En toda familia existe un miembro que se convierte en un dolor de huevos. Está uno muy tranquilo comiéndose un menudo y sale el tío, primo o abuelito portando una cámara de miedo mientras grita “¡foto, foto!” entonces todos se reúnen miran al pajarito y sacan catorce fotografías que luego son mostradas en una pantalla de computadora en sesiones infumables. Esta costumbre me parece ligeramente idiota pero nunca he podido hacer nada al respecto, por lo que he decidido habituarme y convivir como aquellos que se acostumbran a vivir con una epidemia. Por supuesto hay un gremio profesional que se dedica a la fotografía y que puede ser dividido de manera elemental en dos grupos; los primeros son de pacotilla y se dedican a tomar fotos de parejas en bodas, de niños en un burro o de señores que quieren viajar al extranjero y necesitan un pasaporte. Los segundos son aquellos que ven cosas que nadie ve y las retratan, cobran cinco mil pesos por foto y exponen en galerías.
Hasta ahí todo estaría muy bien si no hubiera un tercer grupo que me parece parásito y que se dedica a seguir a los famosos a donde quiera que estos vayan. Es evidente que es un trabajo infecto; nadie los quiere, los guaruras los madrean, les echan agua y sin embargo, ellos siguen ahí con la persistencia de palomas de plaza pública chingando al prójimo. Alguien me cuenta que los medios de comunicación ofrecían medio millón de dólares por la primera foto del hijo de Luis Miguel y una tal señorita Arámbula. La suma me parece un despropósito pero mucho más la pendejez de la gente que considera interesante una fotografía de un recién nacido y sale en masa a comprar la revista de marras.
Un caso reciente ha llamado mi atención ya que adquirió interés mediático. Se trata de una señora que se llama Cecilia Bolocco, cuyas virtudes son dos; estar muy buena y ser esposa de Carlos Menem (pensándolo bien, ignoro si esto último es una virtud). El caso es que esta dama decidió irse a su departamento de Miami en la honorable compañía de un señor que no es su esposo y tiene cara de gordo pero distinguido. Ambos se asolearon y la señora de Menem tomó la decisión de quitarse la parte alta del bikini y quedarse con los senos al aire. Esta iniciativa –privada y respetable- la conozco porque resulta que otro señor tomó su telefoto y se puso a espiarlos a metros de distancia para retratarlos en dicha situación. Acto seguido fue a una revista, vendió las fotos y se armó un escándalo que me deja varias dudas. La primera es por qué diablos se pone a la defensiva a Cecilia que tiene que dar explicaciones en lugar de meter una demanda que deje ciego al dueño de la revista. No entiendo la razón pero ya se sabe que no entiendo nada. La segunda duda tiene que ver con un supuesto chantaje ya que parece que las primeras fotos eran menos comprometedoras que las que se publicaron luego y sigo sin entender ya que el asunto me suena ligeramente ilegal y monstruoso. Si algún día tengo la iniciativa de vestirme de pingüino en el jardín de mi casa y besar a mi aguacate, será porque me da la gana y seguramente me sentiría muy molesto de que alguien me espiara e hiciera públicos mis hábitos privados. Pero no, aquí lo que ha pasado es que nadie censura al fotógrafo voyeur, sino a la señora Bolocco por su conducta inapropiada ¿usted entiende, querido lector?
Hace poco y para atizarle más al fuego, prendí el noticiero de Loret y hallé una iniciativa que me puso los pelos de punta. Resulta que ahora la gente en la calle se ha convertido en “reportero” (por supuesto gratis) y debe tomar fotos o videos de todo aquello que le llame la atención. De esta manera, la privacidad adquiere un rumbo preciso; el carajo y entonces uno debe estar con el alma en vilo esperando que otro ciudadano no lo pesque en una situación comprometedora que se transmita de ocho a nueve en el Canal de las Estrellas. Que tiempos desastrosos.
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