A mí siempre me ha producido mucha admiración todo aquel que en circunstancias extremas tiene la calma y la serenidad suficientes para pronunciar una frase que años después nos dará una imagen del tamaño de su carácter. Más admiración me genera el hecho de que en ese preciso momento haya alguien dispuesto a consignar el hecho glorioso en lugar de salir corriendo porque vienen los franceses o el volcán hizo erupción. Ejemplo de lo anterior es Guillermo Prieto que parece que andaba en una reunión en Guadalajara acompañando al Benemérito cuando de pronto entró un pelotón de fusilamiento que le apuntó a don Benito con intenciones de perjudicarlo de mala manera. La historia consigna que en ese momento el señor Prieto dio un paso al frente, se abrió la levita y dijo: “soldados, los valientes no asesinan, es el representante de la ley y la patria ¿quieren sangre? ¡Bébanse la mía!”. Hay que aceptar que la frase en cuestión tiene méritos de construcción y que emitirla en el momento que uno tiene una docena de fusiles enfrente requiere de ciertas virtudes. Como toda buena historia supongo que los soldados se sintieron muy apenados por su atrevimiento y salieron de ahí pegando de vítores al señor Juárez, pero, ¿será eso cierto?
Al rey Cuauhtemoc, por ejemplo, y según mi libro de la primaria, lo españoles que eran unos malditos decidieron quemarle los pies para que confesara dónde estaba el tesoro, ignoro con qué motivo hicieron favor de ponerlo en compañía de otro señor cuyo nombre y cargo no recuerdo, para que sufriera el mismo suplicio. Este es el momento de señalar que un servidor un día en el balneario Bahía pisó una colilla encendida y la sensación fue simplemente fúnebre; me salió una ampolla del tamaño de un dedal y caminé como zanate, así a brinquitos, los siguientes ocho días. Ello por supuesto me llevó a comprender que el acompañante de Cuauhtemoc en el momento de la aplicación simplemente se deshiciera en un grito y (supongo) ofreciera información hasta del paradero del Titanic que se hundiría cuatrocientos años después. Sin embargo, nuestro héroe azteca, aparentemente entero, parece que volteó muy enojado y le dijo: “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”. Por supuesto el asunto es impresionante pero plagado de agujeros… ¿quién escuchó la frase? ¿El torturador? ¿Hernán Cortés? ¿Los aztecas colaboracionistas? ¿Quién tradujo? No tengo la menor idea y lo que es peor, supongo que la historia es apócrifa pera declarar tales cosas es políticamente incorrecto por lo que haga de cuenta, querido lector, que nunca lo dije. De cualquier manera la enseñanza útil en este asunto es la de contar con la frase adecuada para el momento justo ¿qué sería del general Anaya si en lugar de acabársele el parque hubiera seguido disparando todo el día?
Existen sin embargo, otras frases que simplemente desgracian a todo aquel que las emite debido a su falta de tino histórico: “Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” dijo López Portillo en el preciso momento que se llevaba hasta las cucharas de Los Pinos. Del mismo autor es la no muy elegante idea en el sentido de defender el peso como un perro, el problema en este caso es que no advirtió a qué raza se refería lo que seguramente explica la razón por la que la devaluación de nuestra moneda fue simplemente vertiginosa. Esta mexicana costumbre de decir una cosa para que ocurra otra ha producido fenómenos sociológicos notables que desgracian los mercados cada que a un alto funcionario se le ocurre abrir la boca. Si el mensaje que se trasmitirá es por ejemplo que el peso está más estable que nunca todo mundo (que tiene) entiende que es el momento de sacar los ahorros y llevárselos a Houston para que queden a buen recaudo mientras que al resto de los mortales (los que no tenemos) nos quedamos como las estatuas de marfil.
Es por ello, querido lector, que recomiendo enfáticamente que se dé a la tarea de ir anotando las frases con las que le gustaría ser recordado, para que en el momento supremo se cubra de gloria en lugar de pasar por la vergüenza de que se le evoque por el ¡ay! que exclamó en su último momento.
viernes, 29 de enero de 2010
jueves, 28 de enero de 2010
Fomento a la lectura (El Financiero 2001)
Con la reciente noticia de que existe la intención de gravar con un impuesto a los libros se han alzado un montón de voces de protesta ofreciendo todo tipo de argumentos que se ubican en el espectro de que ésas son chingaderas, hasta reacciones más elegantes de nuestra grey intelectual que ya observaron que la medida es equívoca.
De toda la serie de argumentos que se ofrecen el que más ha llamado mi atención es que el pueblo mexicano leerá menos y el asunto se plantea como una calamidad. Al respecto hay que decir varias cosas: la primera, es que si nos atenemos a las estadísticas parece que los mexicanos leemos algo así como menos de un libro al año en promedio y ello parece manifestar un indicador que nos ubica como peor que perros en los referentes de la cultura mundial. Una pregunta inmediata es ¿quién es el culpable de esta catástrofe? (en el caso que demos por buena la idea de que esto significa una catástrofe y tiene culpables) Del gobierno, dirán algunos, que no ofrece la educación suficiente ni genera el fomento a la lectura. El asunto es parcialmente cierto ya que en las escuelas se les obliga a los niños a leer a huevo y a veces asuntos tan fuertes como obras de Carlos Fuentes. El procedimiento consiste en que los infantes reciban una instrucción (como se recibe un cáncer) acerca del título a leer (que normalmente es el Lazarillo de Tormes), que se dirijan a una librería, adquieran el libro y se dediquen a leerlo para luego contestar un examen con preguntas del tipo: ¿cómo se llamaba el autor? O ¿qué opinas de la actitud del Lazarillo? Evidentemente la respuesta no solo le vale madre al alumno, sino al profesor y al honrado pueblo de Tormes, por lo que entonces se logra el prodigio de que el pobre niño no vuelva a leer en su vida.
Una segunda carga de culpas se le asigna a la televisión ya que, se argumenta, que los niños pasan más horas frente a un aparato que las que invierten en la escuela o en leer libros. Sobre este punto hay que decir que lo menos que puede hacer uno es entender a los niños; la televisión demanda tanto esfuerzo intelectual como tostar un pan, uno se sienta enfrente y recibe a lo puro güey mensajes disímbolos como Chabelo o las chicas supere noséquemadres que están bien buenas y luchan contra el mal. La alternativa escolar normalmente implica ir a rastras a un lugar en el que se pasan las horas resolviendo ejercicios o hasta leyendo el Lazarillo de Tormes.
La lectura no parece en este caso, una alternativa competitiva; hace poco me fijé en mi hija María que se está iniciando en la lectura. La pobre leyó una hoja del libro en el mismo tiempo que Ortiz de Pinedo realizo catorce mamarrachadas. Desde luego se aburrió.
Una última explicación tiene que ver con el vértigo moderno; que uno dedique una tarde entera a la lectura parece una ociosidad en estos tiempos en que time is money y en los que si uno en lugar de estar mojando adobes se acuesta a mirar al techo le cae una carga de culpa que amerita el paredón.
Finalmente se me ocurre que si la gente no lee mucho, será porque no le da la gana y eso no tiene el menor remedio. La lectura es un hábito al que si uno no se acerca con plena libertad se vuelve una monserga. Los que se rasgan las vestiduras por el descenso en nuestros índices lectores no han ofrecido una alternativa plausible o razonable para atacar este problema y que sea suficientemente convincente para que una persona abandone la controvertida revista “Sensacionales del terror" a cambio de Goethe. De hecho no me queda claro si alguien debería decidir qué se debe leer y qué no, ya que para los gustos se inventaron los colores y creo que en el asunto de la lectura cada quien debe hacer de su capa un sayo.
Por todo lo anterior es que no parece argumento el de los intelectuales respecto a la desincentivación de la lectura a través de los impuesto. Lo que no quiere decir que uno no se deba oponer a esta visión recaudatoria que está terrible ¿o no?
De toda la serie de argumentos que se ofrecen el que más ha llamado mi atención es que el pueblo mexicano leerá menos y el asunto se plantea como una calamidad. Al respecto hay que decir varias cosas: la primera, es que si nos atenemos a las estadísticas parece que los mexicanos leemos algo así como menos de un libro al año en promedio y ello parece manifestar un indicador que nos ubica como peor que perros en los referentes de la cultura mundial. Una pregunta inmediata es ¿quién es el culpable de esta catástrofe? (en el caso que demos por buena la idea de que esto significa una catástrofe y tiene culpables) Del gobierno, dirán algunos, que no ofrece la educación suficiente ni genera el fomento a la lectura. El asunto es parcialmente cierto ya que en las escuelas se les obliga a los niños a leer a huevo y a veces asuntos tan fuertes como obras de Carlos Fuentes. El procedimiento consiste en que los infantes reciban una instrucción (como se recibe un cáncer) acerca del título a leer (que normalmente es el Lazarillo de Tormes), que se dirijan a una librería, adquieran el libro y se dediquen a leerlo para luego contestar un examen con preguntas del tipo: ¿cómo se llamaba el autor? O ¿qué opinas de la actitud del Lazarillo? Evidentemente la respuesta no solo le vale madre al alumno, sino al profesor y al honrado pueblo de Tormes, por lo que entonces se logra el prodigio de que el pobre niño no vuelva a leer en su vida.
Una segunda carga de culpas se le asigna a la televisión ya que, se argumenta, que los niños pasan más horas frente a un aparato que las que invierten en la escuela o en leer libros. Sobre este punto hay que decir que lo menos que puede hacer uno es entender a los niños; la televisión demanda tanto esfuerzo intelectual como tostar un pan, uno se sienta enfrente y recibe a lo puro güey mensajes disímbolos como Chabelo o las chicas supere noséquemadres que están bien buenas y luchan contra el mal. La alternativa escolar normalmente implica ir a rastras a un lugar en el que se pasan las horas resolviendo ejercicios o hasta leyendo el Lazarillo de Tormes.
La lectura no parece en este caso, una alternativa competitiva; hace poco me fijé en mi hija María que se está iniciando en la lectura. La pobre leyó una hoja del libro en el mismo tiempo que Ortiz de Pinedo realizo catorce mamarrachadas. Desde luego se aburrió.
Una última explicación tiene que ver con el vértigo moderno; que uno dedique una tarde entera a la lectura parece una ociosidad en estos tiempos en que time is money y en los que si uno en lugar de estar mojando adobes se acuesta a mirar al techo le cae una carga de culpa que amerita el paredón.
Finalmente se me ocurre que si la gente no lee mucho, será porque no le da la gana y eso no tiene el menor remedio. La lectura es un hábito al que si uno no se acerca con plena libertad se vuelve una monserga. Los que se rasgan las vestiduras por el descenso en nuestros índices lectores no han ofrecido una alternativa plausible o razonable para atacar este problema y que sea suficientemente convincente para que una persona abandone la controvertida revista “Sensacionales del terror" a cambio de Goethe. De hecho no me queda claro si alguien debería decidir qué se debe leer y qué no, ya que para los gustos se inventaron los colores y creo que en el asunto de la lectura cada quien debe hacer de su capa un sayo.
Por todo lo anterior es que no parece argumento el de los intelectuales respecto a la desincentivación de la lectura a través de los impuesto. Lo que no quiere decir que uno no se deba oponer a esta visión recaudatoria que está terrible ¿o no?
miércoles, 27 de enero de 2010
De folículos pilosos (El Financiero 2002)
Cuando inicié mi etapa adolescente me tomé el tiempo debido para hacer un análisis prospectivo acerca de mi futuro capilar y el resultado fue decepcionante; mi padre usaba la conocida técnica del prestado lo que determinaba que fuera por la calle oteando vendavales para no sufrir las consecuencias de un aire encontrado que le descubriera la coronilla. Mi tío Flavio tenía la misma cantidad de pelo en la cabeza que el que posee una pelota de volibol y el hermano de mi abuelo Carlos era un señor igualito a Lex Luthor nomás que sin kriptonita “ya valió madre” pensé. Y sí, valió madre porque a los veinte años mis entradas eran salidas por lo que recibí el honroso apodo de “El cocol”. Las soluciones que me fueron propuestas eran de muy diversos calibres pero igualmente escalofriantes; la primera era dormir con una red en la cabeza a lo cual me negué ya que parecía yo rodilla de señora con media calada. Luego se me sugirió que me untara una crema que, me parece, se fabricaba con ubre de vaca molida y cuyo olor recordaba vagamente las catacumbas romanas por lo que me opuse de nuevo y con mucha firmeza. Muchos sugirieron el rape pero no lo hice por temor a que ésta técnica fuera definitiva y me quedara peor que el hermano del tío Carlos pero con treinta años menos ¿el resultado final? Me quedé pelón.
Con el pelo la gente mantiene una relación permanente que da para mucha tela; están las barbas, por ejemplo que van y vienen en los meandros de la moda (nótese el refinamiento de mi estilo). Originalmente se asumía que este adminículo piloso era motivo de nobleza y ello derivó en una bola de señores que dejaban crecer luengas barbas hasta el esternón y se las peinaban como se peina la crin de un caballo. Ignoro cómo se alimentaba esta gente pero me imagino que vivían permanentemente con un muestrario de fideos y mole que ahora que lo escribo (y me lo imagino) me parece ligeramente repugnante. Luego las cosas cambiaron y las barbas se convirtieron en un elemento simbólico de la izquierda intelectual que se revelaba contra las imposiciones de la burguesía, ello produjo barbas menos cuidadas que aderezaban sacos de pana y cuellos de tortuga. Hace algunos años se puso de moda algo que la gente idiota llama dirty look, es decir una barba apenas insinuada que genera la impresión de que uno acaba de salir del basurero público pero que los señores asumían como muy varonil, afortunadamente esta opción pasó de moda. Hoy lo que rifa es una perillita entre los jóvenes enjundiosos y yupies mamonsones, la ortodoxia marca que se corte al ras ya que de otra manera parece uno el abuelito de don Porfirio o un científico que quiere dominar al mundo.
En el caso de las mujeres el asunto también se ha regido por un principio diabólico; en lo sesenta la moda se regía por un peinado que recuerda vagamente a un ciruelo en flor u (horror de los horrores) una peluca que se fijaba al cuero cabelludo y se veía tan natural como el pelo de Brozo. El uso del spray propició seguramente muchas intoxicaciones ya que las féminas se aderezaban como huachinangos con litros de mengambrea y su aspecto final era el de alguien que ha pasado por el colado de un albañil ya que la dureza obtenida era la misma del grafito (imaginar en este momento a una dama de tales características apunto de iniciar un lance amatorio con un caballero que en lugar de acariciar una cabellera toca algo parecido a una roca sedimentaria).
Ahora las mujeres siguen rutas más diversas. Unas se cortan a rape y luego se pintan el pelo de verde perico. Otras se ponen “luces” para dar el gatazo y otras más se pintan el pelo de güero con el fin de despistarnos sobre su verdadera vocación capilar.
Dicen que en el futuro todos seremos calvos, me considero pues un adelantado a mi época que está en espera del advenimiento de nuevos futuros pilosos que conviertan la reflexión de hoy en un ejercicio antropológico que dará mucho de que hablar.
Con el pelo la gente mantiene una relación permanente que da para mucha tela; están las barbas, por ejemplo que van y vienen en los meandros de la moda (nótese el refinamiento de mi estilo). Originalmente se asumía que este adminículo piloso era motivo de nobleza y ello derivó en una bola de señores que dejaban crecer luengas barbas hasta el esternón y se las peinaban como se peina la crin de un caballo. Ignoro cómo se alimentaba esta gente pero me imagino que vivían permanentemente con un muestrario de fideos y mole que ahora que lo escribo (y me lo imagino) me parece ligeramente repugnante. Luego las cosas cambiaron y las barbas se convirtieron en un elemento simbólico de la izquierda intelectual que se revelaba contra las imposiciones de la burguesía, ello produjo barbas menos cuidadas que aderezaban sacos de pana y cuellos de tortuga. Hace algunos años se puso de moda algo que la gente idiota llama dirty look, es decir una barba apenas insinuada que genera la impresión de que uno acaba de salir del basurero público pero que los señores asumían como muy varonil, afortunadamente esta opción pasó de moda. Hoy lo que rifa es una perillita entre los jóvenes enjundiosos y yupies mamonsones, la ortodoxia marca que se corte al ras ya que de otra manera parece uno el abuelito de don Porfirio o un científico que quiere dominar al mundo.
En el caso de las mujeres el asunto también se ha regido por un principio diabólico; en lo sesenta la moda se regía por un peinado que recuerda vagamente a un ciruelo en flor u (horror de los horrores) una peluca que se fijaba al cuero cabelludo y se veía tan natural como el pelo de Brozo. El uso del spray propició seguramente muchas intoxicaciones ya que las féminas se aderezaban como huachinangos con litros de mengambrea y su aspecto final era el de alguien que ha pasado por el colado de un albañil ya que la dureza obtenida era la misma del grafito (imaginar en este momento a una dama de tales características apunto de iniciar un lance amatorio con un caballero que en lugar de acariciar una cabellera toca algo parecido a una roca sedimentaria).
Ahora las mujeres siguen rutas más diversas. Unas se cortan a rape y luego se pintan el pelo de verde perico. Otras se ponen “luces” para dar el gatazo y otras más se pintan el pelo de güero con el fin de despistarnos sobre su verdadera vocación capilar.
Dicen que en el futuro todos seremos calvos, me considero pues un adelantado a mi época que está en espera del advenimiento de nuevos futuros pilosos que conviertan la reflexión de hoy en un ejercicio antropológico que dará mucho de que hablar.
martes, 26 de enero de 2010
En tiempos del celular (Milenio 2007)
Me entero –con ciero azoro- que el 11 de julio del año 2002, el noble Congreso Norteamericano aprobó una resolución por medio de la cual declaraba como inventor del teléfono a un señor que se llamaba Antonio Meucci en lugar de don Alejandro Graham Bell que aparentemente tuvo a bien chingárselo de muy mala manera. El asunto seguramente promovido por los herederos que quieren un lugar en la historia, me parece tan trascendente e interesante como la alineación que utilizará el deportivo Bucamaranga en su próximo cotejo. Lo realmente sustancioso consiste en analizar el efecto que tal prodigio tecnológico ha generado en la sociedad y que, me parece, es profundamente perverso.
En principio un teléfono era una madre en la que uno daba vuelta a una manivela para pedir con un concepto vago llamado “operadora”, una anciana que enchufaba y desenchufaba cables conectando a las ocho personas del pueblo que tenían un aparato telefónico. La masificación del producto generó varios efectos; el primero fue la aparición de un disco para marcar que tenía la propiedad de absorber la huella digital, el segundo y más conspicuo fue el de la creación masiva de agendas ya que los números telefónicos aumentaron sus dígitos dejando sin memora Ram a los ciudadanos que, de esta manera empezaron a olvidar lo verdaderamente importante como, por ejemplo, si Andorra la vieja es una capital europea o una señora octogenaria.
En tiempos relativamente recientes hizo su aparición gloriosa el teléfono celular llamado así por razones que a usted y a mí nos valen madre. Por supuesto como todo adelanto moderno estuvo vedado a los pelagatos durante años, por lo que la gente que poseía uno, tenía que apellidarse Von Fustenberg o de perdida Madariaga. El tiempo, que todo lo ajusta, permitió que los desposeídos se hicieran también de un aparato por lo que hoy en día la gente que es conocida de uno o que quiere serlo, saca su aparato y dice “¿me das tu celular?”. Si la respuesta es “no tengo” se recibirá una mirada cargada de conmiseración aderezada por el siguiente comentario: “¿y eso?” o “no mames”.
Entre las mayores ofensas de la vida moderna se sitúa muy señaladamente que uno no atienda el teléfono portátil. Lo anterior invariablemente genera suspicacias. A nadie se le ocurre que si no hay respuesta, la hipótesis más simple es que a uno no le da la gana entablar una conversación celular para luego sufrir un tumor cerebral. Las explicaciones en cambio son varias que procederé a enumerar; siempre que uno no responde, la primera suposición tiene que ver con los malos pasos; “te llamé al celular y no respondiste, ¿con quién estabas?”. Nótese que la pregunta no es “¿dónde estabas?” y supongo que ello se debe a la certidumbre total de que uno se halla en el establecimiento mercantil conocido como “Palo Alto” en la salida a la carretera a Toluca. Ello genera el prodigio de ponernos en una situación desventajosa teniendo que dar explicaciones a nuestros semejantes.
Una segunda alternativa parte de la muy mexicana y paranoica tradición de que “ya pasó algo”. Entre las opciones posibles se encuentran la de que uno fue asaltado por una turba, se sufrió un atropello, en este caso por el tren ligero o el coche desbarrancó en La Pera, opciones, si bien posibles, pero que no guardan un registro causal con el simple hecho de apagar un pinche teléfono.
La última opción es la más perversa y es utilizada por los mandos superiores para ejercer su poder omnipresente. Está uno muy tranquilo comiéndose una sopa de cabellitos de elote cuando entra la llamada anunciando asuntos como el siguiente: “¿Guillén? Mañana tendremos una jornada de reforestación a partir de las cuatro a la mañana en el cerro de los Capulines” o bien “El licenciado necesita los reportes antes de las once de la noche en su casa, hágase cargo por favor”. Ese y no otro es el momento en que uno maldice la memoria del jefe, del licenciado y de la chingada madre de todos los inventores que en su afán por hacer un mundo más llevadero, nos han convertido en una suerte de gps ambulante en el que no hay cabida para una mínima privacidad. Es por ello que lanzo este manifiesto contra tecnológico y procedo a dejarme la barba, emigrar al cerro del Chiquihuite y buscar una cabaña que me dé la soledad requerida. Cualquier semejanza con el Unabomber, es una mera coincidencia.
En principio un teléfono era una madre en la que uno daba vuelta a una manivela para pedir con un concepto vago llamado “operadora”, una anciana que enchufaba y desenchufaba cables conectando a las ocho personas del pueblo que tenían un aparato telefónico. La masificación del producto generó varios efectos; el primero fue la aparición de un disco para marcar que tenía la propiedad de absorber la huella digital, el segundo y más conspicuo fue el de la creación masiva de agendas ya que los números telefónicos aumentaron sus dígitos dejando sin memora Ram a los ciudadanos que, de esta manera empezaron a olvidar lo verdaderamente importante como, por ejemplo, si Andorra la vieja es una capital europea o una señora octogenaria.
En tiempos relativamente recientes hizo su aparición gloriosa el teléfono celular llamado así por razones que a usted y a mí nos valen madre. Por supuesto como todo adelanto moderno estuvo vedado a los pelagatos durante años, por lo que la gente que poseía uno, tenía que apellidarse Von Fustenberg o de perdida Madariaga. El tiempo, que todo lo ajusta, permitió que los desposeídos se hicieran también de un aparato por lo que hoy en día la gente que es conocida de uno o que quiere serlo, saca su aparato y dice “¿me das tu celular?”. Si la respuesta es “no tengo” se recibirá una mirada cargada de conmiseración aderezada por el siguiente comentario: “¿y eso?” o “no mames”.
Entre las mayores ofensas de la vida moderna se sitúa muy señaladamente que uno no atienda el teléfono portátil. Lo anterior invariablemente genera suspicacias. A nadie se le ocurre que si no hay respuesta, la hipótesis más simple es que a uno no le da la gana entablar una conversación celular para luego sufrir un tumor cerebral. Las explicaciones en cambio son varias que procederé a enumerar; siempre que uno no responde, la primera suposición tiene que ver con los malos pasos; “te llamé al celular y no respondiste, ¿con quién estabas?”. Nótese que la pregunta no es “¿dónde estabas?” y supongo que ello se debe a la certidumbre total de que uno se halla en el establecimiento mercantil conocido como “Palo Alto” en la salida a la carretera a Toluca. Ello genera el prodigio de ponernos en una situación desventajosa teniendo que dar explicaciones a nuestros semejantes.
Una segunda alternativa parte de la muy mexicana y paranoica tradición de que “ya pasó algo”. Entre las opciones posibles se encuentran la de que uno fue asaltado por una turba, se sufrió un atropello, en este caso por el tren ligero o el coche desbarrancó en La Pera, opciones, si bien posibles, pero que no guardan un registro causal con el simple hecho de apagar un pinche teléfono.
La última opción es la más perversa y es utilizada por los mandos superiores para ejercer su poder omnipresente. Está uno muy tranquilo comiéndose una sopa de cabellitos de elote cuando entra la llamada anunciando asuntos como el siguiente: “¿Guillén? Mañana tendremos una jornada de reforestación a partir de las cuatro a la mañana en el cerro de los Capulines” o bien “El licenciado necesita los reportes antes de las once de la noche en su casa, hágase cargo por favor”. Ese y no otro es el momento en que uno maldice la memoria del jefe, del licenciado y de la chingada madre de todos los inventores que en su afán por hacer un mundo más llevadero, nos han convertido en una suerte de gps ambulante en el que no hay cabida para una mínima privacidad. Es por ello que lanzo este manifiesto contra tecnológico y procedo a dejarme la barba, emigrar al cerro del Chiquihuite y buscar una cabaña que me dé la soledad requerida. Cualquier semejanza con el Unabomber, es una mera coincidencia.
lunes, 25 de enero de 2010
Documentar el desastre (Etcétera 2007)
La televisión y sus noticias son predecibles como un meteorito y en muchos casos tienen un componente estacional. No entiendo nada relacionado al “interés noticioso” y es por ello que siempre me quedo pensando que los monzones asiáticos, los tornados norteamericanos y los terremotos en Sudamérica son asuntos muy lamentables que me agobian mucho pero ante los que nada puedo hacer y en consecuencia ocupan un lugar bastante marginal en mi interés. Esta sensación –que puede ser considerada un acto de egoísmo- se apuntala debido al componente de reiteración con que los medios nos asestan imágenes y notas. Uno puede ver a un señor en medio de un río, a un niño llorando o a perros rescatistas husmeando entre escombros hasta la saciedad y entonces viene la abulia. Supongo que una noticia lo es en la medida que se aparta de una norma, es decir en función de su nivel de excepcionalidad y en este caso no veo este criterio por ningún lado. También me imagino que si un programa dura tres horas hay que llenarlo a huevo y con lo que caiga, a pesar de que sean cosas como: “Isabel Wemhemhofer de la región de Bavaria, se convirtió en la primera mujer en comerse una tarta de manzana por las fosas nasales” o entrevistas hechas por idiotas en las que se le pregunta a un determinado Secretario: “Disculpe señor Secretario ¿que opina de la iniciativa presidencial fulanita de tal?” Por supuesto el interpelado, a menos que sea imbécil, dirá que es una maravilla, que el país la necesita y ése es el preciso momento en que yo empiezo a bostezar y cambio de canal. Esto lo entendí una madrugada en la que me desperté ante la advertencia de que me iba a hablar el “señor Gutiérrez Vivó” para que le explicara un programa de canje de árboles. El problema es que la entrevista se pactó a las 5:50 a.m. hora en la que yo estaba en la cama y en coma, con la misma cara de la mamá del muerto estudiando unas notas. A las 6:30 a.m.. recibí una llamada: “estamos muy colgados”…a las 7 ya nomás me pidieron una disculpa y entendí que lo mío no era noticia.
Recientemente llegó un huracán a México, mi hijo el niño Frijol me explicó que en su clase le habían pedido que describiera de manera general el fenómeno por lo que nos metimos a la computadora y descubrimos que ahí venía Dean -digámoslo elegantemente- hecho la chingada. Con eso tuvimos, imprimimos un mapita y explicamos lo que había que explicar. Hasta ahí hubiera quedado todo de no ser por la cobertura mediática que recibió el meteoro (“meteoro” es un nombre mamarracho).
En ese momento toda la logística con la que cuenta Televisa y también con la que no, se puso al servicio de la ciudadanía para ofrecernos el seguimiento del huracán con el mayor detalle que registra la historia. La imagen más común era la de un señor con micrófono y un gabán muy parecido a la lona con la que se tapan los escombros en un camión de volteo, que se enfrentaba a la cámara y a la furia de la naturaleza. Para lograr un efecto más dramático (supongo) no se limpiaba el lente por lo que uno podía ver al periodista detrás de unas gotas como de estornudo de viejito mientras que a su espalda las palmeras se mecían borrachas de viento.
Luego venías los partes que eran desmoralizantes y aquí quiero describir la paradoja; parecería que la nota era buena solo en la medida que un perro hubiera salido volando ante una racha de viento o los damnificados se quedaron en aislamiento total en una situación extrema. Sin embargo, pasó poco y ello aparentemente le quitó impacto al interés noticioso; nadie puede pasar ocho horas viendo llover y no cambiarle de canal. Es por ello que la cobertura que en su inició era poderosa, total y completa, se diluyó hasta dejar a un pobre corresponsal mojándose en el bello Estado de Hidalgo y si se me admite, por último, una analogía mamoncísima, los medios pasaron de una categoría cuatro a una mera depresión tropical…tiempos de huracanes.
Recientemente llegó un huracán a México, mi hijo el niño Frijol me explicó que en su clase le habían pedido que describiera de manera general el fenómeno por lo que nos metimos a la computadora y descubrimos que ahí venía Dean -digámoslo elegantemente- hecho la chingada. Con eso tuvimos, imprimimos un mapita y explicamos lo que había que explicar. Hasta ahí hubiera quedado todo de no ser por la cobertura mediática que recibió el meteoro (“meteoro” es un nombre mamarracho).
En ese momento toda la logística con la que cuenta Televisa y también con la que no, se puso al servicio de la ciudadanía para ofrecernos el seguimiento del huracán con el mayor detalle que registra la historia. La imagen más común era la de un señor con micrófono y un gabán muy parecido a la lona con la que se tapan los escombros en un camión de volteo, que se enfrentaba a la cámara y a la furia de la naturaleza. Para lograr un efecto más dramático (supongo) no se limpiaba el lente por lo que uno podía ver al periodista detrás de unas gotas como de estornudo de viejito mientras que a su espalda las palmeras se mecían borrachas de viento.
Luego venías los partes que eran desmoralizantes y aquí quiero describir la paradoja; parecería que la nota era buena solo en la medida que un perro hubiera salido volando ante una racha de viento o los damnificados se quedaron en aislamiento total en una situación extrema. Sin embargo, pasó poco y ello aparentemente le quitó impacto al interés noticioso; nadie puede pasar ocho horas viendo llover y no cambiarle de canal. Es por ello que la cobertura que en su inició era poderosa, total y completa, se diluyó hasta dejar a un pobre corresponsal mojándose en el bello Estado de Hidalgo y si se me admite, por último, una analogía mamoncísima, los medios pasaron de una categoría cuatro a una mera depresión tropical…tiempos de huracanes.
sábado, 23 de enero de 2010
De paparazzis (Etcétera 2007)
Nunca he sido correteado por una turba de paparazzis y ello se explica fácilmente dada mi condición de pelagatos. No es el caso de las celebridades que día con día sufren el acoso de esta nube de vividores con un trabajo que a mí me parece simplemente inexplicable. La escena es predecible como un meteorito; algún famoso o famosa sale de un lugar determinado que puede ser un restaurante, la sala de su casa o el Aurrerá de Mixcoac, la siguiente etapa depende del nivel de celebridad del susodicho. Si es un peso pesado irá acompañado de cuatro señores con cuerpo de ropero que van tirando madrazos a diestra y siniestra mientras intentan tapar los objetivos de las cámaras, para que al día siguiente en los noticieros se quejen los animadores de las agresiones a la prensa. En cambio, si se es de menor importancia habrá que lidiar en soledad con esta masa que ejerce el trabajo periodístico poniendo el obturador en los pómulos y el micrófono en las amígdalas.
Para entender este fenómeno hay que buscar varias aristas; en primerísimo lugar está el mercado generado por los consumidores –a quienes imagino idiotas y babeantes- que reclaman a gritos conocer el rostro del hijo de Luis Miguel o el beso que se dio una buenona con uno que no es su pareja. Convendrá conmigo –querido lector- que no se trata de asuntos de Estado y sin embargo, los tirajes de las revistas en que se exhiben estas miserias son muy superiores a los de aquellas que se dedican al análisis nacional. Un segundo elemento se vincula con la ausencia total de regulaciones en la materia. Frecuentemente se invoca sin ningún matiz sobre “el derecho a saber”. De acuerdo, los ciudadanos tenemos ese derecho, señaladamente en el caso de las decisiones públicas. Sin embargo si tal o cual ministro decide encuerarse en la privacidad de su hogar y ponerse una piel de oso encima para bailar la polka, el asunto pierde por completo tal interés público y en consecuencia los ciudadanos nuestro derecho a saberlo.
El asunto adquiere gravedad por los medios a través de los cuáles se obtiene esta información; telefotos, helicópteros, cámaras escondidas, motocicletas con un camarógrafo voraz y espionaje telefónico son solo algunas de las estrategias que se siguen para llevarle al noble pueblo mexicano instantáneas de la señora Bolocco desnuda (en la supuesta soledad de su hogar) o a la señorita Spears (que por cierto, no es precisamente una lumbrera) dejándose la cabeza como huevo de pascua. Hasta donde sé nunca ha prosperado en este país una demanda contra nadie y sí inmensos reparos de los medios de comunicación que de inmediato se quejan de atentados contra la libertad de prensa y el derecho de la gente a estar informado. De hecho en un acto inverosímil trasladan la responsabilidad sobre la gente acosada con un concepto que se podría resumir con la siguiente frase: “quién le manda a ser famoso, si no quiere que lo fotografíen que no salga de su casa”.
Un ingrediente aditivo tiene que ver con el valor de una nota; mientras más escandalosa es mejor, así, por ejemplo si una famosa se va a cenar a un restaurante y se logra una imagen en la que tiene un tenedor con lasaña, la fotografía será mucho menos costosa que aquella en la que la capten escupiendo dicha lasaña, estornudando en la cara de su interlocutor o regresando la sopa de cabellitos de elote. Este fenómeno propicia que a los paparazzis les convenga comercialmente que sus presas se intoxiquen con alcohol o que prescindan de ropa interior y en ello hay un mensaje simplemente lamentable.
Supongo que este es el signo de los tiempos y nada se puede hacer ante este fenómeno. Aparentemente nadie está dispuesto a legislar sobre la materia y el poder mediático es tan grande que difícilmente se podrá evitar este fisgoneo permanente. La gente tampoco cambiará y seguirá buscando con avidez notas obtenidas de mala manera pero que le permiten –aunque sea por un minuto- formar parte de la vida de los bellos y de los famosos, que, por cierto, es una forma pobre de vivir.
Para entender este fenómeno hay que buscar varias aristas; en primerísimo lugar está el mercado generado por los consumidores –a quienes imagino idiotas y babeantes- que reclaman a gritos conocer el rostro del hijo de Luis Miguel o el beso que se dio una buenona con uno que no es su pareja. Convendrá conmigo –querido lector- que no se trata de asuntos de Estado y sin embargo, los tirajes de las revistas en que se exhiben estas miserias son muy superiores a los de aquellas que se dedican al análisis nacional. Un segundo elemento se vincula con la ausencia total de regulaciones en la materia. Frecuentemente se invoca sin ningún matiz sobre “el derecho a saber”. De acuerdo, los ciudadanos tenemos ese derecho, señaladamente en el caso de las decisiones públicas. Sin embargo si tal o cual ministro decide encuerarse en la privacidad de su hogar y ponerse una piel de oso encima para bailar la polka, el asunto pierde por completo tal interés público y en consecuencia los ciudadanos nuestro derecho a saberlo.
El asunto adquiere gravedad por los medios a través de los cuáles se obtiene esta información; telefotos, helicópteros, cámaras escondidas, motocicletas con un camarógrafo voraz y espionaje telefónico son solo algunas de las estrategias que se siguen para llevarle al noble pueblo mexicano instantáneas de la señora Bolocco desnuda (en la supuesta soledad de su hogar) o a la señorita Spears (que por cierto, no es precisamente una lumbrera) dejándose la cabeza como huevo de pascua. Hasta donde sé nunca ha prosperado en este país una demanda contra nadie y sí inmensos reparos de los medios de comunicación que de inmediato se quejan de atentados contra la libertad de prensa y el derecho de la gente a estar informado. De hecho en un acto inverosímil trasladan la responsabilidad sobre la gente acosada con un concepto que se podría resumir con la siguiente frase: “quién le manda a ser famoso, si no quiere que lo fotografíen que no salga de su casa”.
Un ingrediente aditivo tiene que ver con el valor de una nota; mientras más escandalosa es mejor, así, por ejemplo si una famosa se va a cenar a un restaurante y se logra una imagen en la que tiene un tenedor con lasaña, la fotografía será mucho menos costosa que aquella en la que la capten escupiendo dicha lasaña, estornudando en la cara de su interlocutor o regresando la sopa de cabellitos de elote. Este fenómeno propicia que a los paparazzis les convenga comercialmente que sus presas se intoxiquen con alcohol o que prescindan de ropa interior y en ello hay un mensaje simplemente lamentable.
Supongo que este es el signo de los tiempos y nada se puede hacer ante este fenómeno. Aparentemente nadie está dispuesto a legislar sobre la materia y el poder mediático es tan grande que difícilmente se podrá evitar este fisgoneo permanente. La gente tampoco cambiará y seguirá buscando con avidez notas obtenidas de mala manera pero que le permiten –aunque sea por un minuto- formar parte de la vida de los bellos y de los famosos, que, por cierto, es una forma pobre de vivir.
jueves, 21 de enero de 2010
Calles (El Financiero 2005)
Los primeros 25 años de mi vida se condujeron en un letargo pasmoso que sugería retardo mental prematuro. Cuando niño, salía a jugar a la calle y destaqué siempre por ser el último en resultar elegido a la hora de formar equipos, en la adolescencia me enamoré de una muchacha que daba atención a unos viejitos y meses más tarde fui mordido en la entrepierna por el perro Tufi en el preciso momento que declaraba mi amor a otra mujer llamada Britta que era hija de europeos y que me dejó en el momento que se percató que conmigo nomás no había futuro. Todo esto ocurrió en la calle de Yácatas exactamente entre Torres Adalid y Concepción Béistegui, lo pasmoso es que ignoré siempre el significado de estas tres unidades semánticas.
Siguiendo un principio lógico asumí con ligereza que “Yácatas” eran unas ruinas ubicadas seguramente en el culo del mundo, esto lo deduje porque las calles paralelas eran Uxmal y Palenque. Sin embargo entendí rápidamente que no se puede pedir ningún razonamiento sensato a la hora de la nomenclatura y descubrí que en realidad las yácatas son unas piedrotas prehispánicas. Pero: ¿Torres Adalid? ¿Concepción Béistegui? Lo primero es simplemente anómalo; ¿el señor y probable prócer se llamaba Torres? ¿era ése su apellido? ¿si es apellido corre la probabilidad de que sea señora? Misterios múltiples pero todos ellos muy idiotas ya que si algún día alguien decide nombrar una avenida en mi honor, espero que no sea tan imbécil para bautizarlo “boulevard Guillén Rodríguez”. En una pequeña búsqueda me enteré que hubo un oligarca de nombre Ignacio Torres Adalid cuyos probables servicios a la patria se limitan a la construcción de un ferrocarril y a la adquisición de una hacienda en Ometusco. El caso de Concepción Béistegui resultó más lamentable ya que lo único que encontré es a una señora Benitez viuda de don Nicanor Béistegui que fundo un hospital a principio del siglo pasado en Navarra, lo que me deja con la ligera noción de que eso a mí que me importa.
Los misterios continuaron ya que la siguiente calle paralela a las dos anteriores se llamaba “Eugenia”, asunto que me deja como las estatuas de marfil ya que ignoro si el homenaje es múltiple y por lo tanto inequitativo ya que entonces tendría que haber una calle “Patricia” y otra “Melquíades”. Ahora si el honor le corresponde a una Eugenia en específico evidentemente la pasaron a joder ya que no hay manera de reconocerla con un criterio tan parco.
A los que nombran calles los imagino idiotas y faltos de imaginación. Hay obviedades como ponerle a una calle el nombre de algún héroe nacional. El problema es que las calles son miles y nuestras figuras legendarias se cuentan en un puñado. Ello explica que en la ciudad de México existan 117 calles Hidalgo y 14 Josefas Ortiz. Para paliar esta desperfecto se usa un criterio muy lambiscón consistente en utilizar el nombre del mandatario en cuestión lo que me parece lamentable. Si yo viviera en la avenida López Portillo me cambiaría de inmediato nomás de la pura vergüenza. El siguiente mecanismo es buscar cosas que tengan algo en común y desgranarlas. Supongo que están sentados en la mesa los de la comisión de nomenclatura y dicen cosas como: “¿Y si le ponemos a la colonia fulanita de tal: profesionistas?” La idea es aprobada por unanimidad y ello explica que un señor viva en la calle torneros # 47 o astrónomos # 18 lo que resulta ligeramente idiota. Otro problema es cuando se usan miembros notables de alguna ocupación humana. En la colonia del Valle (muy cerca de donde yo vivía) se arrancaban con la calle Pitágoras y continuaban (como es lógico) con Anaxágoras. Lo razonable era esperar que llegara Sócrates con todo y cicuta pero nones, aparecía de la nada un señor que se llamó Enrique Rébsamen y era pedagogo. Así nomás no hay manera.
El último y más fácil criterio es hacer lo que hace la gente fodonga, nombrar una ubicación de la siguiente manera: “manzana # 4, lote # 8, andador # 2, casa # 3” que si uno lo recuerda pues ya está del otro lado. Creo que francamente prefiero este método.
Siguiendo un principio lógico asumí con ligereza que “Yácatas” eran unas ruinas ubicadas seguramente en el culo del mundo, esto lo deduje porque las calles paralelas eran Uxmal y Palenque. Sin embargo entendí rápidamente que no se puede pedir ningún razonamiento sensato a la hora de la nomenclatura y descubrí que en realidad las yácatas son unas piedrotas prehispánicas. Pero: ¿Torres Adalid? ¿Concepción Béistegui? Lo primero es simplemente anómalo; ¿el señor y probable prócer se llamaba Torres? ¿era ése su apellido? ¿si es apellido corre la probabilidad de que sea señora? Misterios múltiples pero todos ellos muy idiotas ya que si algún día alguien decide nombrar una avenida en mi honor, espero que no sea tan imbécil para bautizarlo “boulevard Guillén Rodríguez”. En una pequeña búsqueda me enteré que hubo un oligarca de nombre Ignacio Torres Adalid cuyos probables servicios a la patria se limitan a la construcción de un ferrocarril y a la adquisición de una hacienda en Ometusco. El caso de Concepción Béistegui resultó más lamentable ya que lo único que encontré es a una señora Benitez viuda de don Nicanor Béistegui que fundo un hospital a principio del siglo pasado en Navarra, lo que me deja con la ligera noción de que eso a mí que me importa.
Los misterios continuaron ya que la siguiente calle paralela a las dos anteriores se llamaba “Eugenia”, asunto que me deja como las estatuas de marfil ya que ignoro si el homenaje es múltiple y por lo tanto inequitativo ya que entonces tendría que haber una calle “Patricia” y otra “Melquíades”. Ahora si el honor le corresponde a una Eugenia en específico evidentemente la pasaron a joder ya que no hay manera de reconocerla con un criterio tan parco.
A los que nombran calles los imagino idiotas y faltos de imaginación. Hay obviedades como ponerle a una calle el nombre de algún héroe nacional. El problema es que las calles son miles y nuestras figuras legendarias se cuentan en un puñado. Ello explica que en la ciudad de México existan 117 calles Hidalgo y 14 Josefas Ortiz. Para paliar esta desperfecto se usa un criterio muy lambiscón consistente en utilizar el nombre del mandatario en cuestión lo que me parece lamentable. Si yo viviera en la avenida López Portillo me cambiaría de inmediato nomás de la pura vergüenza. El siguiente mecanismo es buscar cosas que tengan algo en común y desgranarlas. Supongo que están sentados en la mesa los de la comisión de nomenclatura y dicen cosas como: “¿Y si le ponemos a la colonia fulanita de tal: profesionistas?” La idea es aprobada por unanimidad y ello explica que un señor viva en la calle torneros # 47 o astrónomos # 18 lo que resulta ligeramente idiota. Otro problema es cuando se usan miembros notables de alguna ocupación humana. En la colonia del Valle (muy cerca de donde yo vivía) se arrancaban con la calle Pitágoras y continuaban (como es lógico) con Anaxágoras. Lo razonable era esperar que llegara Sócrates con todo y cicuta pero nones, aparecía de la nada un señor que se llamó Enrique Rébsamen y era pedagogo. Así nomás no hay manera.
El último y más fácil criterio es hacer lo que hace la gente fodonga, nombrar una ubicación de la siguiente manera: “manzana # 4, lote # 8, andador # 2, casa # 3” que si uno lo recuerda pues ya está del otro lado. Creo que francamente prefiero este método.
miércoles, 20 de enero de 2010
Inventos (El Financiero 2002)
Hace unos días estaba yo haciendo nada y de pronto como si me fuera revelada la teoría evolutiva, me di cuenta que todo lo que me rodeaba tenía un padre, es decir había sido producto del ingenio de un señor al que yo no tenía el gusto de conocer; el lápiz, la silla, el fax, la computadora y las agujetas de mis zapatos. El asunto me dejó un par de enseñanzas; la primera y más dolorosa es que mi acervo neuronal nomás da para ese tipo de clarividencias, la segunda es que nunca he puesto atención a estos padres de todas las cosas que merecerían por lo menos un comentario.
Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.
En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.
El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que solo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.
La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.
El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un tortón de tres toneladas. Ni modo.
Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.
En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.
El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que solo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.
La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.
El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un tortón de tres toneladas. Ni modo.
martes, 19 de enero de 2010
Estereotipos (Mexicanísimo 2008)
Nuestro país es extraordinario por motivos de nobleza desigual; nadie puede dudar que su riqueza cultural, la enorme diversidad biológica que lo convierte en una potencia ambiental y su historia rica en claroscuros han forjado una nación que, si bien posee estos atributos comunes, se desgrana en pequeñas babeles regionales que expresan diferentes tendencias. El México norteño industrioso y pujante, el altiplano consolidado como un polo de desarrollo creciente y el sur profundo con su enorme belleza pero lleno de contrastes sociales.
Ahora bien, en México para bien o para mal vivimos los mexicanos a los que es difícil ubicar dentro de una categoría específica ya que, lo mismo que el país, contamos con un desdoblamiento múltiple de personalidades que simplemente se han estereotipado de mala manera y eso a veces nos deja mal parados. De acuerdo al imaginario popular los mexicanos somos necesariamente alegres, pegamos de gritos ante un mariachi, nos dirigimos a nuestros congéneres diciéndoles: “manito” y con tres tequilas podemos cantar la Traviatta a capela. Asimismo, se nos reconoce como gente generosa y solidaria (la tragedia de 1985 ayudó a apuntalar esta percepción).
Lo anterior como en todo proceso de sobre simplificación es parcialmente cierto pero está lleno de matices que es necesario identificar; es claro que en algunos grupos sociales prevalecen algunos tintes de racismo y lo es también, que en otros le hemos volteado la espalda a nuestra historia para entrar de lleno en esa entelequia llamada “modernidad” con resultados a veces lamentables.
Caracterizar nuestros prejuicios y estereotipos no parece en consecuencia, un ejercicio ocioso, sino de primera necesidad para tratar de superarlos. Las costumbres que uniforman a ciertos grupos son un punto que a veces favorece la discordia y el encono y estos no son los mejores tiempos para caer en esa trampa. Tendemos a generar imágenes mentales de los mexicanos de acuerdo al grupo social al que pertenecen, su religión e inclusive sus preferencias sexuales. Por supuesto algunas razones hay para entender que estas etiquetas no son espontáneas y sí el producto de algunos atavismos conspicuos. Es por ello que me he interesado en ilustrar esta ya larga introducción con ejemplos concretos. A ver cómo nos va.
En México nos uniforman los estereotipos, hemos logrado con limpieza extraordinaria homologar nuestras ideologías por medio de atavíos y costumbres que son simplemente inconfundibles. El gremio de izquierda, por ejemplo es perfectamente caracterizable por su manía en el portar atuendos nacionales. Las mujeres en muchos casos se visten de tehuanas o equivalente, no se rasuran los sobacos y beben como camioneros. Los hombres traen pantalones de mezclilla con un paliacate que sobresale del bolsillo trasero, utilizan barba y presentan a su mujer como su “compañera”. En su casa se fuman sustancias controladas a discreción, oyen solo discos de Putumayo records y se puede apreciar el siguiente decorado: en la pared hay affiches del Subcomandante Marcos y del chino que se paró enfrente de unos tanques con riesgo de su vida. Los manteles son guatemaltecos y los muebles son todos de madera. Hay una colección de artesanías diversa, muchos libros de economía y un par de hijos con aretes en la nariz que tutean a sus padres.
Se caracterizan por ser vehementes y beodos, leen La Jornada y de cuando en cuando se convierten en abajo firmantes por diversas razones; la solidaridad con alguien que es hostigado, la repulsa a alguna acción gringa, apoyo al pueblo fulanito de tal o el rechazo a que se instale alguna tienda trasnacional en un lugar que consideran histórico. Asisten a marchas y mítines y normalmente tienen empleos en instituciones universitarias u organizaciones de la sociedad civil (como ellos mismos las llaman). Consideran que Digna Ochoa no se suicidó y sus vacaciones los llevan a pueblos de la sierra de Oaxaca para vivir de cerca la realidad social.
Llama la atención su radicalidad el discurso que poseen es “estás conmigo o contra mí”.
Lo anterior no me parece ni bueno ni malo. Me llama la atención sin embargo la predictibilidad gremial, la ausencia total de crestas y valles en el comportamiento de una masa que se conduce como cardúmen en el mar.
Los intelectuales mexicanos son también parecidos entre sí, ahora resulta que la gente pensante en este país es también un producto uniformable; todos se conocen y nos ofrecen características de mimetismo común. La más conspicua consiste en portar siempre un libro bajo el brazo lo que tampoco es bueno ni malo en sí mismo, nomás los caracteriza.
Hay taxonomías básicas para identificar a nuestros intelectuales. Existe el grupo de los llamados “independientes” al que normalmente pertenece gente que puede ser muy lista o creativa pero que vive en la más escandalosa marginalidad y a duras penas. A éstos se les ocurren ideas como producir una revista, crear una obra de teatro o editar libros. El problema es que nunca hay dinero propio que solvente tales iniciativas, lo que genera una serie de abajo firmantes que elevan quejas acerca de la “falta de apoyos gubernamentales”. Aquí es donde yo me confundo, ya que percibo cierto conflicto entre la palabra “independiente” y el término “subsidio”, pero ello se debe a que probablemente soy poco lúcido. Es mi impresión que al arte se le ha dotado de una actitud reverencial que difícilmente se justifica. El hecho es que nadie por el solo hecho de crear debería asumir el derecho a mayores consideraciones. El arte es un concepto críptico con hendiduras suficientes para que los charlatanes o los amigos de quién decide, se cuelen por una puerta que consideran tan ancha como sus pretensiones.
En cualquier gremio o actividad existe gente más competente que otra. Si uno es ingeniero y se le cae la casa que construyó, no habrá más remedio que asumir que es un imbécil. Cualquier médico que en la segunda visita mate al paciente tendría que ser requerido por negligente. En cambio cuando se trata de la creación y dado el enorme tramo subjetivo asociado, las cosas se complican y se entra en un universo absolutamente inasible en el que vuelan saetas en todas las direcciones. Se habla de “incomprensión” de “camarillas” de “favoritismo” que sin duda existen pero que dudosamente pueden acreditarse debido a la falta de criterios efectivos para discernir lo notable de lo que no lo es y a la enorme impostura que nos hace aceptar bovinamente cualquier gesto dominante de nuestra grey intelectual. Kafka, por ejemplo escribió “La metamorfosis” un libro que inicia con un pobre hombre llamado Gregorio Samsa convertido en un bicho monstruoso y patas arriba en la cama. Hay un sentimiento sobre esta obra prácticamente unánime acerca de su maestría. Existen foros en que lectores ocurrentes la interpretan como una “alegoría de la vida”. Yo la leí y no recibí ningún mensaje trascendente, mi sensación final al cerrar el libro es que había perdido el tiempo. Me hago cargo de que afirmar cosas como la anterior es terriblemente impopular. La conclusión más simple es que soy un ignorante que no entiende nada de nada y ello puede ser probable. Sin embargo, sostengo mi derecho a emitir una opinión pública y asumir las consecuencias sin que medie más que una modesta incineración de los estudiosos, que normalmente consideran que todo aquel que difiera es porque es idiota o nomás no entiende nada… divisiones, otra vez.
Hay otro grupo de intelectuales que forman una elite, la creme de la creme, los gurús pues. Estos son pesos pesados y a diferencia de sus pares anteriores nunca vivirán en la marginalidad ya que todo lo que tocan los trasmutan en oro. Este gremio selecto acumula premios y normalmente recibe huesos notabilísimos como embajadas, consulados o altos cargos en la burocracia cultural debido a los méritos acumulados. Sobre lo anterior hay muchas críticas ya que hay quien supone una especie de separación similar a la que el Benemérito proponía entre la Iglesia y el Estado. “La intelectualidad no debe estar al servicio del poder sino de las ideas”. Lo anterior, por supuesto es una imbecilidad, ya que el espacio evidente de expresión para estas ideas es público y los intelectuales no son mutantes sin ideología alguna. Los hay reaccionarios, progresistas o monárquicos y es evidente que si les place pueden asumir cargos o recibir premios sin que nadie los deba cuestionar por ello. Por supuesto que se podría argumentar sobre el talento diplomático de Rosario Castellanos o de Jorge Volpi ya que no hay ninguna razón para pensar que un buen escritor tiene aptitudes en otros ámbitos pero esa es harina de otro costal y dado que Israel o Francia no rompieron relaciones con México, supongo que la cosa no fue grave.
Otra forma de predecir comportamientos se basa en la extracción social de los mexicanos que también es digna de llamar la atención. Los estreotipos sociales en este país son variados y en algunos casos nos ofrecen escenas de grand guignol. Están lo socialités, señores y señoras que se dedican al noble arte de no hacer nada esquiando en paraísos nevados o asistiendo consuetudinariamente a cocteles sin ser beodos. Sus andanzas son frecuentemente relatadas por revistas ad hoc que normalmente nos ofrecen información a los consumidores pelagatos, de un interés –seamos honestos- muy mediano.
Para entender esto basta hojear cualquiera de estas ofertas editoriales y encontrarnos a una oligarca que mira fijamente a la cámara con un infante en brazos; “La princesa Hwsengarten nos abre su casa y presenta a Volodia” – se expresa capitularmente en el título. Es de llamar la atención que los nombres de los que tienen normalmente son anómalos y diferentes a los del resto de los mortales. Se llaman Pato, Olivier, Marie o Gunilla, otro hecho notable es el de las cosas que se informan. Por ejemplo se aprecia una niña de uniforme fotografiada en el momento que pasa por una puerta y entonces se nos anuncia que “La infanta fulanita de tal va a su primer día de clases” o que “Bebo y Tony Weiskoppt se van de party a Nueva York”, en el peor de los casos uno se puede enterar que “La generación de prepa del colegio (entra el nombre de una escuela poderosa) se disfrazó entera para celebrar el halloween” y entonces se nos asestan una serie de fotografías en la que jóvenes dráculas y momias diversas se embriagan con enorme vigor. Yo francamente cuando hojeo estas páginas me quedo con una sensación de creciente contundencia “¿Y eso a mí qué me importa?”. Sin embargo lo cierto es que las revistas de este tipo se consumen globalmente y estoy plenamente seguro que la mayoría de sus lectores pertenecen al grupo humano de los que quieren pero no pueden, lo que no deja de ser extraordinario.
Uno al final se queda con la vaga idea de que la gente de alta sociedad es frívola o estúpida, que sus referentes conceptuales son Houston, Miami o París y que sus inquietudes sociales se resuelven por medio de un té canasta de beneficencia (¿quién demonios asiste a un té canasta? Se pregunta dentro de mí eso que llamamos “la duda metódica”)
Por supuesto esto no es así por eso llama la atención este empeño por mostrarnos el lado más vergonzoso de sus hábitos que es el que finalmente nos moldea la percepción.
Lo mismo pasa con el polo opuesto o lo que los clásicos llaman “la clase popular”. Uno se puede imaginar perfectamente lo que ronda en las circunvoluciones del club de fans de Tiziano Ferro o una cosa equivalente. Estos grupos también tienen costumbres conspicuas, lo mismo que los socialités, nombran a sus hijos con apelativos extravagantes. Porque extravagante es que alguien nazca en México y se llame Jonathan, Mifdi o Macabea. Tampoco es natural consumir semanalmente medio millón de ejemplares de una revista en la que se cuentan cosas como que una actriz que estaba buenona se ha hecho más buenona gracias a unos implantes mamarios o que se cachó (así dicen: “cachamos”) a un actor medianamente famoso con una que no es su novia “muy acurrucaditos”. El consumo televisivo de este grupo es también notable y se nutre con las aportaciones e ideas de intelectuales como Fabián Lavalle o Pati Chapoy que nos relatan lo que ellos mismos llaman “chismes de famosos”.
Uno podría burlarse, de hecho yo lo hago cotidianamente, pero esa burla sería profundamente estéril si fuera solo un divertimento pasajero. Es necesario reflexionar sobre lo que somos los mexicanos y cuáles son los patrones que nos confrontan día con día. El futuro de este país se cimenta –creo- en la identificación de estos disfraces sociales y gremiales, no para desvanecerlos –es natural y deseable que haya diferencias- sino , insisto, para estructurar consensos mínimos de un rumbo en común.
Alguna vez un amigo mío me dijo: “yo ya me voy de aquí, en México no se puede vivir”. Se refería a la violencia creciente, a la contaminación y degradacvión ambiental y a las condiciones cada vez más hostiles de ciudades como la de México.
No es mi caso, nací, he crecido y seguramente moriré en México. Mi posición no parte de la ingenuidad, sino de la convicción de que nuestro país nos da razones suficientes para permanecer. Mis amigos, los cines en los que invertí horas que le robé al estudio, las escuelas, los paisajes y sobre todo la generosidad de muchos, me parecen motivos poderosos. “Nunca me voy a ir, jamás quisiera salir de este país” escribió Elena Poniatowska en su libro Nada Nadie, y con ella estoy.
Sin embargo, concluyo diciendo que si bien para mí todo esto hace diferencia, también sostengo –como lo he hecho hace años- que tenemos un imperativo de futuro; identificar las inercias que desconstruyen nuestra grandeza. La mezquindad, el desprecio a los que menos tienen o el incumplimiento de la ley. Pero sobre todo la imbecilidad creciente que gana espacio, día con día, al sentido común y la sensatez.
Ahora bien, en México para bien o para mal vivimos los mexicanos a los que es difícil ubicar dentro de una categoría específica ya que, lo mismo que el país, contamos con un desdoblamiento múltiple de personalidades que simplemente se han estereotipado de mala manera y eso a veces nos deja mal parados. De acuerdo al imaginario popular los mexicanos somos necesariamente alegres, pegamos de gritos ante un mariachi, nos dirigimos a nuestros congéneres diciéndoles: “manito” y con tres tequilas podemos cantar la Traviatta a capela. Asimismo, se nos reconoce como gente generosa y solidaria (la tragedia de 1985 ayudó a apuntalar esta percepción).
Lo anterior como en todo proceso de sobre simplificación es parcialmente cierto pero está lleno de matices que es necesario identificar; es claro que en algunos grupos sociales prevalecen algunos tintes de racismo y lo es también, que en otros le hemos volteado la espalda a nuestra historia para entrar de lleno en esa entelequia llamada “modernidad” con resultados a veces lamentables.
Caracterizar nuestros prejuicios y estereotipos no parece en consecuencia, un ejercicio ocioso, sino de primera necesidad para tratar de superarlos. Las costumbres que uniforman a ciertos grupos son un punto que a veces favorece la discordia y el encono y estos no son los mejores tiempos para caer en esa trampa. Tendemos a generar imágenes mentales de los mexicanos de acuerdo al grupo social al que pertenecen, su religión e inclusive sus preferencias sexuales. Por supuesto algunas razones hay para entender que estas etiquetas no son espontáneas y sí el producto de algunos atavismos conspicuos. Es por ello que me he interesado en ilustrar esta ya larga introducción con ejemplos concretos. A ver cómo nos va.
En México nos uniforman los estereotipos, hemos logrado con limpieza extraordinaria homologar nuestras ideologías por medio de atavíos y costumbres que son simplemente inconfundibles. El gremio de izquierda, por ejemplo es perfectamente caracterizable por su manía en el portar atuendos nacionales. Las mujeres en muchos casos se visten de tehuanas o equivalente, no se rasuran los sobacos y beben como camioneros. Los hombres traen pantalones de mezclilla con un paliacate que sobresale del bolsillo trasero, utilizan barba y presentan a su mujer como su “compañera”. En su casa se fuman sustancias controladas a discreción, oyen solo discos de Putumayo records y se puede apreciar el siguiente decorado: en la pared hay affiches del Subcomandante Marcos y del chino que se paró enfrente de unos tanques con riesgo de su vida. Los manteles son guatemaltecos y los muebles son todos de madera. Hay una colección de artesanías diversa, muchos libros de economía y un par de hijos con aretes en la nariz que tutean a sus padres.
Se caracterizan por ser vehementes y beodos, leen La Jornada y de cuando en cuando se convierten en abajo firmantes por diversas razones; la solidaridad con alguien que es hostigado, la repulsa a alguna acción gringa, apoyo al pueblo fulanito de tal o el rechazo a que se instale alguna tienda trasnacional en un lugar que consideran histórico. Asisten a marchas y mítines y normalmente tienen empleos en instituciones universitarias u organizaciones de la sociedad civil (como ellos mismos las llaman). Consideran que Digna Ochoa no se suicidó y sus vacaciones los llevan a pueblos de la sierra de Oaxaca para vivir de cerca la realidad social.
Llama la atención su radicalidad el discurso que poseen es “estás conmigo o contra mí”.
Lo anterior no me parece ni bueno ni malo. Me llama la atención sin embargo la predictibilidad gremial, la ausencia total de crestas y valles en el comportamiento de una masa que se conduce como cardúmen en el mar.
Los intelectuales mexicanos son también parecidos entre sí, ahora resulta que la gente pensante en este país es también un producto uniformable; todos se conocen y nos ofrecen características de mimetismo común. La más conspicua consiste en portar siempre un libro bajo el brazo lo que tampoco es bueno ni malo en sí mismo, nomás los caracteriza.
Hay taxonomías básicas para identificar a nuestros intelectuales. Existe el grupo de los llamados “independientes” al que normalmente pertenece gente que puede ser muy lista o creativa pero que vive en la más escandalosa marginalidad y a duras penas. A éstos se les ocurren ideas como producir una revista, crear una obra de teatro o editar libros. El problema es que nunca hay dinero propio que solvente tales iniciativas, lo que genera una serie de abajo firmantes que elevan quejas acerca de la “falta de apoyos gubernamentales”. Aquí es donde yo me confundo, ya que percibo cierto conflicto entre la palabra “independiente” y el término “subsidio”, pero ello se debe a que probablemente soy poco lúcido. Es mi impresión que al arte se le ha dotado de una actitud reverencial que difícilmente se justifica. El hecho es que nadie por el solo hecho de crear debería asumir el derecho a mayores consideraciones. El arte es un concepto críptico con hendiduras suficientes para que los charlatanes o los amigos de quién decide, se cuelen por una puerta que consideran tan ancha como sus pretensiones.
En cualquier gremio o actividad existe gente más competente que otra. Si uno es ingeniero y se le cae la casa que construyó, no habrá más remedio que asumir que es un imbécil. Cualquier médico que en la segunda visita mate al paciente tendría que ser requerido por negligente. En cambio cuando se trata de la creación y dado el enorme tramo subjetivo asociado, las cosas se complican y se entra en un universo absolutamente inasible en el que vuelan saetas en todas las direcciones. Se habla de “incomprensión” de “camarillas” de “favoritismo” que sin duda existen pero que dudosamente pueden acreditarse debido a la falta de criterios efectivos para discernir lo notable de lo que no lo es y a la enorme impostura que nos hace aceptar bovinamente cualquier gesto dominante de nuestra grey intelectual. Kafka, por ejemplo escribió “La metamorfosis” un libro que inicia con un pobre hombre llamado Gregorio Samsa convertido en un bicho monstruoso y patas arriba en la cama. Hay un sentimiento sobre esta obra prácticamente unánime acerca de su maestría. Existen foros en que lectores ocurrentes la interpretan como una “alegoría de la vida”. Yo la leí y no recibí ningún mensaje trascendente, mi sensación final al cerrar el libro es que había perdido el tiempo. Me hago cargo de que afirmar cosas como la anterior es terriblemente impopular. La conclusión más simple es que soy un ignorante que no entiende nada de nada y ello puede ser probable. Sin embargo, sostengo mi derecho a emitir una opinión pública y asumir las consecuencias sin que medie más que una modesta incineración de los estudiosos, que normalmente consideran que todo aquel que difiera es porque es idiota o nomás no entiende nada… divisiones, otra vez.
Hay otro grupo de intelectuales que forman una elite, la creme de la creme, los gurús pues. Estos son pesos pesados y a diferencia de sus pares anteriores nunca vivirán en la marginalidad ya que todo lo que tocan los trasmutan en oro. Este gremio selecto acumula premios y normalmente recibe huesos notabilísimos como embajadas, consulados o altos cargos en la burocracia cultural debido a los méritos acumulados. Sobre lo anterior hay muchas críticas ya que hay quien supone una especie de separación similar a la que el Benemérito proponía entre la Iglesia y el Estado. “La intelectualidad no debe estar al servicio del poder sino de las ideas”. Lo anterior, por supuesto es una imbecilidad, ya que el espacio evidente de expresión para estas ideas es público y los intelectuales no son mutantes sin ideología alguna. Los hay reaccionarios, progresistas o monárquicos y es evidente que si les place pueden asumir cargos o recibir premios sin que nadie los deba cuestionar por ello. Por supuesto que se podría argumentar sobre el talento diplomático de Rosario Castellanos o de Jorge Volpi ya que no hay ninguna razón para pensar que un buen escritor tiene aptitudes en otros ámbitos pero esa es harina de otro costal y dado que Israel o Francia no rompieron relaciones con México, supongo que la cosa no fue grave.
Otra forma de predecir comportamientos se basa en la extracción social de los mexicanos que también es digna de llamar la atención. Los estreotipos sociales en este país son variados y en algunos casos nos ofrecen escenas de grand guignol. Están lo socialités, señores y señoras que se dedican al noble arte de no hacer nada esquiando en paraísos nevados o asistiendo consuetudinariamente a cocteles sin ser beodos. Sus andanzas son frecuentemente relatadas por revistas ad hoc que normalmente nos ofrecen información a los consumidores pelagatos, de un interés –seamos honestos- muy mediano.
Para entender esto basta hojear cualquiera de estas ofertas editoriales y encontrarnos a una oligarca que mira fijamente a la cámara con un infante en brazos; “La princesa Hwsengarten nos abre su casa y presenta a Volodia” – se expresa capitularmente en el título. Es de llamar la atención que los nombres de los que tienen normalmente son anómalos y diferentes a los del resto de los mortales. Se llaman Pato, Olivier, Marie o Gunilla, otro hecho notable es el de las cosas que se informan. Por ejemplo se aprecia una niña de uniforme fotografiada en el momento que pasa por una puerta y entonces se nos anuncia que “La infanta fulanita de tal va a su primer día de clases” o que “Bebo y Tony Weiskoppt se van de party a Nueva York”, en el peor de los casos uno se puede enterar que “La generación de prepa del colegio (entra el nombre de una escuela poderosa) se disfrazó entera para celebrar el halloween” y entonces se nos asestan una serie de fotografías en la que jóvenes dráculas y momias diversas se embriagan con enorme vigor. Yo francamente cuando hojeo estas páginas me quedo con una sensación de creciente contundencia “¿Y eso a mí qué me importa?”. Sin embargo lo cierto es que las revistas de este tipo se consumen globalmente y estoy plenamente seguro que la mayoría de sus lectores pertenecen al grupo humano de los que quieren pero no pueden, lo que no deja de ser extraordinario.
Uno al final se queda con la vaga idea de que la gente de alta sociedad es frívola o estúpida, que sus referentes conceptuales son Houston, Miami o París y que sus inquietudes sociales se resuelven por medio de un té canasta de beneficencia (¿quién demonios asiste a un té canasta? Se pregunta dentro de mí eso que llamamos “la duda metódica”)
Por supuesto esto no es así por eso llama la atención este empeño por mostrarnos el lado más vergonzoso de sus hábitos que es el que finalmente nos moldea la percepción.
Lo mismo pasa con el polo opuesto o lo que los clásicos llaman “la clase popular”. Uno se puede imaginar perfectamente lo que ronda en las circunvoluciones del club de fans de Tiziano Ferro o una cosa equivalente. Estos grupos también tienen costumbres conspicuas, lo mismo que los socialités, nombran a sus hijos con apelativos extravagantes. Porque extravagante es que alguien nazca en México y se llame Jonathan, Mifdi o Macabea. Tampoco es natural consumir semanalmente medio millón de ejemplares de una revista en la que se cuentan cosas como que una actriz que estaba buenona se ha hecho más buenona gracias a unos implantes mamarios o que se cachó (así dicen: “cachamos”) a un actor medianamente famoso con una que no es su novia “muy acurrucaditos”. El consumo televisivo de este grupo es también notable y se nutre con las aportaciones e ideas de intelectuales como Fabián Lavalle o Pati Chapoy que nos relatan lo que ellos mismos llaman “chismes de famosos”.
Uno podría burlarse, de hecho yo lo hago cotidianamente, pero esa burla sería profundamente estéril si fuera solo un divertimento pasajero. Es necesario reflexionar sobre lo que somos los mexicanos y cuáles son los patrones que nos confrontan día con día. El futuro de este país se cimenta –creo- en la identificación de estos disfraces sociales y gremiales, no para desvanecerlos –es natural y deseable que haya diferencias- sino , insisto, para estructurar consensos mínimos de un rumbo en común.
Alguna vez un amigo mío me dijo: “yo ya me voy de aquí, en México no se puede vivir”. Se refería a la violencia creciente, a la contaminación y degradacvión ambiental y a las condiciones cada vez más hostiles de ciudades como la de México.
No es mi caso, nací, he crecido y seguramente moriré en México. Mi posición no parte de la ingenuidad, sino de la convicción de que nuestro país nos da razones suficientes para permanecer. Mis amigos, los cines en los que invertí horas que le robé al estudio, las escuelas, los paisajes y sobre todo la generosidad de muchos, me parecen motivos poderosos. “Nunca me voy a ir, jamás quisiera salir de este país” escribió Elena Poniatowska en su libro Nada Nadie, y con ella estoy.
Sin embargo, concluyo diciendo que si bien para mí todo esto hace diferencia, también sostengo –como lo he hecho hace años- que tenemos un imperativo de futuro; identificar las inercias que desconstruyen nuestra grandeza. La mezquindad, el desprecio a los que menos tienen o el incumplimiento de la ley. Pero sobre todo la imbecilidad creciente que gana espacio, día con día, al sentido común y la sensatez.
lunes, 18 de enero de 2010
Feministas (El Financiero 2004)
No, no me refiero a señoras respetables que se han pasado la vida defendiendo las muy defendibles causas de la mujer. Es obvio para todos que las féminas del mundo han tenido que luchar con una corriente avasallante y jodida que se basa en el paradigma de que cumplan una misión histórica, concretamente, de trapo de cocina. Yo tengo conocencias que dan por buena la idea de que el ciclo de vida de la mujer se resuma en los siguientes pasos: 1) nazca 2) sea educada en la noción del respeto a “su hombre” 3) se case 4) se reproduzca el número de veces que el señor (su esposo, no el señor de los cielos, aunque bien mirado es lo mismo) dictamine 5) administre sabiamente los recursos que le son otorgados para la manutención familiar 6) se ponga lentes oscuros para tapar los moretones producidos por el pedote de su marido 7) que trabaje, pero en su casa... etcétera. Esta visión, querido lector, que parece prcámbrica y arcaica es desgraciadamente moneda corriente en muchos lugares y es por ello que considero muy justo y saludable tratar de equilibrar los cartones de mejor manera. Muchas mujeres (y hombres) se han echado esta empresa a cuestas y para ellos va todo mi respeto.
A las que si me refiero son a las viejas chotas que consideran el concepto “hombre” equivalente al concepto “nazi” que tenían los gringos de las películas, es decir personas malditas con baba en la comisura con puras ganas de andar chingando. Lo anterior (que es por supuesto una imbecilidad) se manifiesta de varias formas conspicuas. Una de ellas –lo he dicho ya- son las ganas enormes de modificar el lenguaje para que no tenga un sesgo machista. El asunto es ocioso y una pérdida de tiempo pero eso lo he dicho antes y no pienso reiterarlo, querido lector (si fuera consecuente con los reclamos debería escribir “y querida lectora”, lo que supone usar 15 letras y 17 espacios para no decir nada más que soy un hombre moderno). Veamos un ejemplo, el párrafo que sigue ha sido redactado por una organización feminista:
“Periódicamente el estado de la natalidad aparece en los medios de comunicación tratado como un grave problema. Suscita un fácil, aunque sorprendente consenso entre sectores de lo más variopinto como son banqueros, políticos, sindicalistas, y tertulianos. Se habla de ello en términos pesimistas, alarmistas, preocupados por un país que se reproduce poco, y coinciden en señalar la necesidad de aumentar la tasa de fertilidad, es decir en la necesidad de que las mujeres tengamos más hijas e hijos.”. El problema es inapelable y obvio, si un país disminuye el número de nacimientos de manera constante. Al cabo de 30 años estará lleno de viejitos gagá (yo seré uno de ellos en menos tiempo) que demandarán bienes y servicios y no habrá nadie en la parte inferior de la pirámide poblacional para producirlos, ello supondría enormes cambios, migraciones masivas y probablemente violencia. Ese es un asunto que nos atañe a todos, sin embargo, como puede advertirse el grupo redactor del documento lo considera una agresión directa a las mujeres ya que aparentemente nomás ellas tienen hijos. Es obvio también que cualquier mujer (u hombre) tienen el derecho de tener los hijos que les dé la gana, nomás eso faltaba. Sin embargo, es también claro que el Estado debería velar atentamente por los cambios demográficos de un país ya que en ello le va el futuro y si genera una política para estimular mayores tasas de reproducción, esta deberá ser atendida por las personas a las que les dé la gana seguirla como ya ha ocurrido en varios países.
Ese problema (sentirlo todo como una actitud de agresión y hostigamiento) es una hueva, y así nomás no se puede. Parecería que la salida evidente es velar armas y andar buscando al enemigo así de bulto. Desgraciadamente “el enemigo” no puede ser un género, sino los imbéciles que creen que las mujeres son inferiores o los idiotas que están en contra de las medidas anticonceptivas, o los estúpidos que las maltratan. Habría que teledirigir los mensajes contra ellos y no contra todos, porque yo francamente me empiezo a sentir el nazi de la película y francamente sin deberla ni temerla.
A las que si me refiero son a las viejas chotas que consideran el concepto “hombre” equivalente al concepto “nazi” que tenían los gringos de las películas, es decir personas malditas con baba en la comisura con puras ganas de andar chingando. Lo anterior (que es por supuesto una imbecilidad) se manifiesta de varias formas conspicuas. Una de ellas –lo he dicho ya- son las ganas enormes de modificar el lenguaje para que no tenga un sesgo machista. El asunto es ocioso y una pérdida de tiempo pero eso lo he dicho antes y no pienso reiterarlo, querido lector (si fuera consecuente con los reclamos debería escribir “y querida lectora”, lo que supone usar 15 letras y 17 espacios para no decir nada más que soy un hombre moderno). Veamos un ejemplo, el párrafo que sigue ha sido redactado por una organización feminista:
“Periódicamente el estado de la natalidad aparece en los medios de comunicación tratado como un grave problema. Suscita un fácil, aunque sorprendente consenso entre sectores de lo más variopinto como son banqueros, políticos, sindicalistas, y tertulianos. Se habla de ello en términos pesimistas, alarmistas, preocupados por un país que se reproduce poco, y coinciden en señalar la necesidad de aumentar la tasa de fertilidad, es decir en la necesidad de que las mujeres tengamos más hijas e hijos.”. El problema es inapelable y obvio, si un país disminuye el número de nacimientos de manera constante. Al cabo de 30 años estará lleno de viejitos gagá (yo seré uno de ellos en menos tiempo) que demandarán bienes y servicios y no habrá nadie en la parte inferior de la pirámide poblacional para producirlos, ello supondría enormes cambios, migraciones masivas y probablemente violencia. Ese es un asunto que nos atañe a todos, sin embargo, como puede advertirse el grupo redactor del documento lo considera una agresión directa a las mujeres ya que aparentemente nomás ellas tienen hijos. Es obvio también que cualquier mujer (u hombre) tienen el derecho de tener los hijos que les dé la gana, nomás eso faltaba. Sin embargo, es también claro que el Estado debería velar atentamente por los cambios demográficos de un país ya que en ello le va el futuro y si genera una política para estimular mayores tasas de reproducción, esta deberá ser atendida por las personas a las que les dé la gana seguirla como ya ha ocurrido en varios países.
Ese problema (sentirlo todo como una actitud de agresión y hostigamiento) es una hueva, y así nomás no se puede. Parecería que la salida evidente es velar armas y andar buscando al enemigo así de bulto. Desgraciadamente “el enemigo” no puede ser un género, sino los imbéciles que creen que las mujeres son inferiores o los idiotas que están en contra de las medidas anticonceptivas, o los estúpidos que las maltratan. Habría que teledirigir los mensajes contra ellos y no contra todos, porque yo francamente me empiezo a sentir el nazi de la película y francamente sin deberla ni temerla.
viernes, 15 de enero de 2010
Estatuas (El Financiero 2004)
Sospecho que cuando era niño padecí una forma atenuada de imbecilidad que me hacía proclive a varias rutinas lúdicas entre las que destacaba la de reunirme con mis amigos para jugar a ser fusilados con una pelota de esponja (no éramos muy creativos). Otro juego de mi infancia que hoy me avergüenza suponía bailar tomados de la mano como una turba de estúpidos mientras cantábamos “Las estatuas de marfil, uno, dos y tres así, el que se mueva baila twist”. El asunto era literal, si alguien movía los parados después del cantito era obligado a bailar el pavoroso ritmo twistero para divertimento de la concurrencia.
La gente que destaca a lo largo de su vida recibe diversos homenajes que pueden variar de calibre y dimensiones. Los más modestos consisten en que un viejito se retire y sus compañeros de trabajo le organicen una merienda en la que se le regala un reconocimiento firmado en medio de los aplausos de más viejitos y de la familia entera del galardonado. Gente más notable cede su nombre para las calles de la ciudad. De esta manera podemos enterarnos que hubo un señor Miguel Laurent, otro Ángel Urraza y uno más Enrique Rébsamen, sin que sea claro en qué carajo consistieron sus talentos. Sin embargo el mayor homenaje posible es que a uno le manden hacer una estatua de bronce ya que para ello se requieren dos factores, el primero consiste en haber realizado algún servicio patrio (con la honrosa excepción de los presidentes que se mandan a hacer sus propias estatuas como López Portillo que era el hombre mejor pagado de sí mismo que he conocido) y el segundo que haya alguien interesado en rendir tal homenaje. Ese es el momento en que se junta un grupo de gente que pueden ser los caballeros de Colón, la orden de la legión de honor o algún gremio equivalente y lanzan la propuesta ante las autoridades correspondientes. En ese momento se manda traer a un escultor que puede ser bueno o malo de acuerdo al presupuesto y se le encarga la obra.
No tengo ni la más pálida idea de cómo se hace una escultura asunto que dicho sea de paso, me vale madre, pero si una amplia experiencia contemplando todas aquellas que nos ha legado el pasado y mi impresión sobre el asunto es bastante negativa.
En primer lugar se encuentra el problema del parecido; si el homenajeado no es un hombre con algún sello distintivo como el pelo de rodete de Hidalgo o con paliacate como el cura Morelos, el asunto ya valió madre porque no habrá manera de reconocer al prócer. La única manera es acercarse y leer un letrerito que dice “Juan Nepomuceno Almonte por sus servicios a la Patria”. Una segunda perversidad se relaciona con las iniciativas del escultor que a veces acompaña a nuestro héroe con señores y señoras que seguramente no tuvo el gusto de conocer como querubines, ángeles o personas gimiendo. Estoy seguro que si el señor de la estatua abrirá los ojos se llevaría un sustazo de la misma madre ante tal escolta fantástica.
Existe, también, un problema de proporciones, si usted, querido lector, se toma la molestia de transitar por la avenida Insurgentes a la altura del parque hundido se encontrará a un señor a caballo que no sé si es Guerrero, Aldama o alguien equivalente. El prócer en cuestión va uniformado y con un sable que debe pesar más que mis malos pensamientos. El detalle es que el corcel que monta, mide lo mismo que mi perro Isidro por lo que el efecto final es el de un señor adulto montado en un caballito de miriñaque, posición que por supuesto le resta grandeza a la obra y hace suponer que al escultor se le acabó el bronce.
Sin duda el reino que más agradece la construcción de estatuas es el animal, concretamente las palomas ya que en las esculturas colosales se encuentra un lugar magnífico para anidar, cagarse en la vía publica y percharse para cumplir fines copulatorios. No sé si eso sea honorable pero es el destino justo para una idea tan mala como la de inmortalizar a nuestros ancestros de esa manera,
La gente que destaca a lo largo de su vida recibe diversos homenajes que pueden variar de calibre y dimensiones. Los más modestos consisten en que un viejito se retire y sus compañeros de trabajo le organicen una merienda en la que se le regala un reconocimiento firmado en medio de los aplausos de más viejitos y de la familia entera del galardonado. Gente más notable cede su nombre para las calles de la ciudad. De esta manera podemos enterarnos que hubo un señor Miguel Laurent, otro Ángel Urraza y uno más Enrique Rébsamen, sin que sea claro en qué carajo consistieron sus talentos. Sin embargo el mayor homenaje posible es que a uno le manden hacer una estatua de bronce ya que para ello se requieren dos factores, el primero consiste en haber realizado algún servicio patrio (con la honrosa excepción de los presidentes que se mandan a hacer sus propias estatuas como López Portillo que era el hombre mejor pagado de sí mismo que he conocido) y el segundo que haya alguien interesado en rendir tal homenaje. Ese es el momento en que se junta un grupo de gente que pueden ser los caballeros de Colón, la orden de la legión de honor o algún gremio equivalente y lanzan la propuesta ante las autoridades correspondientes. En ese momento se manda traer a un escultor que puede ser bueno o malo de acuerdo al presupuesto y se le encarga la obra.
No tengo ni la más pálida idea de cómo se hace una escultura asunto que dicho sea de paso, me vale madre, pero si una amplia experiencia contemplando todas aquellas que nos ha legado el pasado y mi impresión sobre el asunto es bastante negativa.
En primer lugar se encuentra el problema del parecido; si el homenajeado no es un hombre con algún sello distintivo como el pelo de rodete de Hidalgo o con paliacate como el cura Morelos, el asunto ya valió madre porque no habrá manera de reconocer al prócer. La única manera es acercarse y leer un letrerito que dice “Juan Nepomuceno Almonte por sus servicios a la Patria”. Una segunda perversidad se relaciona con las iniciativas del escultor que a veces acompaña a nuestro héroe con señores y señoras que seguramente no tuvo el gusto de conocer como querubines, ángeles o personas gimiendo. Estoy seguro que si el señor de la estatua abrirá los ojos se llevaría un sustazo de la misma madre ante tal escolta fantástica.
Existe, también, un problema de proporciones, si usted, querido lector, se toma la molestia de transitar por la avenida Insurgentes a la altura del parque hundido se encontrará a un señor a caballo que no sé si es Guerrero, Aldama o alguien equivalente. El prócer en cuestión va uniformado y con un sable que debe pesar más que mis malos pensamientos. El detalle es que el corcel que monta, mide lo mismo que mi perro Isidro por lo que el efecto final es el de un señor adulto montado en un caballito de miriñaque, posición que por supuesto le resta grandeza a la obra y hace suponer que al escultor se le acabó el bronce.
Sin duda el reino que más agradece la construcción de estatuas es el animal, concretamente las palomas ya que en las esculturas colosales se encuentra un lugar magnífico para anidar, cagarse en la vía publica y percharse para cumplir fines copulatorios. No sé si eso sea honorable pero es el destino justo para una idea tan mala como la de inmortalizar a nuestros ancestros de esa manera,
jueves, 14 de enero de 2010
El soldado (relato autobiográfico)
Todo empezó con el viaje a Cuba. “No es tan caro”, decíamos, “cosa de tomarse una semana”. Nuestros amigos libertarios hablaban de “acercarse a la Revolución, conocer la realidad cubana”, etc. Hasta allí todo bien, sin embargo había un pero... mi cartilla.
A los dieciocho terminé la preparatoria y mi amigo Paco Rodríguez, que se iba a Europa, me invitó a viajar con él. Como no tenía cartilla, hice lo que todo joven de mi edad y posibilidades hacía: la obtuve chueca. El trámite fue truculento y se hizo por medio de un amigo de Paulina Lara apodado “el Pulga”.
–No te preocupes –decía el día anterior a la salida, cuando el único documento oficial que tenía era mi certificado de primaria.
Por uno de esos milagros que siembran dudas espirituales, todo se arregló y pude irme. Pero allí no paró la cosa, ya que la cartilla hay que resellarla (visar dicen los militares) cada diez años. Por supuesto, dado el procedimiento irregular que había seguido, decidí qué solo un arrebato de idiotez temprana me llevaría a cumplir el trámite. Hice algunos viajes y, en el último, al pasar por migración me pidieron el resello.
–No sale joven –dijo el funcionario de bigotito.
Cabe aclarar que iba yo cuidando siete niños de diez años con rumbo a Oregon y que quince minutos antes me había despedido de sus padres diciéndoles que todo iba a salir bien.
Me hinqué en el cajón del inspector, lloré y lo jalé de los pantalones. Finalmente se compadeció y me dejó pasar, pero advirtió:
–Reselle su cartilla.
Ahora, con la perspectiva cubana, las palabras del de bigotito retumbaban en mis oídos. Como yo había decidido no pasar nunca por un trago tan amargo otra vez, hice de tripas corazón y fui a la Defensa Nacional en un acto evidente de idiotez temprana. Recuerdo que al ver mi cartilla el militar encargado levantó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro, “Listo”, pensé, “ya valió madre”. Pedí permiso para hablar por teléfono, le avisé a mi esposa y cuando regresé fui escoltado por dos soldados hasta un galerón donde el Sargento X me dijo que la cartilla era falsa, que ya ni chingaba, que eso era muy grave, etc. Acepté inmediatamente mi culpa, lo que tuvo un efecto positivo: “Lo felicito por su valor civil, no lo vuelva a repetir”, dijo mientras rompía la hojita de la liberación. “Vaya en febrero a reclutamiento y no se preocupe, a su edad ya no marcha”, añadió.
Cuando les conté a mis amigos la noticia, pasaron del desternillamiento a las palmaditas en el lomo, lo que francamente me dejó muy preocupado.
Luego entendí por qué.
En febrero me presenté en la alberca olímpica a recibir el estoconazo; tenía que estar el primer sábado de marzo en el Campo Militar número uno a las siete de la mañana con pantalón azul, zapato negro y camiseta blanca. La víspera no pude dormir pensando que formaba parte del 28 regimiento blindado.
Ahí estaba yo, con mis treinta años a cuestas, en medio de dos mil reclutas, cantando el himno nacional a las 7:15 de la mañana con un frío de pastorela, maldiciendo con toda mi alma el viaje a Cuba. Regresamos al regimiento y nos repartieron boinas verdes con una falta de tino envidiable. A nadie le quedaban, algunos se la encasquetaban hasta las sienes, parecían panaderos; otros eran tan cabezones que no lograban ajustar las cachuchas más allá de la coronilla, ésos recordaban a las colegialas de escuela de monjas.
Nos dividieron por escuadrones, los vejetes a la reserva. Aquí –dije para mis adentros– nos van a decir que podemos irnos y que regresemos en diciembre. Nada más equivocado. Liberaron a los anticipados que se fueron muertos de risa.
El resto del día fue una modesta prefiguración del infierno. Nos formaron para ins¬trucción, la cual se componía de tres modalidades, todas ellas con el sol a plomo:
a) El sargento explicaba qué es el honor, la lealtad o el patriotismo, conceptos que se fusilaba de un manual y que nos hacía repetir durante quince minutos:
–A ver tú, gordo, qué es el patriotismo.
–Entregarlo todo por nuestra patria –contestaba uno.
El sargento se daba por satisfecho y buscaba otro sustentante, le repetía la pregunta, se repetía la respuesta, etcétera.
b) Otro sargento nos formaba y nos instruía acerca del paso redoblado, el flanco derecho o la media vuelta. Como el campo era de tierra, al marchar levantábamos un terregal que nos dejaba escupiendo adobe.
c) La más diabólica de las tres opciones era la última, que con¬sistía en hacernos trotar a paso veloz durante media hora cantando canciones como hacen los gringos. Todo aquel que conozca el metabolismo humano sabe que correr y cantar son eventos incompatibles que al forzarse a convivir logran el prodigio de que se escupa la pleura a los tres kilómetros.
A las 10:30 y hasta las 11 se servían las tortas de queso de puerco sin rasurar, era el único momento en que nos podíamos sentar. A dos que se estaban aventando los llamaron al frente y los hicieron cachetearse, después del soplamocos, tenían que repetir: “Ja ja, no me dolió”.
Me deprimí.
Cuando llegué a mi casa tenía el aspecto de alguien que ha caminado desde Laredo sin parar.
Cada semana era terrible. A la altura del miércoles comenzaba la depresión, el viernes me ponía de un humor de los demonios y el sábado después de la milicia, que terminaba a la una, me iba a dormir y no despertaba hasta las 10 de la noche.
Dos factores contribuyeron a empeorar notablemente las cosas. Primero, el gobierno anunció a mediados de año que la cartilla no era ya necesaria para salir del país. El segundo factor fue de orden logístico, en junio nos repartieron unos mosquetes de 5 Kg. con los que había que marchar por los terregales. Cuando disparamos quedé sordo.
Había soldados razonablemente amigables, sin embargo otros eran estilo West Point, es decir, llevados de la mala vida, le hablaban a uno de cerca escupiendo en la cara o en la nuca y tenían una especial proclividad por las lagartijas, con la desventaja de que éramos los reclutas los encargados de ejecutarlas porque pasaba la mosca.
Aquello duró un año, al final nos llevaron al Campo Marte y a uno por uno nos repartieron las cartillas liberadas. Nunca he vuelto a ser tan feliz.
El 27 de diciembre salí para La Habana, en el avión iba yo recordando la canción del regimiento: “Mi mamá me lo decía, hijo no te hagas soldado, porque marchan noche y día”. Por supuesto, tenía razón.
A los dieciocho terminé la preparatoria y mi amigo Paco Rodríguez, que se iba a Europa, me invitó a viajar con él. Como no tenía cartilla, hice lo que todo joven de mi edad y posibilidades hacía: la obtuve chueca. El trámite fue truculento y se hizo por medio de un amigo de Paulina Lara apodado “el Pulga”.
–No te preocupes –decía el día anterior a la salida, cuando el único documento oficial que tenía era mi certificado de primaria.
Por uno de esos milagros que siembran dudas espirituales, todo se arregló y pude irme. Pero allí no paró la cosa, ya que la cartilla hay que resellarla (visar dicen los militares) cada diez años. Por supuesto, dado el procedimiento irregular que había seguido, decidí qué solo un arrebato de idiotez temprana me llevaría a cumplir el trámite. Hice algunos viajes y, en el último, al pasar por migración me pidieron el resello.
–No sale joven –dijo el funcionario de bigotito.
Cabe aclarar que iba yo cuidando siete niños de diez años con rumbo a Oregon y que quince minutos antes me había despedido de sus padres diciéndoles que todo iba a salir bien.
Me hinqué en el cajón del inspector, lloré y lo jalé de los pantalones. Finalmente se compadeció y me dejó pasar, pero advirtió:
–Reselle su cartilla.
Ahora, con la perspectiva cubana, las palabras del de bigotito retumbaban en mis oídos. Como yo había decidido no pasar nunca por un trago tan amargo otra vez, hice de tripas corazón y fui a la Defensa Nacional en un acto evidente de idiotez temprana. Recuerdo que al ver mi cartilla el militar encargado levantó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro, “Listo”, pensé, “ya valió madre”. Pedí permiso para hablar por teléfono, le avisé a mi esposa y cuando regresé fui escoltado por dos soldados hasta un galerón donde el Sargento X me dijo que la cartilla era falsa, que ya ni chingaba, que eso era muy grave, etc. Acepté inmediatamente mi culpa, lo que tuvo un efecto positivo: “Lo felicito por su valor civil, no lo vuelva a repetir”, dijo mientras rompía la hojita de la liberación. “Vaya en febrero a reclutamiento y no se preocupe, a su edad ya no marcha”, añadió.
Cuando les conté a mis amigos la noticia, pasaron del desternillamiento a las palmaditas en el lomo, lo que francamente me dejó muy preocupado.
Luego entendí por qué.
En febrero me presenté en la alberca olímpica a recibir el estoconazo; tenía que estar el primer sábado de marzo en el Campo Militar número uno a las siete de la mañana con pantalón azul, zapato negro y camiseta blanca. La víspera no pude dormir pensando que formaba parte del 28 regimiento blindado.
Ahí estaba yo, con mis treinta años a cuestas, en medio de dos mil reclutas, cantando el himno nacional a las 7:15 de la mañana con un frío de pastorela, maldiciendo con toda mi alma el viaje a Cuba. Regresamos al regimiento y nos repartieron boinas verdes con una falta de tino envidiable. A nadie le quedaban, algunos se la encasquetaban hasta las sienes, parecían panaderos; otros eran tan cabezones que no lograban ajustar las cachuchas más allá de la coronilla, ésos recordaban a las colegialas de escuela de monjas.
Nos dividieron por escuadrones, los vejetes a la reserva. Aquí –dije para mis adentros– nos van a decir que podemos irnos y que regresemos en diciembre. Nada más equivocado. Liberaron a los anticipados que se fueron muertos de risa.
El resto del día fue una modesta prefiguración del infierno. Nos formaron para ins¬trucción, la cual se componía de tres modalidades, todas ellas con el sol a plomo:
a) El sargento explicaba qué es el honor, la lealtad o el patriotismo, conceptos que se fusilaba de un manual y que nos hacía repetir durante quince minutos:
–A ver tú, gordo, qué es el patriotismo.
–Entregarlo todo por nuestra patria –contestaba uno.
El sargento se daba por satisfecho y buscaba otro sustentante, le repetía la pregunta, se repetía la respuesta, etcétera.
b) Otro sargento nos formaba y nos instruía acerca del paso redoblado, el flanco derecho o la media vuelta. Como el campo era de tierra, al marchar levantábamos un terregal que nos dejaba escupiendo adobe.
c) La más diabólica de las tres opciones era la última, que con¬sistía en hacernos trotar a paso veloz durante media hora cantando canciones como hacen los gringos. Todo aquel que conozca el metabolismo humano sabe que correr y cantar son eventos incompatibles que al forzarse a convivir logran el prodigio de que se escupa la pleura a los tres kilómetros.
A las 10:30 y hasta las 11 se servían las tortas de queso de puerco sin rasurar, era el único momento en que nos podíamos sentar. A dos que se estaban aventando los llamaron al frente y los hicieron cachetearse, después del soplamocos, tenían que repetir: “Ja ja, no me dolió”.
Me deprimí.
Cuando llegué a mi casa tenía el aspecto de alguien que ha caminado desde Laredo sin parar.
Cada semana era terrible. A la altura del miércoles comenzaba la depresión, el viernes me ponía de un humor de los demonios y el sábado después de la milicia, que terminaba a la una, me iba a dormir y no despertaba hasta las 10 de la noche.
Dos factores contribuyeron a empeorar notablemente las cosas. Primero, el gobierno anunció a mediados de año que la cartilla no era ya necesaria para salir del país. El segundo factor fue de orden logístico, en junio nos repartieron unos mosquetes de 5 Kg. con los que había que marchar por los terregales. Cuando disparamos quedé sordo.
Había soldados razonablemente amigables, sin embargo otros eran estilo West Point, es decir, llevados de la mala vida, le hablaban a uno de cerca escupiendo en la cara o en la nuca y tenían una especial proclividad por las lagartijas, con la desventaja de que éramos los reclutas los encargados de ejecutarlas porque pasaba la mosca.
Aquello duró un año, al final nos llevaron al Campo Marte y a uno por uno nos repartieron las cartillas liberadas. Nunca he vuelto a ser tan feliz.
El 27 de diciembre salí para La Habana, en el avión iba yo recordando la canción del regimiento: “Mi mamá me lo decía, hijo no te hagas soldado, porque marchan noche y día”. Por supuesto, tenía razón.
lunes, 11 de enero de 2010
El primer día (El Financiero 2008)
En estas páginas de manera consuetudinaria he externado mis quejas por el trato posmoderno que recibimos los fumadores a manos de la gente moderna y sana que se dedica a la también saludable tarea de estar chingando con que vamos a agarrar un enfisema o con que los infantes son fumadores pasivos que no merecen tal destino. Esta ofensiva ha tenido la tenacidad del cangrejo; primero redujeron los lugares para poder fumar, los aviones, algunos hoteles y muchos restaurantes se volvieron territorios “libres de humo”. El segundo elemento de la blitzkrieg nicotínica es social y se fundamenta en la cara de asco que los que no fuman han aprendido a hacer cada que uno saca un cigarro, por lo que en consecuencia se tiene que fumar mirando al techo y con el alma en vilo para no andar dando molestias.
El día de hoy los fumadores hemos capitulado, lo mismo que Napoleón en Waterloo. No tenemos más remedio que admitir que las armas puritanas se han cubierto de gloria y simplemente nos han pasado por encima como los españoles a los aztecas por lo que me declaro listo para que me quemen los pies con leña de ocote. La reciente aprobación de los diputados locales para impedir que se fume en lugares cerrados ha entrado en vigor y será menester prever efectos que los legisladores (inútiles e impreparados) no tomaron en cuenta. El primero y más obvio es el chiquero que se ha formado afuera de los bares donde la gente sale a fumar ya que, dado que los mexicanos no somos precisamente un monumento a la pulcritud, muy pronto la banqueta se ha convertido en un asco vergonzoso. Un segundo efecto lo documenta el semanario inglés The Economist que analizando una ley similar en ciento veinte condados gringos encontró que la tasa de accidentes mortales se elevó en un 13% debido a que los fumadores compulsivos, que además son borrachos viajaban a condados donde la prohibición no existe y se mataban de regreso. Sin embargo el efecto más dramático desde mi punto de vista tiene que ver con nuestros usos y costumbres; no me puedo imaginar un bar con cuatro amigos jugando dominó y tomando cubas en un ambiente aséptico. Lo mismo pasa cuando recuerdo a una amiga que como arma de seducción tomaba la mano de quien le prendía el cigarro y lo miraba a los ojos. El efecto era simplemente demoledor.
El viernes fue mi primer día de veto, fui invitado por queridos amigos a un lugar en el centro de Coyoacán en el que ya había entrado en vigor la restricción. Nos sentamos con la misma cara que pondría el Güero Palma si lo privaran del producto con el que comercia y pedimos una botella de mezcal. Cuando íbamos por la mitad los estragos ya eran evidentes, un amigo muy querido empezó a masticar cacahuates e ingirió aproximadamente tres mil kilocalorías mientras le sudaban las manos, otro lo que masticó fue una veladora y un servidor en posición zan envió mentadas de madre a los autores de la idea. Cuando llegamos a la media botella todo mundo le mentaba la madre al gobierno local y a los del mundo unido; “son chingaderas” era el comentario recurrente. Ya para el final y hermanados por la causa, cantamos la canción huasteca, decidimos que deberíamos emigrar a un país premoderno, aunque en este caso no fue sencillo dirimir cuál, pagamos la cuenta y salimos a la “terraza del lugar” con el sano fin no de fumarnos los cigarros sino los dedos.
Decidimos en masa que aquello no era vida, que el multicitado lugar se privaría de nuestra futura presencia y que todo aquelarre que se nos diera la gana organizar se planearía en la casa de alguno de nosotros para evitar esos sofocones. También nos dimos cuenta que somos el equivalente moderno del último mohicano ya que no tardan en mandar poner detectores de humo en las casas para evitar que uno atente contra la salud colectiva. Para variar me quedé pensando en el mal tino que tengo para ser el hombre equivocado en el tiempo más incorrecto (debería decir “correcto”) posible. Cosas de la mala suerte.
El día de hoy los fumadores hemos capitulado, lo mismo que Napoleón en Waterloo. No tenemos más remedio que admitir que las armas puritanas se han cubierto de gloria y simplemente nos han pasado por encima como los españoles a los aztecas por lo que me declaro listo para que me quemen los pies con leña de ocote. La reciente aprobación de los diputados locales para impedir que se fume en lugares cerrados ha entrado en vigor y será menester prever efectos que los legisladores (inútiles e impreparados) no tomaron en cuenta. El primero y más obvio es el chiquero que se ha formado afuera de los bares donde la gente sale a fumar ya que, dado que los mexicanos no somos precisamente un monumento a la pulcritud, muy pronto la banqueta se ha convertido en un asco vergonzoso. Un segundo efecto lo documenta el semanario inglés The Economist que analizando una ley similar en ciento veinte condados gringos encontró que la tasa de accidentes mortales se elevó en un 13% debido a que los fumadores compulsivos, que además son borrachos viajaban a condados donde la prohibición no existe y se mataban de regreso. Sin embargo el efecto más dramático desde mi punto de vista tiene que ver con nuestros usos y costumbres; no me puedo imaginar un bar con cuatro amigos jugando dominó y tomando cubas en un ambiente aséptico. Lo mismo pasa cuando recuerdo a una amiga que como arma de seducción tomaba la mano de quien le prendía el cigarro y lo miraba a los ojos. El efecto era simplemente demoledor.
El viernes fue mi primer día de veto, fui invitado por queridos amigos a un lugar en el centro de Coyoacán en el que ya había entrado en vigor la restricción. Nos sentamos con la misma cara que pondría el Güero Palma si lo privaran del producto con el que comercia y pedimos una botella de mezcal. Cuando íbamos por la mitad los estragos ya eran evidentes, un amigo muy querido empezó a masticar cacahuates e ingirió aproximadamente tres mil kilocalorías mientras le sudaban las manos, otro lo que masticó fue una veladora y un servidor en posición zan envió mentadas de madre a los autores de la idea. Cuando llegamos a la media botella todo mundo le mentaba la madre al gobierno local y a los del mundo unido; “son chingaderas” era el comentario recurrente. Ya para el final y hermanados por la causa, cantamos la canción huasteca, decidimos que deberíamos emigrar a un país premoderno, aunque en este caso no fue sencillo dirimir cuál, pagamos la cuenta y salimos a la “terraza del lugar” con el sano fin no de fumarnos los cigarros sino los dedos.
Decidimos en masa que aquello no era vida, que el multicitado lugar se privaría de nuestra futura presencia y que todo aquelarre que se nos diera la gana organizar se planearía en la casa de alguno de nosotros para evitar esos sofocones. También nos dimos cuenta que somos el equivalente moderno del último mohicano ya que no tardan en mandar poner detectores de humo en las casas para evitar que uno atente contra la salud colectiva. Para variar me quedé pensando en el mal tino que tengo para ser el hombre equivocado en el tiempo más incorrecto (debería decir “correcto”) posible. Cosas de la mala suerte.
sábado, 9 de enero de 2010
Maldiciones hidráulicas Milenio (2007)
Leí con mucho azoro que un grupo de jovenazos con una capacidad cerebral equivalente a la de la podadora de pasto que hay en mi casa, se apersonaron en una inauguración de Marcelo Ebrard, le arrebataron el micrófono (imaginar jóvenes arrebatando micrófonos) y protestaron por la visita del señor Gore a nuestras tierras bajo el sorprendente argumento de que “el cambio climático es una falacia”.
Muy bien, no pienso discutir con esta nube de idiotas lo que es evidente día a día. Hoy que prendí la televisión me encontré a una viejita arrastrada en una especie de colchoneta inflable surcando las aguas del Támesis, nomás que en la ciudad de Oxford. Acto seguido me enteré que en China Nuevo León (un nombre misterioso) el agua se les metió a traición en las viviendas y dejó salas y comedores oliendo a albañal. Luego fui el mudo testigo de que en La Paz Bolivia cayó una nevada inédita. En este caso, las imágenes nos mostraban a un señor con alma de niño, es decir un mamonazo, que hacía piruetas con un copo de nieve en la cabeza y a una niña que descerebraba a su probable padre de un bolazo en el parietal. La última nota era de unos señores turcos que estaban tomando helado mientras el locutor anunciaba que las temperaturas oscilaban (¿por qué dicen “oscilaban”?) en los 41 grados.
Sin embargo, estas escenas no se comparan en lo más mínimo con las que uno vive en carne propia en esta noble y leal ciudad de México cada que cae el agua como ha caído en fechas recientes. Mi casa por ejemplo, es un espacio en el que los conceptos H2O y electricidad son profundamente excluyentes. Nomás veo la primera gota y me apresuro a salvar la información de la computadora, sacar las velas y ponerme unas botas ridículas pero eficaces. Acto seguido se va la luz por medio minuto, regresa para luego abandonarme de manera definitiva las siguientes dos horas. En ese momento me trato de imaginar esperanzado a un señor de luz y fuerza luchando contra la furia de los elementos mientras intenta reconectar el cable de mi casa y luego me quedo dormido.
Los capitalinos enfrentamos las lluvias con la misma resignación que lo señores que viven en Kansas los tornados que se llevan sus casas con rumbo a la chingada. Cuando empieza la temporada salen como hormigas unos señores con iniciativa comercial que venden paraguas de a diez pesos y que tiene la particularidad de desfondarse al primer embate. Otros siguen una técnica sorprendente ya que empiezan a correr por lo que supongo que ellos suponen que así se mojarán menos. Otra extravagancia hidráulica es la de poner la palma de la mano extendida hacia el cielo para determinar si está lloviendo lo que muestra que en materia de iniciativa nuestra raza mexica es incomparable.
En el Distrito Federal las aguas acarrean desgracias múltiples, dentro de las más señaladas está la caída de unos eucaliptos así de grandes que normalmente hacen mierda un auto vacío o el tinaco de la casa del vecino en el mejor de los casos. También se puede apreciar el prodigio de una coladera que se convierte –paradoja de paradojas- en fuente que lanza al aire un chorro de agua aderezado con lo que los clásicos llaman “coliformes fecales” que no son otra cosa que caca Finalmente las imágenes televisivas nos presentan ad nauseaum a gente menesterosa que lo ha perdido todo y que se queja de que las autoridades no los apoyan, mientras sacan unos colchones mojados que deben pesar lo mismo que un tsuru sedán.
En fin, aparentemente vivimos en la paradoja milenaria de una ciudad que se inunda porque pasó la mosca mientras en Iztapalapa reciben agua por medio del tandeo cada que Dios quiere, yo, que soy ejemplarmente pendejo para estas cuestiones, no entiendo la razón por la cual a nadie se le ha ocurrido recolectar estos diluvios y utilizarlos de nuevo, pero ello se debe esencialmente a que mi capacidad analítica desfallece cuando no hay luz, evento que ocurrirá en exactamente medio minuto, así que salvaré esta colaboración mientras me despido de usted.
Muy bien, no pienso discutir con esta nube de idiotas lo que es evidente día a día. Hoy que prendí la televisión me encontré a una viejita arrastrada en una especie de colchoneta inflable surcando las aguas del Támesis, nomás que en la ciudad de Oxford. Acto seguido me enteré que en China Nuevo León (un nombre misterioso) el agua se les metió a traición en las viviendas y dejó salas y comedores oliendo a albañal. Luego fui el mudo testigo de que en La Paz Bolivia cayó una nevada inédita. En este caso, las imágenes nos mostraban a un señor con alma de niño, es decir un mamonazo, que hacía piruetas con un copo de nieve en la cabeza y a una niña que descerebraba a su probable padre de un bolazo en el parietal. La última nota era de unos señores turcos que estaban tomando helado mientras el locutor anunciaba que las temperaturas oscilaban (¿por qué dicen “oscilaban”?) en los 41 grados.
Sin embargo, estas escenas no se comparan en lo más mínimo con las que uno vive en carne propia en esta noble y leal ciudad de México cada que cae el agua como ha caído en fechas recientes. Mi casa por ejemplo, es un espacio en el que los conceptos H2O y electricidad son profundamente excluyentes. Nomás veo la primera gota y me apresuro a salvar la información de la computadora, sacar las velas y ponerme unas botas ridículas pero eficaces. Acto seguido se va la luz por medio minuto, regresa para luego abandonarme de manera definitiva las siguientes dos horas. En ese momento me trato de imaginar esperanzado a un señor de luz y fuerza luchando contra la furia de los elementos mientras intenta reconectar el cable de mi casa y luego me quedo dormido.
Los capitalinos enfrentamos las lluvias con la misma resignación que lo señores que viven en Kansas los tornados que se llevan sus casas con rumbo a la chingada. Cuando empieza la temporada salen como hormigas unos señores con iniciativa comercial que venden paraguas de a diez pesos y que tiene la particularidad de desfondarse al primer embate. Otros siguen una técnica sorprendente ya que empiezan a correr por lo que supongo que ellos suponen que así se mojarán menos. Otra extravagancia hidráulica es la de poner la palma de la mano extendida hacia el cielo para determinar si está lloviendo lo que muestra que en materia de iniciativa nuestra raza mexica es incomparable.
En el Distrito Federal las aguas acarrean desgracias múltiples, dentro de las más señaladas está la caída de unos eucaliptos así de grandes que normalmente hacen mierda un auto vacío o el tinaco de la casa del vecino en el mejor de los casos. También se puede apreciar el prodigio de una coladera que se convierte –paradoja de paradojas- en fuente que lanza al aire un chorro de agua aderezado con lo que los clásicos llaman “coliformes fecales” que no son otra cosa que caca Finalmente las imágenes televisivas nos presentan ad nauseaum a gente menesterosa que lo ha perdido todo y que se queja de que las autoridades no los apoyan, mientras sacan unos colchones mojados que deben pesar lo mismo que un tsuru sedán.
En fin, aparentemente vivimos en la paradoja milenaria de una ciudad que se inunda porque pasó la mosca mientras en Iztapalapa reciben agua por medio del tandeo cada que Dios quiere, yo, que soy ejemplarmente pendejo para estas cuestiones, no entiendo la razón por la cual a nadie se le ha ocurrido recolectar estos diluvios y utilizarlos de nuevo, pero ello se debe esencialmente a que mi capacidad analítica desfallece cuando no hay luz, evento que ocurrirá en exactamente medio minuto, así que salvaré esta colaboración mientras me despido de usted.
miércoles, 6 de enero de 2010
Dios mío (El Financiero 2004)
He dicho ya en muchas ocasiones que soy un televidente con cierto grado de adicción. Normalmente en la noche me despatarro en la cama y empieza la titánica labor de hallar algo interesante y digo titánica porque entre las variadas opciones se cuentan programas en que un grupo de imbéciles corretean a los famosos para exasperarlos, hay otro donde pasan películas de la India María y está también el canal del congreso, que es tan ameno como una charla con mi tía Eustaquia.
De hecho el otro día se me fue el sueño pues sintonicé un programa conducido por Jorge Ortiz de Pinedo en el que se simula una escuela y todos hablan como idiotas mientras se dan reglazos. Mi conclusión es que no tenemos remedio, cosa que confirmé cuando el señor De Pinedo declaró muy orgulloso que es una especie de pionero de la comedia mexicana y tiene muy altos puntos de rating.
Dentro del ramillete de opciones se cuenta big brother, esa madre diseñada por un hombre que considero imbécil y que por pura paradoja parece que es listísimo. Porque hay que ser listo para diseñar el programa y luego forrarse de millones a costa de la avidez voyeurista de la gente bruta. De hecho, me entero que el fenómeno es global y que la réplica de esta porquería pasa en varios países lo que nos muestra que la estupidez es un bien compartido sin distinción de nacionalidades ni credos.
El formato del programa es notable; se meten diez o doce personas en una casa a huevonear y de cuando en cuando pasar pruebas diseñadas por el doctor Mengele, consistentes en meterse en un coche o tirarse al agua en calzones. Entiendo que la primera prueba que tuvieron que pasar fue la de “acampar” mientras eran maltratados por un señor que es militar, supongo que se necesita ser idiota para aceptar una cosa así, pero el hecho es que todos se disfrazaron de soldados y aceptaron gustosos el reto.
La idea se complementa con hacer que personajes “famosos” (en su casa los conocen) sean los protagonistas. Entonces uno puede ver cosas tan interesantes como a un señor lavándose los dientes, otro que se asolea en una hamaca o a un grupo de viejas chotas discutiendo si las inyecciones en los labios son o no peligrosas.
El elenco es escogido supongo que siguiendo un criterio de interés público; siempre hay una o dos buenonas que enseñan el chicharrón, hay galanes de torso inapelable, dos o tres señores que se supone son cómicos y algún personaje misceláneo que nadie conoce y que invariablemente es el primero en salir.
Es cuestión de tiempo para que la cosa se ponga grotesca, las buenonas a los tres días ya parecen las mamás del muerto porque se dejaron de acicalar, los galanes se ponen de un humor de la tiznada y los pleitos arrecian por asuntos profundísimos, en los que los protagonistas nos muestran un montón de cosas, la más conspicua es que no acabaron la primaria.
Vienen las nominaciones y el grupo empieza ser reducido como en la canción de los perritos. La gente idiota habla para evitar que salga su favorito y los expulsados siempre salen con muy buena cara a recibir la derrota como si les diera un gusto enorme. En la ceremonia alusiva son recibidos por los seres queridos y lloran generando un espectáculo muy emotivo y por demás lamentable.
En la última versión se ha armado la polémica porque el señor Kahwagi, diputado federal y líder del partido verde en la cámara decidió entrar. A mí el asunto no me produce ninguna estupefacción y sí por el contrario me parece normal y congruente. Lo que me parecería extraordinario es que el diputado ofreciera una sola idea en el ámbito legislativo, es por ello que considero muy adecuada su decisión de entrar a la casa. Ello tiene la ventaja de que así evito escucharlo o verlo durante unas semanitas con la sola técnica de apagar la televisión y ello nunca dejaré de agradecerlo.
De hecho el otro día se me fue el sueño pues sintonicé un programa conducido por Jorge Ortiz de Pinedo en el que se simula una escuela y todos hablan como idiotas mientras se dan reglazos. Mi conclusión es que no tenemos remedio, cosa que confirmé cuando el señor De Pinedo declaró muy orgulloso que es una especie de pionero de la comedia mexicana y tiene muy altos puntos de rating.
Dentro del ramillete de opciones se cuenta big brother, esa madre diseñada por un hombre que considero imbécil y que por pura paradoja parece que es listísimo. Porque hay que ser listo para diseñar el programa y luego forrarse de millones a costa de la avidez voyeurista de la gente bruta. De hecho, me entero que el fenómeno es global y que la réplica de esta porquería pasa en varios países lo que nos muestra que la estupidez es un bien compartido sin distinción de nacionalidades ni credos.
El formato del programa es notable; se meten diez o doce personas en una casa a huevonear y de cuando en cuando pasar pruebas diseñadas por el doctor Mengele, consistentes en meterse en un coche o tirarse al agua en calzones. Entiendo que la primera prueba que tuvieron que pasar fue la de “acampar” mientras eran maltratados por un señor que es militar, supongo que se necesita ser idiota para aceptar una cosa así, pero el hecho es que todos se disfrazaron de soldados y aceptaron gustosos el reto.
La idea se complementa con hacer que personajes “famosos” (en su casa los conocen) sean los protagonistas. Entonces uno puede ver cosas tan interesantes como a un señor lavándose los dientes, otro que se asolea en una hamaca o a un grupo de viejas chotas discutiendo si las inyecciones en los labios son o no peligrosas.
El elenco es escogido supongo que siguiendo un criterio de interés público; siempre hay una o dos buenonas que enseñan el chicharrón, hay galanes de torso inapelable, dos o tres señores que se supone son cómicos y algún personaje misceláneo que nadie conoce y que invariablemente es el primero en salir.
Es cuestión de tiempo para que la cosa se ponga grotesca, las buenonas a los tres días ya parecen las mamás del muerto porque se dejaron de acicalar, los galanes se ponen de un humor de la tiznada y los pleitos arrecian por asuntos profundísimos, en los que los protagonistas nos muestran un montón de cosas, la más conspicua es que no acabaron la primaria.
Vienen las nominaciones y el grupo empieza ser reducido como en la canción de los perritos. La gente idiota habla para evitar que salga su favorito y los expulsados siempre salen con muy buena cara a recibir la derrota como si les diera un gusto enorme. En la ceremonia alusiva son recibidos por los seres queridos y lloran generando un espectáculo muy emotivo y por demás lamentable.
En la última versión se ha armado la polémica porque el señor Kahwagi, diputado federal y líder del partido verde en la cámara decidió entrar. A mí el asunto no me produce ninguna estupefacción y sí por el contrario me parece normal y congruente. Lo que me parecería extraordinario es que el diputado ofreciera una sola idea en el ámbito legislativo, es por ello que considero muy adecuada su decisión de entrar a la casa. Ello tiene la ventaja de que así evito escucharlo o verlo durante unas semanitas con la sola técnica de apagar la televisión y ello nunca dejaré de agradecerlo.
martes, 5 de enero de 2010
Poseídos por el ritmo (El Financiero 2004)
La mayor evidencia de que los mexicanos somos gente adicta al baile se manifiesta en las bodas. Normalmente sucede que la nube de gorrones llega a un salón enorme en el que se habilitan mesas para diez personas que, si tienen suerte, se conocen y en caso contrario, entablan conversaciones ligeramente idiotas por la necesidad de convivir a huevo por lo que se buscan temas genéricos, como las lluvias, el desempeño de la selección o lo guapa que se ve la novia.
Entran los meseros bailando por medio de un rito incomprensible y se sirve una comida que normalmente está fría (imagino al cocinero enfrente de una olla industrial mentando madres) y luego se procede a pedirle a los novios que inauguren la pista para bailar una canción que ellos eligieron previamente y que puede ser el gustado tema “Castillos de hielo” (una mamada) o peor aún “Bailar pegados” una canción en la que el protagonista practica la zoofilia con los delfines. Acto seguido se pide a los padres de los novios (unos viejitos) que se incorporen, si ha habido divorcios la cosa se complica porque ya no queda claro quién debe bailar con quién. El caso es que a los tres minutos, la orquesta se arranca con diversos temas agrupados rítmicamente.
Un primero universo musical está representado por algo que a mí me causa mucho estupor ya que se trata de pasos dobles, señaladamente de los legendarios “Churumbeles de España”, en ese momento y si alcanzó el presupuesto se le reparten a los invitados unos gorritos que yo solo le he visto a Tiro Loco Mc Graw en los que salen unas bolitas del ala del sombrero. La gente inmediatamente se separa y empieza a aplaudir como gitano mientras da taconazos que desgracian el parquet. Es notable ver las evoluciones de el pie veterano que evidentemente ha bailado estas melodías desde el precámbrico y navega por la pista como los delfines del atraco zoofílico.
Luego viene una sección de rock nacional que también resulta notable, porque notable es ver a un señor de edad sudando la gota gorda y manipulando a su pareja como se manipula una pirinola de Apatzingan al ritmo de los Teen tops mientras pone los ojos en blanco. Las parejas más hábiles tienden a expandir su espacio vital lo que provoca pisotones de diversos calibres. Los más osados ensayan evoluciones acrobáticas que pueden acabar de mala manera si la señora no es cachada con oportunidad.
Están los bailes en grupo, donde los miembros de la orquesta se embarcan en un modesto tutorial y logran el prodigio de que 100 imbéciles se contorsionen simultáneamente con el baile del perrito o una mega madre texana que se debe bailar acompasadamente. En ese momento me asaltan varias dudas: ¿la gente no se da cuenta que está haciendo el ridículo tumultuariamente? ¿yo no me doy cuenta que nomás se divierten y soy un amargado? No lo sé, el caso es que todo me parece siniestro.
No solo en las bodas nuestros compatriotas se arrancan poseídos por el demonio del baile. Los mexicanos consideran que en el preciso momento que suene el primer trompetazo del mariachi, es menester (en el caso masculino) pasar los brazos por detrás del cuerpo, agarrarse las manos y pegar de brincos mientra se grita jay-ja-jay. Las mujeres deben tomar su falda de los olanes y levantar las piernas en una especie de tarantella, nomás que sin traje típico.
La última manifestación de esta vena dancística que se me ocurre son los quince años, donde para vergüenza de la humanidad. se pone a quince pobres diablos (los chambelanes) a ensayar aires de vals en honor del señor Strauss, sin que seguramente éste jamás tuviera la menor idea de que con su cánticos y ritmos iba a condenar a la picota a generaciones de adolescentes mexicanos que muy tiesos deben luchar con el peso de la quinceañera y evitar sacarse los ojos por las nubes de hielo seco que infestan la atmósfera.
Como seguramente podrá concluir, querido lector, un servidor ya no baila ni los ojos y en esta posición me mantendré hasta que se me demuestre que los hijos del ritmo tienen razón y yo estoy equivocado. Asunto que considero altamente improbable.
Entran los meseros bailando por medio de un rito incomprensible y se sirve una comida que normalmente está fría (imagino al cocinero enfrente de una olla industrial mentando madres) y luego se procede a pedirle a los novios que inauguren la pista para bailar una canción que ellos eligieron previamente y que puede ser el gustado tema “Castillos de hielo” (una mamada) o peor aún “Bailar pegados” una canción en la que el protagonista practica la zoofilia con los delfines. Acto seguido se pide a los padres de los novios (unos viejitos) que se incorporen, si ha habido divorcios la cosa se complica porque ya no queda claro quién debe bailar con quién. El caso es que a los tres minutos, la orquesta se arranca con diversos temas agrupados rítmicamente.
Un primero universo musical está representado por algo que a mí me causa mucho estupor ya que se trata de pasos dobles, señaladamente de los legendarios “Churumbeles de España”, en ese momento y si alcanzó el presupuesto se le reparten a los invitados unos gorritos que yo solo le he visto a Tiro Loco Mc Graw en los que salen unas bolitas del ala del sombrero. La gente inmediatamente se separa y empieza a aplaudir como gitano mientras da taconazos que desgracian el parquet. Es notable ver las evoluciones de el pie veterano que evidentemente ha bailado estas melodías desde el precámbrico y navega por la pista como los delfines del atraco zoofílico.
Luego viene una sección de rock nacional que también resulta notable, porque notable es ver a un señor de edad sudando la gota gorda y manipulando a su pareja como se manipula una pirinola de Apatzingan al ritmo de los Teen tops mientras pone los ojos en blanco. Las parejas más hábiles tienden a expandir su espacio vital lo que provoca pisotones de diversos calibres. Los más osados ensayan evoluciones acrobáticas que pueden acabar de mala manera si la señora no es cachada con oportunidad.
Están los bailes en grupo, donde los miembros de la orquesta se embarcan en un modesto tutorial y logran el prodigio de que 100 imbéciles se contorsionen simultáneamente con el baile del perrito o una mega madre texana que se debe bailar acompasadamente. En ese momento me asaltan varias dudas: ¿la gente no se da cuenta que está haciendo el ridículo tumultuariamente? ¿yo no me doy cuenta que nomás se divierten y soy un amargado? No lo sé, el caso es que todo me parece siniestro.
No solo en las bodas nuestros compatriotas se arrancan poseídos por el demonio del baile. Los mexicanos consideran que en el preciso momento que suene el primer trompetazo del mariachi, es menester (en el caso masculino) pasar los brazos por detrás del cuerpo, agarrarse las manos y pegar de brincos mientra se grita jay-ja-jay. Las mujeres deben tomar su falda de los olanes y levantar las piernas en una especie de tarantella, nomás que sin traje típico.
La última manifestación de esta vena dancística que se me ocurre son los quince años, donde para vergüenza de la humanidad. se pone a quince pobres diablos (los chambelanes) a ensayar aires de vals en honor del señor Strauss, sin que seguramente éste jamás tuviera la menor idea de que con su cánticos y ritmos iba a condenar a la picota a generaciones de adolescentes mexicanos que muy tiesos deben luchar con el peso de la quinceañera y evitar sacarse los ojos por las nubes de hielo seco que infestan la atmósfera.
Como seguramente podrá concluir, querido lector, un servidor ya no baila ni los ojos y en esta posición me mantendré hasta que se me demuestre que los hijos del ritmo tienen razón y yo estoy equivocado. Asunto que considero altamente improbable.
viernes, 1 de enero de 2010
Apuntes curriculares (El Financiero 2001)
La búsqueda de chamba es un arte en sí mismo y tiene varias maneras de ser resuelta. La más mexicana y común es apoyarse en algún conocido que se haya colocado como Dios manda. Ése es el momento justo de recordar si uno de niño no cometió alguna iniquidad con el señor Subsecretario, le bajó a la novia o lo agarró a madrazos por alguna nimiedad. Si resulta tal cosa lo mejor es abstenerse, en caso contrario hay que organizarle al nuevo funcionario un desayuno de apoyo en el que, de preferencia, se deben mandar a hacer mantas que digan “¡Felicidades!” (y aquí el apodo del Subsecretario que puede ser Toñete o Pepetón), luego vendrán los discursos las anécdotas y ya para el final la repartidera de huesos.
Otra técnica muy propia de los tiempos modernos en confiar en los head hunters, cuya función en la vida es buscar luminarias laborales para ofrecerlas a las empresas como se ofrece la papaya maradol en la central de abastos. La más reciente evidencia de la calidad profesional de esos grupos de ejecutivos la encontramos en el gabinetazo que armó nuestro primer mandatario y en donde se aprecia que la aplicación de categorías científicas para nombrar burócratas puede ser tan certera como la puntería de Guillermo Tell en estado de ebriedad después de ocho botellas de vino suizo. Me imagino una gran sala de juntas en la que hay un grupo de muchachos impetuosos con el pelo engominado y sus palm en la mesa. Llega el entrevistado y le hacen preguntas del tipo siguiente: “usted se encuentra en una isla desierta y encuentra un baúl que contiene una caja de cerillos, una calendario de Gloria Trevi encuerada y un acelerador de partículas, ¿qué opción elegiría ? Acto seguido se le somete a situaciones extremas en las que hay que tomar decisiones: ¿usted canonizaría a Juan Diego? ¿exhumaría los restos de Fidel Velásquez? Las respuestas del sustentante dan pie para que se llenen unas plantillas en las que el veredicto final jamás se anuncia pero puede llegar en forma de una invitación de la corporación de tocinerías Don Fer para hacerse cargo de la presidencia ejecutiva.
Sin embargo, la más ortodoxa forma de conseguir chamba es y seguirá siendo pedir una cita con el responsable de los recursos humanos de cualquier oficina y acto seguido ponerse corbata y llegar con el currículum vitae bajo el brazo, ésta última estrategia siempre me ha parecido fascinante. Lo primero que se debe hacer es filtrar la información, así por ejemplo si uno era huevón y pasó la carrera de panzazo, se debe anotar “egresado de la universidad Fulanita de Tal, en cambio si se tienen menciones honoríficas, lo recomendable es ponerlas todas bajo la consigna de cuanto más mejor. Toda estadía en el extranjero es siempre muy bienvenida, así que si uno algún día de su vida visitó Italia y en el hotel en el que se hospedó había un curso de alfarería puede sin mayor problema escribir: “Diploma en Artes Plásticas por el Instituto Italliano di confezione e latiuca” y no habrá forma de que alguien averigüe la verdad.
Las fechas en la que uno desempeñó trabajos anteriores son siempre un escollo inevitable ya que si se aprecia que las estadías fueron de máximo diez meses, se encontrará uno ante la percepción del contratante en el sentido de que se es un badulaque incapaz de mantenerse en un mismo trabajo. Si por el contrario uno es respaldado por una experiencia de diecisiete años en una empresa quedará la duda de la falta de ambición y deseo de superarse. En ambos casos sugiero suprimir.
Otra forma de adornarse cuando se han engrosado las filas del desempleo es poner “consultor privado” cuando se nos pregunta cuál es nuestra posición actual. Como es ampliamente sabido los consultores no son otra cosa que gente sin empleo que se dedica a talachas diversas que pueden ir desde la instrumentación logística de la feria del mole, hasta la redacción de un manual para afinar un motor stearling.
La respuesta que nos den siempre es también inequívoca, cuando el encargado de las contrataciones nos dice “déjeme todos sus datos y nos comunicamos con usted, no es necesario que llame” uno debe salir con la idea concreta de que el asunto ya valió madre y ése es el momento adecuado de darle retoques a los apuntes curriculares para volverlo a intentar. Suerte.
Otra técnica muy propia de los tiempos modernos en confiar en los head hunters, cuya función en la vida es buscar luminarias laborales para ofrecerlas a las empresas como se ofrece la papaya maradol en la central de abastos. La más reciente evidencia de la calidad profesional de esos grupos de ejecutivos la encontramos en el gabinetazo que armó nuestro primer mandatario y en donde se aprecia que la aplicación de categorías científicas para nombrar burócratas puede ser tan certera como la puntería de Guillermo Tell en estado de ebriedad después de ocho botellas de vino suizo. Me imagino una gran sala de juntas en la que hay un grupo de muchachos impetuosos con el pelo engominado y sus palm en la mesa. Llega el entrevistado y le hacen preguntas del tipo siguiente: “usted se encuentra en una isla desierta y encuentra un baúl que contiene una caja de cerillos, una calendario de Gloria Trevi encuerada y un acelerador de partículas, ¿qué opción elegiría ? Acto seguido se le somete a situaciones extremas en las que hay que tomar decisiones: ¿usted canonizaría a Juan Diego? ¿exhumaría los restos de Fidel Velásquez? Las respuestas del sustentante dan pie para que se llenen unas plantillas en las que el veredicto final jamás se anuncia pero puede llegar en forma de una invitación de la corporación de tocinerías Don Fer para hacerse cargo de la presidencia ejecutiva.
Sin embargo, la más ortodoxa forma de conseguir chamba es y seguirá siendo pedir una cita con el responsable de los recursos humanos de cualquier oficina y acto seguido ponerse corbata y llegar con el currículum vitae bajo el brazo, ésta última estrategia siempre me ha parecido fascinante. Lo primero que se debe hacer es filtrar la información, así por ejemplo si uno era huevón y pasó la carrera de panzazo, se debe anotar “egresado de la universidad Fulanita de Tal, en cambio si se tienen menciones honoríficas, lo recomendable es ponerlas todas bajo la consigna de cuanto más mejor. Toda estadía en el extranjero es siempre muy bienvenida, así que si uno algún día de su vida visitó Italia y en el hotel en el que se hospedó había un curso de alfarería puede sin mayor problema escribir: “Diploma en Artes Plásticas por el Instituto Italliano di confezione e latiuca” y no habrá forma de que alguien averigüe la verdad.
Las fechas en la que uno desempeñó trabajos anteriores son siempre un escollo inevitable ya que si se aprecia que las estadías fueron de máximo diez meses, se encontrará uno ante la percepción del contratante en el sentido de que se es un badulaque incapaz de mantenerse en un mismo trabajo. Si por el contrario uno es respaldado por una experiencia de diecisiete años en una empresa quedará la duda de la falta de ambición y deseo de superarse. En ambos casos sugiero suprimir.
Otra forma de adornarse cuando se han engrosado las filas del desempleo es poner “consultor privado” cuando se nos pregunta cuál es nuestra posición actual. Como es ampliamente sabido los consultores no son otra cosa que gente sin empleo que se dedica a talachas diversas que pueden ir desde la instrumentación logística de la feria del mole, hasta la redacción de un manual para afinar un motor stearling.
La respuesta que nos den siempre es también inequívoca, cuando el encargado de las contrataciones nos dice “déjeme todos sus datos y nos comunicamos con usted, no es necesario que llame” uno debe salir con la idea concreta de que el asunto ya valió madre y ése es el momento adecuado de darle retoques a los apuntes curriculares para volverlo a intentar. Suerte.
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