Mi experiencia en materia bancaria es tan vasta como la que poseo acerca de la literatura noruega del siglo XIV, los bancos son para mí un mundo misterioso que ha evolucionado desde la idea genial de algún emprendedor consistente en pagarle a alguien por guardar su dinero, hasta instituciones todopoderosas llenas de ventanales y jergas inaccesibles como cetes, tasa líder o rendimientos líquidos. Al igual que usted, querido lector, he tenido que asistir a los bancos con el propósito de realizar algún trámite ineludible. Normalmente se llega a una especie de gusano en el que la gente madrugadora ya está haciendo cola. Uno toma el turno que le corresponde y se dispone a esperar. El tiempo normalmente es el mismo que tomaría armar un vehículo compacto por lo que la sugerencia es llevarse las obras completas de Tolstoi. Cuando uno finalmente llega al último de espera se inicia la cacería de un foquito que se prenda y apague indicando la caja que está disponible. El ejercicio supone una presión equivalente a la que sufren los estudiantes japoneses ya que normalmente la gente que viene atrás se encuentra tan exasperada que si uno no reacciona en tres segundos, viene un codazo y la indicación de a donde dirigirse. El contacto con el cajero o cajera es normalmente equívoco ya que se realiza a través de un vidrio blindado de dos pulgadas que si bien evita que los rateros se lleven la lana, no es precisamente un artefacto que favorezca la comunicación (en una ocasión entendí que la cajera me decía: “¿es usted el efectivo?”).
En una de cada tres ocasiones el cheque no se puede cambiar por razones diversas; que van desde la falta de una identificación adecuada hasta que las firmas no coinciden pasando porque “no hay sistema”, esta última explicación es muy funcional ya que, a diferencia de no poseer la credencial de elector o haber firmado el cheque en estado de ebriedad, le asigna una responsabilidad decisiva al éter y contra eso no hay manera de sentirse agraviado.
Con el sistema bancario han ocurrido cosas muy curiosas; originalmente era propiedad de señores muy ricos a los que les dio el supiritaco de su vida el día que López Portillo anunció que la banca se nacionalizaba, para el ciudadano común (es mi categoría) la decisión no era clara y probablemente obedecía a que los banqueros eran una punta de desleales a la Nación. Posteriormente quedó claro que los que se habían clavado la lana eran justamente los gobernantes y Miguel de la Madrid decidió enmendar la situación volviendo a vender los bancos. Me explican que éstos fueron una ganga y permitieron que gente con los talentos de Cabal Peniche o El Divino armaran su patrimonio y el de diez generaciones de sus sucesores. Luego vino la crisis y entonces el gobierno decidió “rescatar” a los bancos que se iban a pique, para ello tomó el dinero que todos nosotros pagamos y anunció la medida como un acto de protección a favor de los ahorradores y no de la banca. Aquí empiezan los misterios; tengo conocencias que babeaban bilis cuando se anunció el subsidio a la leche liconsa pero no veo una reacción equivalente cuando el gobierno decide sacar del arroyo a un grupo de banqueros a los que en muchos casos nomás les faltaba el antifaz y el saco.
Acto seguido vino la apertura; de pronto uno entra a una cosa que se llama Scotia Bank o BBV que quiere decir que existen Bilbao y Vizcaya (esta última opción tiene la virtud de recordarnos las clases de geografía). La última noticia que recibí es que Banamex será vendido por 12 mil millones de dólares y supuse, como lo haría cualquier persona que no es idiota, que si el gobierno le dio lana a Banamex para sobrevivir, la lana regresaría al erario, pero nones, no hay regreso ¿por qué? Porque a nadie se le ocurrió. La noticia se complementa con el anuncio de que la operación está libre del pago de impuestos y finalmente la cereza del pastel nos la ofrecen las tasas de interés que pagan los bancos por los ahorros (una porquería) y los que cobran a los usuarios de tarjetas (un robo).
Y luego se quejan.
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