La gorra es un patrimonio orgullosamente mexicano que se presenta en todos los estratos sociales y en algunos casos puede alcanzar niveles que la convierten en una de las bellas artes. Yo tenía, por ejemplo un amigo que durante más de veinte años se mantuvo e inclusive subió de peso gracias a su habilidad para el sablazo. Las técnicas eran muy variadas; la primera consistía en tener una agenda rotatoria con el nombre y dirección de treinta amistades (entre las que tuve el honor de contarme), de tal manera que a cada uno le tocaba un día del mes. Lo siguiente era presentarse alrededor de las dos de la tarde en la casa que correspondía y no moverse ni con polea hasta que no recibiera la esperada invitación a comer. Terminados los sagrados alimentos, se limpiaba el mole de las comisuras y se despedía con un periódico (esto es importante) bajo el brazo.
La segunda estrategia lo llevaba a la banca de un parque en donde abría el periódico y buscaba los eventos intelectuales del día. Como es sabido, en esta noble ciudad diariamente la clase intelectual se da cita para acciones diversas; un performance en que encueran un zorrillo mientras el artista toca la caracola, la presentación de tal o cual libro en el que un grupo de amigos y otros que no lo son tanto se sientan a la mesa para hablar bien del autor y mal de los ausentes; una mesa redonda en la que se diserta sobre el papel del gremio intelectual en la solución de los problemas nacionales y demás yerbas. Bien, el secreto de mi amigo era presentarse al final (ir desde le principio me parece una prueba insuperable) del evento más prometedor y tragarse tres cuartos de kilo de empanadas de camarón.
Una tercera, pero más riesgosa estrategia consistía en llegar a un restaurante con otro grupo de comensales. Normalmente a la hora de pagar la cuenta se levantaba al baño y regresaba a la media hora, si esto no funcionaba, se hacía lo que los clásicos llaman con cierta vulgaridad, pendejo y en casos extremos sacaba un billete roto de a mil que nadie aceptaba. La más indigna de sus técnicas, sin embargo, era meterse a un supermercado y buscar a las señoritas de charolas que ofrecen quesos y salchichas. Se podía comer un kilo.
Otra forma de gorronería es la visita inesperada; está uno muy tranquilo leyendo el periódico y suena el timbre. En la puerta se encuentra alguien que tiene el suficiente nivel de confianza para llegar con una maleta, pero la suficiente lejanía para que no se le invite ni borracho. Como el palo está dado y no hay manera de librarla uno le ofrece el sofá y los tres alimentos por un “período temporal” (esta temporalidad depende siempre de variables como un dinero que se cobrará o el arreglo de una situación doméstica terrible). A los tres meses han ocurrido varios incidentes; la visita indeseable se ha adueñado de la televisión; vio encuerada a la legítima saliendo del baño, dejó la puerta abierta y el perro se fue para nunca volver y un día se le ocurrió hacer una fiesta en la que tres amanecieron encuerados y en posición comprometedora.
La última forma que se me ocurre no es propiamente una gorronería pero puede pasar como tal y se relaciona con los buffetes. Como se sabe esta variante alimenticia se basa en la idea de poner platos, charolas humeantes y uno señores atrás de ellas que le explican a la gente que las fajitas de filete se llaman fajitas de filete. Por algún misterio que tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda, la gente cree que servirse poco es equivalente a ser estafado. Para curar esta percepción se sirven en un plato lo que se podría comer una tropa de scouts en tres días y se van a una mesa a masticar como zopilotes, mientras el dueño calcula como reciclar los platos que contienen restos de alimento.
Los gorrones dan sablazos que nunca pagan, disponen del patrimonio ajeno y tienen la misma concha que un quelonio de quinientos kilos. Que con nuestro pan se lo coman.
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