jueves, 31 de mayo de 2012
Las costumbres (El Financiero 1998)
“El pueblo mexicano es costumbrista” me dijo, con toda didáctica, una señora muy inteligente que se las sabía de todas todas en una reunión cuando la discusión versaba sobre la gente que pide jaiba en chilpachole en Moscú . Yo me quedé pensando en la frase de marras y como siempre no entendí nada. Pero eso no es novedad.
Las costumbres son una cosa que puede ser buena o mala dependiendo de las circunstancias en la que se manifiestan. Por ejemplo, me parece inapelable la idea muy mexicana de ser solidario, de esa manera cuando a uno lo corren de su casa porque llegó babeando curado de tuna o se le cae el edificio debido a una fuerza telúrica, habrá cien manos dispuestas a dar de comer al hambriento. Sin embargo lo que sigue puede ser terrible; conozco a un señor que se quedó a vivir de gorra durante diez años nomás porque no tenía dónde dormir la primera noche, el tipo causó un divorcio, se comió una cantidad de tocino equivalente a la necesidad calórica de Angangueo y cuando lo corrieron se enojó.
Una de las costumbres mexicanas más ilegibles es la de bailar la cosa prehispánica. Yo sé que piso callos con esta opinión pero no tengo más remedio que externarla. No es que me sienta noruego, pero la verdad es que cuando veo a unos compatriotas en la plaza de Coyoacán pintados como Toro Sentado y dando de brincos, no se me despierta ninguna conciencia nacional. Veo a unas gordas con cara de gringas y cámara disparando sus rollos a lo menso, veo a una turba orgullosa de nuestra capacidad para preservar las costumbres y no sé que pensar. Ni modo.
Otra costumbre por lo menos extraña es la de los quince años. Por algún misterio que seguramente se relaciona con la representatividad en la pirámide de la población, se considera adecuado que cuando la niña cumpla tres lustros se instrumente algún tipo de parafernalia que puede ser tan patética como la suma de la cantidad de células grises de los padres. La primera y más socorrida opción es la de vestir a la quinceañera como globo de Cantoya y luego hacerla pasar el ridículo de bajar una escalinata entre lo que podría ser la explosión de una granada, pero es hielo seco. Esta variante es macabra y obliga a los amigos de la festejada –entre los que me conté una vez- a pasar una mal rato similar ya que hay que bailar el cuento de los bosques de Viena cuando a uno no le da la gana. La opción de poder adquisitivo, pero más lamentable consiste en tomar un paquete en el que la agraciada se va a Viena y baila con cadetes que cobran en dólares y seguramente se preguntan como la economía de mercado les ha dado ésa oportunidad.
Mi tercera costumbre favorita y mexicana es la de cantar a la menor provocación; tómese un grupo cualquiera, júntesele en reunión, désele unos tragos y ya está; lo que sigue es una noche plagada de Consuelito Velásquez, si muero lejos de ti y se te olvida que no soy de la estatura de tu vida, que nos da por gritar sin le menor conciencia de que al anfitrión le va a caer al día siguiente la Delegación por andar haciendo disturbios.
La última costumbre nacional que llama mi atención es la ser amables; a uno lo puede atropellar un señor en estado de ebriedad, el niño Juanito se puede orinar en el edredón que se trajo de la China o el tío borracho puede acabar con las copas de Bavaria que nuestra actitud es siempre comprensiva. En lugar de meter una demanda que deje en calzones a tres generaciones de atropelladores, mandar a Juanito al tribunal de lo contencioso o decirle al tío que ya ni chinga, nos sonreímos como si nos diera mucho gusto e invariablemente rematamos “no hay problema”.
Todas las anteriores son costumbres nacionales de las que difícilmente me enorgullezco pero de las cuales participo a la primera de cambios. Se trata de no parecer mutante en este el mexicano mundo de las simulaciones. Otra vez ni modo.
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