Alguna vez un lector escéptico me mandó un correo en el que me preguntaba si todo lo que escribo que me pasa, realmente ocurre o lo invento nomás con fines narrativos. La pregunta era imbécil en sí misma pero merecía una respuesta así que contesté que para mi desgracia todo era dolorosamente cierto y que es por ello que parecía que mi obra era la de un ser humano “al que le pasan cosas”.
Existe gente que atrae personas del sexo opuesto, otros son unas chuchas cuereras para el dinero, hay a quien le caen rayos consuetudinariamente, yo simplemente atraigo desastres. El más reciente ocurrió en la precisa esquina de Minerva y Universidad cuando me dirigía a mi casa sin percatarme que un taxista jijo de la chingada se dirigía a la suya nomás que pasándose los altos. Lo impacté de costado y en ese momento pensé en cosas tan originales como la tasa de reemplazo demográfico en Chalchicomula. De inmediato y con enorme astucia el taxista procedió a –usemos un término clásico- “darse a la fuga”. Bajé del coche y traté de anotar la placa que resultó algo como “LX#$%%%#”, recogí mi defensa y me fui a mi casa para llamar al seguro. Ese fue el primer momento en que abrí la guantera y me encontré con un folleto que decía: “¿qué hacer en caso de un siniestro?”. Los consejos eran elementales pero lo más importante es que había un número telefónico. Marqué y se apareció un señor ajustador que me hizo llenar diecisiete formatos para luego marcar a su vez e informarme que yo no tenía ningún seguro contratado con ellos. Sufrí un ligero desconcierto ya que el folleto de ING no llegó a mi guantera levitando, sino lo puso ahí el señor que me vendió el carro. El ajustador elevó los ojos al cielo y me explicó que era un error más o menos común por lo que me dio el teléfono de otra compañía en la que resultó que yo estaba asegurado y de cuya existencia no tenía la menor idea.
Llegó un segundo ajustador llené nuevamente diecisiete formatos, le tomó fotos a mi coche, dijo: “esos taxistas son unos animales” y luego se fue dejándome una orden de entrada al taller.
Cuando llegué el lunes de la semana pasada a la Peugeot de Universidad me di cuenta que estaba a punto de reeditar mi relación con los prestadores de servicios que ha sido siempre anómala. En la cola había un joven con baba en las comisuras quejándose del “pésimo servicio” por lo que deduje correctamente que ya había valido madre. La señorita me explicó que les tomaría 72 horas deducir lo que a mí me había bastado medio minuto; que el coche estaba chocado y era necesario repararlo. Por lo que me pidió que llamara el jueves. Así lo hice y amablemente me informó que “no tenía línea” que ella se comunicaba cosa que por supuesto no ocurrió. El viernes tuve el gusto de ser comunicado con una contestadota que me informó que no había nadie y el sábado finalmente pude hablar con la señorita B quien me explicó esta vez que: a) no tenía la menor idea de cuándo estaría mi auto b) que mi coche no se había ido al taller todavía pero que “ya mero” c) que todo dependía de la información acerca de si contaban con las refacciones necesarias y que es por ello que me sugería comunicarme el martes para tratar de discernir una posible fecha de entrega.
Me quedé pensando en la estupidez aditiva del taxista, del señor que me vendió el coche y de la agencia ya que estaba seguro que había llevado mi auto al lugar adecuado y no al mercado de la Viga. ¿Ver si tienen refacciones? Es tan imbécil como que un peluquero niegue el servicio porque no tiene navaja de rasurar. No entiendo y jamás entenderé la razón de esta ineficacia. El hecho, querido lector, es que me he vuelto un peatón muy avezado el otro día hasta al metrobús me subí en medio de una turba. Fui tocado indistintamente por todos los pasajeros por lo que creo que estoy embarazado…cosas de la mala suerte.
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