La trascendencia de los hombres (y las mujeres) ha sido medida con distintas varas desde que la historia es historia; en la Edad Media supongo que alguien podía aspirar a este valor porque conservaba todos los dientes a los treinta años. Entre los cristianos el asunto de la trascendencia se ha evaluado a través de un comportamiento impecable y un destino funesto, como ser quemado con leña verde o pasar a mejor vida devorado por una nube de hormigas entre los gritos de aborígenes que se negaron a ser catequizados. Los hare krishnas deben trascender de acuerdo con el número de corcholatas que golpean con las puntas de los dedos en los aeropuertos... y así nos seguimos.
Actualmente los criterios de trascendencia son confusos: uno puede aspirar al recuerdo de sus congéneres por la notable capacidad de tirar una pelota que va hecha la chingada; por escribir una obra maestra sobre el amor o simplemente en base a una propuesta escénica donde los protagonistas se lanzan huevazos mientras gritan: "¡La imaginación al poder!".
Los que nacimos para pelagatos, sin embargo, debemos conformarnos con criterios más elementales de trascendencia. La sabiduría popular recomienda la mamadencia ésa de escribir libros, plantar árboles o llenarnos de críos. De las tres consignas me preocupa profundamente el asunto del árbol, ya que no veo cómo los misteriosos caminos del Señor me enfrenten jamás con un prado verde, una pala y un pirul, y si esto llegar a suceder tampoco veo cómo se me antojaría hacer un hoyo en el suelo en lugar de tumbarme en él.
Con los hijos es otro cantar; ya he contado en este espacio la historia de María, ese pequeño pedazo de energía que me patea en las noches y que el jueves casi me deja tuerto mientras comía "frijolitos". Ahora María tendrá un hermano que si todo sale bien nacerá en el mes de mayo.
Decía Borges que decía no sé quién: los espejos y las cópulas son abominables, porque multiplican el número de los hombres". La cita --repugnante por cierto-- está bien para Borges pero no para un padre angustiado que ve venir a un hijo como se ve venir un meteorito. Por supuesto dentro de las cargas que se suman a los hombros destaca la decisión del nombre: "Fedro" propuse desde que me casé. Sin embargo, he recibido una multitud de comentarios (algunos sutiles y otros no) en los que se manifiesta que sólo alguien muy imbécil o de plano pendejo podrá cometer (así dicen: "cometer") semejante monstruosidad con un niño pequeñito e indefenso que no tiene que sufrir las inseguridades de su padre. Por supuesto ignoré los comentarios... pero de dientes para afuera, ya que al poco tiempo dejé de dormir mientras soñaba que era apuñalado por mi propio hijo que en la mano blandía un acta de nacimiento. Ante la cochina duda decidí ir a Sanborns y comprar el libro "Nombres para el bebé" de Salvador Salazar. El texto es notable desde varios puntos de vista: primero por un epígrafe que dice a la letra "Para un niño es lo mismo llamarse Ciriaco, Cirilo, Casiano o Espiridión; pero no lo es ni para un joven ni para un adulto". Madres --pensé-- he ahí una verdad del tamaño de una casa y mis dudas se acrecentaron (lo mismo que mis pesadillas). A continuación me dispuse a hojear el libro y encontré el primer nombre "Aban", que según Salazar era un genio benéfico (que desde luego no tenía otro remedio que ser bueno con ese pinche nombre); "Abujajía" era nada menos que la tercera opción. Suspiré y seguí leyendo: "Batimona" (una divinidad que comía sesos); Huixtocíhuatl (un compatriota); Restituto (un mártir); Estaquis (un cristiano íntimo de Pablo el apóstol); Sucha (el dios andino del trago); ¿Fedro? Por ningún lado.
Al final de la lectura me dominaron dos sensaciones; la primera es que ni borracho me hubiera dado a la tarea que tan cumplidamente se enfrentó el autor. La segunda es que el nombre estaba decidido (que Dios y Abujajía me amparen)... cosas de la trascendencia.
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