martes, 23 de septiembre de 2014
De Vacaciones
En estos días la gente anda de vacaciones, yo mismo cuando usted lea estas líneas, querido lector, estaré a la muy confortable temperatura de quince bajo cero sufriendo un enfriamiento en las partes que los clásicos llaman “prudentes” y descongelando a mis niños para sacarlos a ver la iluminación.
Normalmente, las vacaciones son planeadas con dos años de anticipación, lo que se sugiere es que un grupo de ciudadano se siente en una mesa y empiecen a darle vuelo a la hilacha: “vamos a recorrer Rusia en el Transiberiano” otros proponen cosas como recorrer a pie la Patagonia. El común denominador de este esquema de planeación es que es delirante y pese a ello recibe la adhesión de todos los presentes que se apuntan entusiastas. La realidad los devuelve a todos a su sitio y el transiberiano se convierte, en el mejor de los casos, en un fin de semana a Agua Hedionda.
Uno espera las vacaciones como los campesinos la lluvia; durante la chinga laboral siempre se mira en el horizonte el calendario contando los días que faltan para terminar. Sin embargo, la gente hace cosas muy extrañas en el momento de quedar libre; en lugar de tirarse quince días en una cama con la misión de levantarse únicamente para lo que hay que levantarse, se meten en una camioneta de la que cuelgan cazuelas y una lancha inflable y se dirigen a la playa más cercana en la que hay tres millones de personas que tuvieron la misma idea. Ahí empiezan los problemas, porque en las playas normalmente hace un calor que se mastica, la arena le raya a uno hasta la vergüenza y no hay un lugar con sombrita porque los que lo obtuvieron se levantaron a las cuatro de la mañana para apartarlo. Por algún misterio metabólico los meseros de playa padecen una forma avanzada de la amnesia que se manifiesta en el momento de llevar ostiones por camarones o pescado empapelado en lugar de milanesa. Como cada plato tarda lo mismo que el parto del hipopótamo uno se come lo que llegue y se pone de un humor de los mil diablos. Lo que sigue es tumbarse en una silla que tiene una distancia de veinte centímetros con la del vecino por lo que uno oye la música del gordo de al lado, huele la crema de coco que se unta en la barriga y recibe un manazo cuando el otro se duerme.
La playa es además un lugar donde la gente que vacaciona se viste de una forma –digamos- diferente. Los señores tienen varias alternativas, una es usar zapatos blancos sin ser doctores, no ponerse calcetines y usar camisas de miéntame la madre. Otros se deciden por una especie de calzones guangos de manga larga, playeras que tienen leyendas idiotas como: “yo me subí al parachute ride” y huaraches de llanta. A las señoras les parece muy natural ponerse un traje de baño que tiene a la altura de los senos un par de conos de cartón y colgarse de la cintura unas sábanas de colores que se amarran con nudo doble. En la cabeza se ponen una visera de cajero del hipódromo y unos lentes de mamá mosca.
En el imaginario colectivo se asume que las playas son un lugar ideal para el romance. Mentira, entrar en lances amatorios sobre la arena puede producir disfunciones vertebrales o rozaduras estremecedoras, además cuando uno va caminando tomado de la mano invariablemente se da una empapada en las espinillas por la pleamar que llega a traición. Las vacaciones en la playa son –se supone- un lugar para salir de noche. El problema es que si uno tiene el aspecto del Benemérito no tendrá ninguna posibilidad de entrar, debido a que los porteros, que normalmente son unos animales, tienen la consigna de no dejar pasar a nadie que no luzca como el príncipe de Noruega.
Pues bien, yo que estoy en el lugar más lejano posible de la playa, querido lector, le mando un abrazo quebrantahuesos esté donde esté y lo conmino a que no ande diciendo que se acabó el milenio aunque, pensándolo bien, haga usted lo que le nazca que de eso se trata la vida.
Salud
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1 comentario:
Nada mal
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