En estos días vacacionales los niños Frijol y María (que son míos y no suyos, como dice la gente pendeja) han salido de vacaciones generándome envidia de la buena, porque cualquiera que no sea imbécil (ingenuamente pienso que no lo soy) sabe que es mejor descansar dos meses que tres días por año, como lo he hecho yo los últimos diez.
En fin, llegó la ceremonia de graduación en la que mi hija –que sale de primaria, no crea usted que del doctorado- me advirtió que no me vistiera como refugiado polaco, que es como habitualmente lo hago y me presenté con un conjunto primavera-verano y el pelo a rape a atestiguar emocionado el último día de la niña María. Aquello fue una prefiguración del infierno. Por principio de cuentas alguien con iniciativa pero no muy lúcido, decidió que era buena idea que todos los graduados echaran un discursito lo cual sería razonable si fueran cuatro niños pero en realidad eran como sesenta. Baste un cálculo elemental para entender que aquello resultó un martirio chino en el que escuché cosas como: “me voy pero me quedo” o “los llevo en mi corazón o nada porque había varios niños que no sabían leer. Debo decir sin tapujos que María se desempeñó con mucha sensatez y cuando todo terminó supuse que era el momento de pasar a retirarnos…que equivocado estaba.
Vinieron los premios, que si al esfuerzo, que si a la mamá del muerto y se nos fue otra limpia media hora en la que empecé a sufrir sudoraciones en la zona inguinal en medio del calorón y con mi traje de pelagatos. Acto seguido vino una misa de acción de gracias en la que (gracias a Dios, justamente) nos excusamos de participar dada la condición familiar agnóstica, por lo que nos fuimos a comer un helado.
El siguiente acto del aquelarre consistió en dirigirse al lugar donde sería la comida, una madre inmensa que parecía decorada por Elba Esther Gordillo. Al bajar del auto el señor que los estaciona me dijo “son sesenta pesos joven”. Parpadeé lentamente y traté de explicarle que el coche era mío y no quería pagar por su renta pero no hubo suerte así que entré con la sensación que tiene alguien que acaba de ser despojado y me dirigí a la mesa correspondiente. Me froté las manos y le pregunté al mesero acerca de las bebidas de carácter embriagante, esta vez el que parpadeó fue justamente él y me dijo “las que usted traiga”. En ese momento me di cuenta de que ya había valido madre dado que nadie me avisó de tal regla etílica por lo que pedí un wisqui, el mesero esta vez me explicó –didáctico- que solo vendían por botella y costaba ochocientos pesos. Cabe aclarar que mis vecinos de mesa eran dos señoras abstemias, un adolescente sin edad legal para beber y una pareja que sospeché eran cura y monja nomás que de corbata y vestido por lo que renuncié a la segunda idea y me tomé el vino de mesa que si venía incluido.
Esa tarde ocurrieron cosas notables, unos niños que imagino lectores de esta noble revista se pusieron a tocar rock logrando el milagro de que un mesero tirara el pan del puro susto al primer guitarrazo. Otra niña se colapsó a mitad de la sesión de video en medio de un ataque de algo indescifrable lo que me permitió escuchar por primera vez en la vida real la frase. “¿hay un médico en la sala?”.
Luego vinieron los sagrados alimentos que eran dignos de una demanda penal, el espagueti tenía la misma consistencia que los cartones que mete la gente que tiene hoyos en las suelas de los zapatos, la ensalada contenía un queso del que obtuve una muestra para enviarla al Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares y el postre contenía 18 567 calorías por ración por lo que varios estuvieron a punto de sufrir un coma diabético.
El final fue de antología, de pronto observé hacia las mesas de ruleta (insisto, había alguien con iniciativa) y vi al niño Frijol, poseído por el demonio del juego con los ojos inyectados y babeando algo verde, lo retiré de inmediato pensando en la imagen de Gustavo Ponce en el bote.
Salimos ligeramente vapuleados pero contentos por María (que sabe que la quiero y solo por eso me permito esta cursilería)
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