El otro día hojeaba en la peluquería una revista de moda para hombres (no de la que salen señoras encueradas, sino de las que dan recetas y consejos a los varones modernos) y tuve de pronto el escalofrío de que no pertenezco en realidad a tan noble género y soy un chotacabras. Desde el punto de vista de los editores de esta madre, para ser un hombre moderno hay que cumplir una serie de requisitos que ni mandados a hacer para producir depresión temprana. En primer lugar está el aspecto; los hombres-hombres, son aquellos que tienen más musculatura que el hombre araña, mirada de quiero contigo y pelo hasta en las orejas. Lo segundo que llama mi atención es la indumentaria que se basa en cosas que no me pondría ni en estado de ebriedad, como zapatos bicolores o gabanes de asesino serial. Luego están los anuncios que son sorprendentes. En alguno se presentan relojes que se pueden sumergir hasta 200 metros, que dan la temperatura de Bangok y resisten el impacto de un elefante. ¿Para que carajos? –pregunta mi enorme ingenuidad- necesita un hombre moderno que vive en esta noble ciudad tal artefacto. Supongo que la única forma de saber si el reloj funciona es que a uno lo asesine la mafia y lo mande al fondo del océano, la temperatura en Bangok me interesa tanto como la receta del pescado empapelado y los impactos no son previsibles en una vida tan pacífica como la mía. En uno de los anuncios, de hecho se presenta a un señor, que se ve que está morado de frío, enseñando el reloj que lo acompañó a la Antártida. Como yo no pienso ir ni amarrado paso la página.
Luego están los anuncios de autos que también tienen lo suyo. Con gran despliegue se anuncia que el carro fulanito llega de 0 a 100 kilómetros por hora en 12 segundos. En ese momento pienso en el Anillo Periférico a las tres de la tarde y me quedo pensando si en realidad hay alguien tan idiota como para ser seducido por esta maravilla. Luego está la velocidad máxima que siempre anda por los 200 km./hora. Asumo que este prodigio se alcanza dos segundos antes de matarse en un carreterazo por lo que ignoro cuál es el atractivo del asunto.
Acto seguido entré a la sección de “consejos para él” que es una maravilla. Desde la óptica del autor para tener éxito con las mujeres uno debe demostrar firmeza y seguridad es un trato hacia las féminas ¿qué implica esto? La respuesta me genera cierta ternura: “ordenar por ella en un restaurante”. Este es el momento de imaginar a un servidor sentado detrás de una vela diciéndole al mesero que la señora que está enfrente quiere la sopa de cabellitos de elote y la hamburguesa huérfana para luego esperar el primer madrazo. Otro tip notable se nos ofrece a los hombres-hombres a la hora de pedir el vino: “no repare en el precio, es de mal gusto” Pues será de mal gusto pero si uno no lo hace corre el riesgo de dejar a la que está atrás de la vela, empeñada. La siguiente escena es de un candor insuperable: “cierre los ojos y deje que el aroma del vino ascienda, agítelo en forma circular y dé un pequeño sorbo”. Lo anterior no solo me parece ridículo sino innecesario; no conozco a nadie que devuelva un vino aunque sepa a máscara del cartón y creo que más de las tres cuartas partes de chilangos no tenemos los argumentos enológicos para opinar una chingada.
La última zona es la de la ropa interior; ahí pude ver unos modelitos que deben causar varicoceles inguinales de lo apretados que estaban, así como “el mundo de los boxers” donde salen unos tipos semidesnudos con calzones de manga larga que cuestan más que mi orgullo.
Cerré la revista convencido de que estoy perdido entre los mares tenebrosos de la confusión de género; que no me da la gana comprar una pluma de ocho mil pesos y que soy una especie en peligro de extinción ante los avatares de la modernidad. Ni modo
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