El primer poema (que también fue el último) escrito por un servidor iniciaba de la siguiente manera: “El granjero está contento y las vacas hacen muuu”. La influencia de este arrebato lírico se debía a la pluma de un puñado de nobles hombres que dedicaban su vida a escribir versitos para los libros de primaria. Por algún misterio zoológico todos los poemas se relacionaban con vacas, chivos y sapitos glo-glo-glo.
El día que presenté ante la comunidad escolar mi pieza poética causé diversos efectos que variaron en un espectro comprendido entre la estupefacción, el azoro y las sonrisas conmiserativas. Sin embargo, la crítica más justa la asestó un compañerito escolar de nombre Arturo Villegas (a) El Tololón, que en el momento que terminé se acercó y me dijo “está muy tarado”.
Me retiré.
La verdad y a riesgo de ser considerado un ignorante con sensibilidad de tamal, es que nunca he sentido la necesidad de correr a una librería y comprarme el poemario de nadie. Jamás percibí que supusiera una ventaja en el arte de la seducción instalarme al lado de una muchachona y empezar a recitar: “Me gustas cuando callas...”. En realidad una vez sentado en una café con una mujer que yo creí en perfecto uso de razón hasta ese momento, escuché diez minutos de su último poema y pasé un papelazo con el mesero porque ella además de leer subía la voz en los momentos culminantes mientras yo la veía como se mira a una plaga de langosta.
Mi más estrecha relación con la poseía ocurrió durante la infancia debido a que al sonar las tres de la mañana los amigos de mi padre (una bola de señores muy inteligentes, pero muy pedotes), iniciaban la declamación de poemas hasta que los vecinos llamaban a la policía mientras ladraban los perros de la madrugada.
Hablar de lo que uno no sabe (ejercicio que he cumplido puntualmente en esta columna a lo largo de casi seis años) entraña ciertos riesgos; el más conspicuo es que alguien se encabrone y mande cartas que dicen: “¡pero como es posible!”. Ni modo, hoy quiero hablar de mi propia tipología poética que se compone, según yo, de varias opciones.
En primer lugar están los poemas ortodoxos en los que si uno concluye la primera frase con la palabra “antediluviano”, deberá usar en la tercera frase la palabra “mano” y es cosa de seguirse. Otra característica es que se deben usar palabras cuyo significado desconozca el 75% de la población, se recomiendan: “ebúrnea, prístina y mastigofora” (como estarán las palabritas que el corrector ortográfico de mi computadora pensó que me había vuelto loco).
Otra categoría es la de los poemas que enseñan en la primaria y que luego a algún viejo pendejo le da por recitar en quince años, bodas o tertulias. Las principales características de estas piezas literarias consisten en que son casi siempre unos tragediones terribles (una tertulia de borrachos se acuerda de su madre, un niño imbécil llamado Paquito dejará de hace travesuras o un actor inglés ira a ver al doctor porque pasa por una depresión fatal). La segunda característica es que los que declaman mueven las manos y pelan los ojos... Es horrible.
La tercera opción es más moderna y se distingue por dos razones muy claras; la primera es que a veces el asunto se vuelve incomprensible y se dicen cosas como: “busco mi sombra, sol, luna ¿te has ido?” y entonces uno no sabe si lo que se fue es el sol, la luna o la inspiración del autor. La segunda propiedad de los poemas modernos es que se considera elegante escribirlos dejando espacios deliberados y entonces se puede leer: Cae la tarde
Caes tú.
En fin, no quiero que se piense que esta colaboración se encamina a estigmatizar a la poesía y a los poetas. De hecho siempre he creído que cada quien se dedica a lo que le da la gana y si a alguien le da por hacer versitos pues estupendo. Después de todo, yo mismo cada que tomo tres güisquis, me encasqueto una cachucha, pongo el ojo tuerto, subo a una mesa y me arranco: “con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela...”
Hasta que me quedo solo.
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