Para ir a El Paso, Texas hay que tener un motivo y yo lo tenía, así que salí de la oficina y tomé rumbo al aeropuerto. Por supuesto, el vuelo demorado, lo que me permitió observar zoológicamente a la gente que va y viene por los pasillos. Lo primero que queda claro es que los toques de elegancia asociados con los viajeros antiguos se han perdido en lo inmenso de la modernidad. El viajero antiguo, se preparaba para subir al avión como se prepararía un noble para recibir la orden del baño. Ahora, con un poco de suerte se pueden ver adolescentes semidesnudos cargando tablas de surf, señoras en brasier y tipos que a juzgar por su aspecto sólo pueden ser considerados idiotas.
El vuelo es como todos; con azafatas buenísimas que en su esfuerzo bilingüe preguntan ¿quiere un pollitou? El avión llega a Dallas, ciudad con cierto renombre gracias a (el orden es estricto) sus Vaqueros, un albur pendejísimo y John Fitzgerald Kennedy, que murió asesinado en una de sus calles. La sala de American Airlines es un monumento a la megalomanía gringa. Desembarco en la puerta 12 y debo tomar el avión de conexión en la 37. Bien, la distancia entre ambos accesos es equivalente a la que recorren los del maratón del Usumacinta. La caminata se adereza con la necesidad de concentrar los sentidos para evitar ser atropellado por unos cochecitos piloteados por negros que van gritando “pííí-pííí”. Por fin en la puerta 37 y el estoconazo; donde debe decir El Paso, se lee Baltimore. Pregunto y resulta que el vuelo está demorado. Es el momento destinado a una cerveza corona que cuesta la terrenal suma de $ 3. 50 dls.
Trepo al nuevo avión en el que, por cierto, hay teléfonos de AT&T en el respaldo de los asientos. En el preciso momento que elevo mis pensamientos al creador reflexionando sobre la imbecilidad del hecho, observo a una vieja gorda que lee acetatos y descuelga el auricular.
Dios mío.
La llegada a El Paso inicia con terribles augurios, al llamar al hotel por medio de una línea directa, me encuentro con que no saben quien soy, no tengo reservación y lo que es peor... les vale madre. Me recomiendan que espere a la camioneta del hotel y eso hago. Misma pregunta, misma respuesta. Soy buscado por todas las posibles derivaciones de mi apellido. También ensayamos con Pedro y Cedro (esta última iniciativa de la recepcionista). Finalmente aparezco bajo el nombre de Carrrlos.
El cuarto es amplio y tiene una tele de 40 canales lo que representa el paraíso para un teleadicto como yo. Observo A David Letterman pitorrearse de Wesley Snipes y luego leo un buen trozo de Cabrera Infante. Después de todo ¿No estoy en las entrañas del monstruo capitalista?
En el desayuno conozco a los que serán mis compañeros durante un par de días para discutir asuntos de la frontera norte. Pido un jugo de naranja en el preciso instante que se discute acerca de la federalización mexicana y mejor me callo la boca porque de esas cosas no sé. La reunión será en el Parque Nacional de el Chamizal, situado exactamente frente al Río Bravo. En el parque hay un museo que relata -creo que objetivamente- las putizas infinitas que se dieron nuestros compatriotas con los gringos por la posesión de esa zona. No discutiré aquí los detalles de las pláticas. Lo que si diré es que en el momento que un señor de 4 metros llamado Bill Sontag iniciaba su discurso, se manifestó la furia de los elementos en la forma de un vientazo al que el Servicio Meteorológico Estadounidense le puso nombre más tarde. Cuando salimos a comer ya la ciudad se había convertido en el epicentro de una tormenta de arena cuyos vientos alcanzaron 120 kph que tumbaron casas y mató a cuatro gentes. La empanizada que nos dimos fue soberbia. Al abrir la boca se tragaba arena y los bomberos que había en la calle quedaron como cucarachas de panadería. Antes de que se declarara la emergencia llegamos a un restaurante (mexicano por supuesto) y este es el momento de decir que además de dichos establecimientos, El Paso tiene lotes de carros y tintorerías lo que lo ubica íntegramente dentro de la categoría de ciudad horrible.
Después de comer al hotel que por algún misterio que tiene que ver con la ley de Ohm era el único lugar del estado de Texas que no tenía luz. El lobby parecía una barraca de refugiados con velas y gente en el piso. Todos los vuelos se habían cancelado. Intenté llamar a México pero la operadora y yo rompimos el puente de la comunicación entre los pueblos cuando ella dijo algo que interpreté como “su llamada a Tegucigalpa está lista”.
Fuimos a un bar, en la barra una prostituta que podría concursar limpiamente en señorita México, revisaba el lugar con cara de fastidio. Tomó un teléfono celular y luego salió a buscar amores en medio de la tormenta ante la mirada babeante de los parroquianos. Los bares gringos son todos iguales: una televisión de 6 metros, un cantinero chistosón y juegos de pinball para borrachos.
Al día siguiente y después de la reunión recorrimos el parque, es bonito tiene un buen museo y un “tiatrote” en palabras de nuestra guía. Casi todo está destinado a explicar la chinga implícita en trazar la frontera utilizando el Río Bravo como marcador ya que de pronto el río desviaba su curso y dejaba en calzones a algún compatriota. El arreglo consistió en marcar su curso con concreto y firmar un tratado en 1963 que nos devolvió una pequeñísima parte del territorio tomado por los gringos en el siglo pasado.
Por la noche a Ciudad Juárez. El paso por la frontera es catorce veces más simple que el de la caseta de Atlacomulco. La ciudad es diferente a su vecina norteamericana; se respira un ambiente de desmadre muy nacional. Entramos a un restaurante y tuve el raro privilegio de observar como la mejor sociedad juarense canta canciones rancheras mientras besa a los mariachis. Por supuesto la referencia musical inmediata es la de Juan Gabriel, lo que determina que ensayemos varias canciones entre las que destaca el controvertido tema “todas las mañanas entra por mi ventana el señor sol...”. Después de cuatro kilos de cervezas me quedo pensando que aquí a los gringos no se les ve con recelo lo que no deja de ser un prodigio.
El regreso a El Paso tampoco entraña ningún riesgo (pensé que iba a ser poseído por un perro huele drogas) y la salida a México al día siguiente se lleva a cabo como todas las salidas que se respeten. esto es, a las cinco de la mañana con un frío de los mil demonios.
Al llegar al D.F. me encuentro con una contingencia ambiental a la que modestamente colaboro con la tierra que traigo en las orejas y que -según se me explica- saldrá el día que vaya a ver el otorrinolaringologo...
Evento que nunca ocurrirá.
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