Pocas cosas en la vida son recibidas con tal ambivalencia como la lluvia. Evidentemente la gente que vive de ella, que es muchísima, establece rogativas varias para que el agua caiga en sus cosechas. De hecho me he enterado que algunos (probablemente los más brutos) han contratado los servicios de un señor que por medio de pasitos de baile y gritos dirigidos al éter promete lograr que llueva aún en las peores sequías y las siembra se salve. Sin embargo en las ciudades la cosa es muy diferente, asunto que procederé a documentar por medio de una vivencia (como dice el Buki); el otro día fui a un festejo infantil en un club que está situado al sur de la ciudad, cuando llegamos, la mamá del festejado había renunciado a los criterios científicos del meteorológico y se encontraba de hinojos rezando una magnífica al creador para que no lloviera y se descompusiera el festejo del niño Claudio. Los invitados llegaron al ágape preparados como el capitán Scott en su viaje al polo y todos nos dispusimos a otear el horizonte por si la cosa se aguaba. Uno con más iniciativa, le preguntó a otro que iba pasando en su trajinera que si creía que iba a llover y la respuesta fue negativa lo cual nos dio un enorme grado de certidumbre, misma que se mantuvo hasta el preciso momento en que al hombre araña, que nos miraba en forma de piñata, le cayó el primer goterón seguido por una rápida sucesión de más gotas que inició un proceso de percolado en el pastel y en todos los festejantes. Nuestra reacción fue ligeramente patética, supongo que si en lugar de señores gordos fuéramos soldados de un pelotón de emergencia estaríamos todos muertos, porque nos levantamos llenos de trabajo y dirigimos nuestros pasos a un restaurante donde se rehizo el convite. Los niños, en cambio, decidieron que era un buen momento para mojarse lo cual me dejó pensando sobre el momento en que uno deja de disfrutar el agua que cae del cielo y se envuelve como tamal huasteco para evitar las inclemencias de los meteoros naturales.
Cuando llueve la ciudad se desordena de inmediato, como somos unos puercazos y tiramos la basura donde nos da la gana, las coladeras se tapan y entonces uno empieza a ver la subida de las aguas con la angustia que el caso amerita ya que si el motor del coche se moja el asunto ya valió madre. Otro efecto perverso tiene que ver con el tráfico que simplemente se colapsa lo que produce que uno vaya dentro de un coche generando extraños procesos mini atmosférico en los que la evaporación producida produce empañamientos que solo he visto en parejas que se conocen en el sentido bíblico en la parte trasera de un auto. En mi casa cuando vemos nubes en el cielo vamos a la tienda a comprar velas ya que sabemos inevitable que se vaya la luz y nos deje como refugiados de guerra. Supongo que mi creciente invidencia obedece al hábito personal de leer siguiendo el mismo método que los monjes agustinos del siglo XVI, es decir a la luz de un candelabro.
Cuando empieza a llover la gente reacciona de inmediato pegando una carrera y encorvando el cuerpo en una posición muy extraña y completamente ajena a la que se requeriría para avanzar con más velocidad, cada quien se tapa la zona que considera más vulnerable y así los señores de peluquín parece lacayos en audiencia real mientras las señoras protegen a sus criaturas estirándose el suéter que queda deforme. Normalmente todos estos esfuerzos son estériles ya que todo mundo acaba empapado.
El único lugar que conozco en el que la lluvia tiene un sesgo positivo es en el cine. Supongo que los cineastas consideran que una pareja que se va a poner a fajar debe estar muy necesitada para hacerlo debajo de un diluvio y ello nos ha regalado cientos de escenas en las que los protagonistas se atizan con todo bajo el agua y desesperadamente. En fin, en este asunto de la lluvia no tengo más que estar de acuerdo con el clásico que dijo “que bonito es ver llover y no mojarse”. Por supuesto tenía razón.
1 comentario:
Pareciera que fuimos a la misma fiesta, aunque se que en todas pasa lo mismo con la lluvia, a nosotros nos tocaron granizos del tamaño de un limón, dolían como la fregada y para acabarla la tertulia se desarrollaba enmedio de un camellón de viaducto que se desalojo en dos patadas dejando a su paso princesas y superhéroes con cara chorreante, papas confundidos entre recoger las viandas o a sus retoños y mi sobrina perdida creyendo que todos estabamos jugando a las escondidas; en fin todo por retar a la madre naturaleza.
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