Cuando inicié mi etapa adolescente me tomé el tiempo debido para hacer un análisis prospectivo acerca de mi futuro capilar y el resultado fue decepcionante; mi padre usaba la conocida técnica del prestado lo que determinaba que fuera por la calle oteando vendavales para no sufrir las consecuencias de un aire encontrado que le descubriera la coronilla. Mi tío Flavio tenía la misma cantidad de pelo en la cabeza que el que posee una pelota de volibol y el hermano de mi abuelo Carlos era un señor igualito a Lex Luthor nomás que sin kriptonita “ya valió madre” pensé. Y sí, valió madre porque a los veinte años mis entradas eran salidas por lo que recibí el honroso apodo de “El cocol”. Las soluciones que me fueron propuestas eran de muy diversos calibres pero igualmente escalofriantes; la primera era dormir con una red en la cabeza a lo cual me negué ya que parecía yo rodilla de señora con media calada. Luego se me sugirió que me untara una crema que, me parece, se fabricaba con ubre de vaca molida y cuyo olor recordaba vagamente las catacumbas romanas por lo que me opuse de nuevo y con mucha firmeza. Muchos sugirieron el rape pero no lo hice por temor a que ésta técnica fuera definitiva y me quedara peor que el hermano del tío Carlos pero con treinta años menos ¿el resultado final? Me quedé pelón.
Con el pelo la gente mantiene una relación permanente que da para mucha tela; están las barbas, por ejemplo que van y vienen en los meandros de la moda (nótese el refinamiento de mi estilo). Originalmente se asumía que este adminículo piloso era motivo de nobleza y ello derivó en una bola de señores que dejaban crecer luengas barbas hasta el esternón y se las peinaban como se peina la crin de un caballo. Ignoro cómo se alimentaba esta gente pero me imagino que vivían permanentemente con un muestrario de fideos y mole que ahora que lo escribo (y me lo imagino) me parece ligeramente repugnante. Luego las cosas cambiaron y las barbas se convirtieron en un elemento simbólico de la izquierda intelectual que se revelaba contra las imposiciones de la burguesía, ello produjo barbas menos cuidadas que aderezaban sacos de pana y cuellos de tortuga. Hace algunos años se puso de moda algo que la gente idiota llama dirty look, es decir una barba apenas insinuada que genera la impresión de que uno acaba de salir del basurero público pero que los señores asumían como muy varonil, afortunadamente esta opción pasó de moda. Hoy lo que rifa es una perillita entre los jóvenes enjundiosos y yupies mamonsones, la ortodoxia marca que se corte al ras ya que de otra manera parece uno el abuelito de don Porfirio o un científico que quiere dominar al mundo.
En el caso de las mujeres el asunto también se ha regido por un principio diabólico; en lo sesenta la moda se regía por un peinado que recuerda vagamente a un ciruelo en flor u (horror de los horrores) una peluca que se fijaba al cuero cabelludo y se veía tan natural como el pelo de Brozo. El uso del spray propició seguramente muchas intoxicaciones ya que las féminas se aderezaban como huachinangos con litros de mengambrea y su aspecto final era el de alguien que ha pasado por el colado de un albañil ya que la dureza obtenida era la misma del grafito (imaginar en este momento a una dama de tales características apunto de iniciar un lance amatorio con un caballero que en lugar de acariciar una cabellera toca algo parecido a una roca sedimentaria).
Ahora las mujeres siguen rutas más diversas. Unas se cortan a rape y luego se pintan el pelo de verde perico. Otras se ponen “luces” para dar el gatazo y otras más se pintan el pelo de güero con el fin de despistarnos sobre su verdadera vocación capilar.
Dicen que en el futuro todos seremos calvos, me considero pues un adelantado a mi época que está en espera del advenimiento de nuevos futuros pilosos que conviertan la reflexión de hoy en un ejercicio antropológico que dará mucho de que hablar.
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