Cuando yo rea un niño idiota se acostumbraba ver la televisión en los horarios que los pobres presupuestos mediáticos lo permitían. Esto suponía que la barra de programación iniciara a medio día y se cancelara a las 11 de la noche. En ese momento aparecía una serie de tablas cromáticas que luego descubrí estaban en una cartulina de a cuatro pesos y que enfocaba una cámara durante toda la noche.
Los tiempos cambiaron y entonces se produjeron programas para insomnes; recuerdo uno de Ricardo Rocha en el que salía un sexólogo anticlimático que alguna vez y para estremecimiento propio, le enseñó al mundo la técnica del “masaje prostático”. Había otro en que Verónica Castro mostraba generosamente el torso o por lo menos lo que de él emanaba, peinada como la reina María Antonieta, nomás que en cadena nacional. Un experimento periodístico (ECO) que daba noticias en la madrugada, sufrió la misma suerte que don Hernando de Cortés en la noche triste y fue cancelado. Era muy triste observar a los locutores informando, a las cuatro de la mañana, que había un terremoto en Guatemala cuando su único público pertenecía al gremio de los veladores o los beodos que llegaban a esa hora a su casa con gorrito y espanta suegras (el comentario anterior me valió hace años una mentada de madre por parte de uno de esos locutores pero el asunto, lo siento, no tenía destino). Supongo que ese fue el momento en que algún genio de la mercadotecnia pensó que era buena idea insertar anuncios de ventas televisivas y desde entonces uno puede ser testigo de prodigios varios.
Convendrá conmigo, querido lector, que es prodigioso presenciar a una señora cuyas glándulas mamarias han caído, de acuerdo a principios newtonianos, hacia el centro de la Tierra y a la que se le recomienda una solución escalofriante; se trata de unos parches que se colocan a la mitad del pecho (derecho) que en ese momento se encuentra a la altura del ombligo. Acto seguido se practica tracción hacia arriba y el multicitado apéndice sube hacia el cuello para ser pegado con una especie de masking tape en una posición oronda y enhiesta. Las ventas por televisión lo anuncian como “el brasier invisible”. En ese momento salen varias tomas de modelos que traen el esparadrapo en un seno y en el otro no; la imagen que el pobre espectador recibe es similar a la de alguien guiñando el ojo o una mujer víctima de un tumor fulminante. Ese es el momento de cambiar de canal para hallar otro anuncio. En este caso se trata de otra señora que se encuentra en la cama con su marido; éste se ha tapado con tres cobertores mientras ella -en un escalofriante salto de cama- se abanica y se queja de la onda de calor. La escena cambia y nos muestra a tres mujeres diferentes que entran limpiamente en la categoría de “chotas” que nos hablan de cosas que a mí francamente me dejan muy consternado “había perdido el apetito sexual” dice una, mientras tomo una nota mental de que a su pareja le debe haber pasado los mismo considerando la facha de la declarante. Otra se queja de sofocos y de pronto se anuncia que hay una pastilla milagrosa que las dejará como nuevas.
Los anuncios siguen y siguen y lo notable es que todos ellos promueven productos que yo no compraría en el peor de mis estados de ebriedad; una escalera que se convierte en mesa; un sauna que cabe en el closet de la casa (imaginar un gordo metido ahí); una cosa que vibra a la altura de las nalgas y elimina la celulitis, etcétera.
El hecho de que este tipo de publicidad adquiera una pauta dominante en la televisión es para mí la prueba de que hay consumidores dispuestos a pasar insomnios mientras hablan ya. Sin embargo, debería haber límites. Hace algunas madrugadas desperté, prendí la tele y me encontré cara a cara con el doctor Simi al lado de una buenona declarando lo felices que somos los mexicanos gracias a su filantropía. Traté de dormir de nuevo y sufrí pesadillas; soñé con una botarga gorda, calva y de bigote vestida como dentista que me perseguía para darme un abrazo…que horror.
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