Temo a los viajes, no por arraigo parroquiano, mucho menos por el gen nacionalista que no poseo. Mi caso es más simple…atraigo calamidades y me considero una suerte de enorme magneto atractor de desgracias viajeras. Si hay, por ejemplo, una expedición al volcán de Chinameca es a mí al que pica alguna alimaña ponzoñosa o en la visita a las grutas de Huejotenango el único que va al hospital con un cuadro de histoplasmosis es su humilde servidor después de haber inhalado tres kilos de mierda de murciélago. El avión que se demora siempre es el propio y si la persona más gorda del mundo aborda el vuelo (demorado) sé, con la convicción de quien anticipa un eclipse, que se desmoronará en el asiento contiguo y hará plática.
El preámbulo anterior es para que se entienda a cabalidad el estoicismo con el que acepté una invitación a un encuentro en la ciudad de Montego Bay, Jamaica. La primer catástrofe se relaciona con la hora de salida, que ha sido diseñada por el doctor Mengele siguiendo el cristiano principio de que al que madruga dios le ayuda, lo que me deja pensando que es una ayuda de muy mala madre el hecho de que un avión salga un domingo a las 6:30 antes meridiano, que son horas y días de guardar. Por supuesto el aspecto de todos los que arribamos a esas horas del señor es notable, hay quien es el vivo retrato de Lon Chaney, que en paz descanse. Otros llegan en vivo, derechito de la fiesta con espanta suegras y oliendo a huazontles. El resultado final es que la sala de espera es una modesta réplica de la Corte de los Milagro en la que la gente se queda dormida de mala manera babeando en una silla.
Cuando llego a Miami ocurre lo anticipable; la maleta no ha llegado. Me dirijo a la línea aérea correspondiente que con propósitos narrativos llamaremos “1”, soy recibido por un jovenazo que me mira con la misma cara que los maoríes al primer explorador occidental y me hace una sugerencia que es prueba inequívoca de alguna disfunción cerebral: “vaya a la línea 2 y pregunte si no llegó con ellos”. Dado que el tiempo de explicarle que es la idea más pendeja posible es mayor al de hacer lo que me indica, encamino mis pasos a 2, hago la pregunta y el empleado supone a su vez que el imbécil soy yo por lo que me contesta negativamente y regreso a 1. Entonces viene lo bueno ya que el empleado me indica que, dado que viajo con la línea 3 a Jamaica deberé dirigir mi reclamación a ellos. Con la paciencia que no poseo le explico que dado que en mi boleto viene su logo y no el de 3, será muy evidente que cuando llegue a Jamaica, 3 me mandará con rumbo preciso a la chingada. Como el avión se va ya no tengo tiempo de seguir discutiendo y llego a la aduana, en ese momento me apartan de la cola y me indican que debo ser “escaneado”, con la resignación que da la convicción de un destino perdedor me someto y entro a una suerte de cabina telefónica en la que me aplican algún tipo de rayos que –sospecho- me han dejado estéril. Acto seguido paso con un gordito que pasa una especie de servilletas por mi maleta de mano. De pronto suena una alarma y el tipo se me queda viendo como se vería al Mayo Zambada; “tengo que dar aviso a mi supervisora” –anuncia- y me explica que en mi maleta hay residuos de Nitrógeno (lo juro) y que ello es irregular. Después de muchas deliberaciones y un análisis pormenorizado de mis calcetines me dejan partir recomendándome “que lave la maleta”.
Llego a Montego con cara de la señora madre del muerto ya muy vencido para encontrarme con que la maleta no llegó. Al día siguiente en la tienda del hotel realizo un hallazgo antropométrico; los jamaiquinos son gigantes o enanos. Lo único que me queda (a duras penas) es una playera que solo le he visto a Ponchito y unas bermudas que me confieren el mismo aspecto de Kiko Guanabacoa. Me siento al lado de la alberca mientras la gente me mira reflexionando seriamente acerca de que los viajes están idealizados.
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