se lee y ahí el panorama tampoco es muy esperanzador. Es claro que el milenarismo y la autoayuda han llegado para quedarse y que la producción literaria con algún destino comercial se basa en títulos como: “manual del seductor infalible”, “cómo bajar veinte kilos comiendo machitos” o “guía práctica para conectarse con el más allá”. Por supuesto no seré yo quien cuestione estas preferencias ya que mucha bilis han invertido nuestros analistas en demostrar que esta basura efectivamente lo es.
Cualquier persona que no sea imbécil debería de entender que la industria editorial ante este panorama desolador tendría que aplicar un principio de eficacia para tratar de atenuar los posibles daños. La sorpresa es que esto –que parece lógico- escapa de cualquier control en el preciso momento en que inicia el proceso que, como se sabe, arranca con un señor viendo al cielo frente a una pantalla en blanco y buscando inspiración.
Quizá el momento más sencillo de esta maquinaria productiva es el de escribir un libro, para ello basta una idea, alguien medianamente lúcido que tenga algo que decir y una cierta disciplina para armarlo de manera legible. Acto seguido empieza un proceso muy parecido al Rosario de Amozoc. El escritor acude con su manuscrito a una casa editorial (que normalmente lo recibe como los aborígenes al capitán Cook) y entonces el editor dice lacónico: “nosotros le avisamos”. En ese momento empieza la fase de dictamen (que puede durar una era geológica) y por medio de la cual la casa editora le da a leer a un señor, que asumimos experto en las reacciones del público, el libro de marras. En el mayor número de los casos el dictamen es negativo pero de cuando en cuando y para sorpresa del autor alguna vez se le dice que sí. Éste se embriaga con sus amigos, festeja y si le va bien se gasta los cinco mil pesos de regalías anticipadas que recibió.
Acto seguido la editorial imprime el texto (normalmente tres mil ejemplares) e inicia una campaña de mercadotecnia que tiene la eficacia de un rifle de municiones; si hay recursos (nunca los hay) se invita a una presentación del libro donde cuates y gorrones se enteran de algo que ya sabían; se ha publicado un libro. Sin embargo, las fuentes culturales difícilmente abrevan de estos ágapes y la promoción se reduce a una notita invisible. Una segunda estrategia es hacer una gira de medios en la que de acuerdo a las posibilidades del editor se agendan entrevistas con el autor. Lo más probable es que se logre una charla en la radio a las tres de la mañana con un locutor que no solo no leyó el libro, sino que difícilmente entiende cómo la vida lo puso en la circunstancia de entrevistar a alguien que no tiene el gusto de conocer.
El tercer paso de este desastre ocurre con un concepto elemental; la distribución. Uno pensaría que una prioridad del editor es poner rápidamente todos los libros a la venta en el menor tiempo posible ya que de eso se trata el negocio (pensar de otra manera supondría un talento comercial equivalente al de Capulina). Sin embargo cuando se llega a buscar un libros (la estrategia más ignominiosa pero la más eficaz es buscar uno propio) invariablemente se encuentra con la respuesta del librero en el sentido de que a) “está agotado” o b) “no ha llegado”. La primera sería una noticia estupenda en el caso de que fuera cierta pero no lo es, esto es comprobable con el cobro de regalías que suelen ascender a cuatrocientos pesos gracias a los catorce volúmenes que se vendieron en los seis últimos meses. La segunda es altamente probable y se basa en una ecuación donde los libreros (poco informados y mal preparados) deciden qué adquirir en condiciones frecuentemente leoninas. Los editores en consecuencia se quejan de este trato y hacen poco por remediarlo. El resultado final puede ser de grand guignol ya que en muchos casos los libros ya reseñados no se encuentran aún en las librerías o, peor aún, libros que llevan meses sin promoción alguna, son anunciados por sus autores como una “novedad que ha sido muy bien recibida”. Es el caso reciente de un señor que reseñé en estas páginas y que lucía patético hablando de lo bien que le iba a un libro bastante malo.
Veamos, una industria comercial, cualesquiera que esta sea, tendría que promover el mayor éxito posible dentro de su gremio. De cuando en cuando escucho quejas por la falta de apoyos gubernamentales a las tareas editoriales que si bien, pueden ser acreditables, se disipan ante esta especie de hara kiri en contra de que un libro llegue a un lector cerrando un círculo virtuoso. Las pistas para salir de este atolladero las podría entender cualquiera que no fuera idiota. Todo libro requiere cierta promoción, que no implica gastos descomunales. Asimismo, es menester que se encuentre en los puntos de venta una vez que ha sido promocionado. El tercer paso es que los libreros entiendan que el hecho de tener el sartén por el mango no debería otorgarles esa arrogancia de pulgares levantados ya que en muchos casos su desconocimiento de una obra o un catálogo los afecta económicamente. Los reseñistas tendrían que salir de su tono críptico e insondable y decirnos llanamente si recomiendan o no un libro ya que poco ayuda un comentario como: “la prosa de Fulanito se difunde como un aleluya espiritual en el que las letras forman parte de un carnaval caótico” y entonces uno no sabe si el libro es notabilidad o bodrio. Finalmente, los lectores deberían estar claros que la compra de un libro supone el acto de leerlo y utilizar esta experiencia para compartirla con sus amigos (el “boca a boca” ha sido el secreto del éxito de libros como “La sombra del Viento” de Ruiz Zafón).
Nuestro país se caracteriza por su notable capacidad para quebrarlo todo; carreteras, cines o Fideicomisos, son solo algunos ejemplos. Las claves son simples; falta de comunicación, rapiña y fagocitosis empresarial. Parecería ser que la industria editorial en nuestro país no aprende una lección elemental: publicar un libro tiene costos y éstos no se recuperarán nunca sin una adecuada comercialización y difusión de su producto. No se trata de seguir las reglas descarnadas del mercado, simplemente de utilizar un poco de sentido común. De otra manera los escritores (ese gremio añorante) desaparecerán como los dinosaurios o peor aún: se dedicarán a escribir libros como: “Caldo de pollo para el alma”, que es una forma indigna de morir literariamente hablando.
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