"Piungying, choi fa, ma yong", esas y no otras, fueron las palabras que salieron del teléfono un 17 de octubre de 1968. Del día me acuerdo porque era mi cumpleaños, del año por “Gigi”, una perra French poodle hija de la chingada que perteneció a la familia y murió en circunstancias misteriosas. Como el veterinario, que era un badulaque, no le hizo autopsia, a todo el mundo le entraron dudas sobre la causa de su muerte: "¿No será rabia?" sugirió en un arrebato de enorme oportunidad la tía Engracia. Al oír la palabra "rabia" pensé inmediatamente en el niño Nosequemadres Meister, el primer receptor de la vacuna antirrábica. Entre estremecimientos recordé una lámina del libro de salud que había en casa; la escena representaba a un señor que bien podría ser un enfermo de rabia o Frankestein sacudido por el deseo sexual, era horrible y le brotaba de las comisuras un hilillo de baba amarilla repugnante. Además de la información sobre el niño Nosequemadres, se explicaba que la rabia también se conocía como hidrofobia, dada la aversión de los enfermos por el agua. En aquel momento pegué una carrera hacia el lavabo y me tomé medio litro del vital líquido (escribir “vital líquido” es una estupidez, pero ni modo de repetir palabras). Total, que para salir de inquietudes nos recetaron 14 inyecciones14 en la barriga a los dos hijos menores de la familia Guillén.
Recuerdo que nos llevaban a una clínica en la calle de Chiapas, allí esperábamos a que la enfermera (una mujer sin los dientes frontales) se acabara sus chilaquiles y pasábamos a un camastro enorme. La escena era patética: Claudia empezaba a pegar unos gritos horrorosos mientras la desdentada sacaba unas jeringotas. Yo, que poseía más dignidad, resistía el tormento llorando muy quedito (como Marga López, cuando Arturo de Córdova le hacía alguna marranada). En el momento de la inyección nos tenían que detener los brazos y las piernas como en una película de Boris Karloff para que no pateáramos a la enfermera (sospecho que no tenía dientes por trabajos previos). Al final de la operación presentábamos una tarjeta como la de la Cineteca para que la perforaran y nos mandaban a ver al Tibio Muñoz en la tele...
Decía pues que el 17 de octubre de 1968 el teléfono nos dijo: "Piungying, choi fa, ma yong", las circunstancias que determinaron tan extraordinario evento fueron las siguientes:
En la privada había cinco casas, la del fondo era ocupada por Berthita la loca, una mujer que se había deschavetado el día de su boda cuando el presunto marido al escuchar la pregunta del cura, volteó a verla y dijo que nones, que él no se casaba. En ese preciso instante Berthita se desmayó. Cuando volvió en sí, ya era loca de baba. Vivía con una sirvienta que la sacaba a pasear todas las tardes. Al salir de la privada, Berthita invariablemente decía una frase sorprendente que no tenía que ver con nada como: "¡Si hay pollitooo!" o "¡muera Luis de Orleans!" cosa que nos divertía mucho.
A la mitad de la privada, una frente a otra, se encontraban las casas que mi padre llamaba de "la dialéctica". En una vivía la familia De las Heras compuesta por don Enrique, su esposa doña Ana y tres hijas buenísimas: Ana, Alicia y Adriana. Desde luego don Enrique era un estúpido, lo que se podía inferir no sólo por los nombres de sus hijas que tenían que empezar con A, sino porque estaba convencido de que era descendiente directo de Fernando VII "nuestro ilustre antecesor" ("antecesor mis huevos" le oí decir una vez a mi tío Juan). Exactamente enfrente tenía su casa el señor Federico, un grabador con el pelo hasta la nuca. Su familia era mas notable aún: la esposa era una mujer de noventa kilos que se vestía de Tehuana (o Tehuanota, si consideramos su volumen). Hacía ofrendas a Tezcatlipoca y le gritaba al marido peladeces durante la comida. Los hijos eran dos adolescentes de pelo largo que fumaban enfrente de sus padres y (prodigio de prodigios) les hablaban de tú. Se habían hecho famosos por un letrero que pusieron con pintura vinílica en la barda de un terreno cercano, "Muera Cueto y sus hijos los granaderos"...
La relación entre las dos familias era lamentable y se caracterizaba por peleas a gritos en las que se decían de todo: "indios" (las niñas a los adolescentes fumadores); "vieja chirimolera" (doña Ana a la Tehuanota); "puta" (la Tehuanota a doña Ana), "viejo flácido" (don Federico a don Enrique)... etcétera.
Nosotros habitábamos la penúltima casa con todo y la "Gigi" y éramos vecinos de don Fanfarrón, el viejo más-hijo-de-la-chingada que he conocido en mi vida. Le decíamos así en honor al villano de los cuentos de Cachirulo. Vivía acompañado de un perrote que se llamaba Dingo, un animal llevado de la mala vida muy afecto a corretearnos cuando estaba de vena. Cómo la casa de Fanfarrón tenía el único espacio de tierra para las canicas, el viejo salía todas las tardes a regarlo para que no pudiéramos jugar. Si una pelota caía en su jardín, se la daba al Dingo para que la despedazara. Aunque todos los odiábamos nos daba mucho miedo; usaba un sombrero negro y capa. Parecía enterrador de película de espantos.
Afortunadamente don Fanfarrón emprendía viajes a quién sabe donde con mucha frecuencia ("a comer niños", decía Lalito que era un mamón) y eso nos daba la oportunidad de jugar canicas a placer sin tener que preocuparnos del Dingo que estaba amarrado. El tiempo de ausencia del viejo podía ser medido por la cantidad de comida que le dejaba al perro. Nuestros cálculos nunca fallaban.
El plan se nos ocurrió después de ver una película de la segunda guerra en la que los muchachos buenos, es decir los gringos, tenían que entrar a una fortaleza alemana y matar a 35 oficiales. Nomás que la puerta se hallaba custodiada por seis doberman de miedo. Para sortear a los perros, sacaban de su mochila medio kilo de aguayón envenenado y lo tiraban por arriba de la barda.. Del desenlace ya no me acuerdo pero al terminar la película Toño mi primo se dió un sopapo en la frente tipo “tengo una gran idea” y dijo: "¿y si le hacemos lo mismo al Dingo?" La sugerencia fue unánimemente aprobada por todo el grupo e inmediatamente surgieron las comisiones: "Tú Juan, consigues el veneno", "Luis, la carne", "Jorge, unos mecates" "Nomás es cosa de que el ruco salga".
Y esperamos.
Hicimos un juramento muy idiota para guardar el secreto y cada quién se fue a su casa. Los siguientes días se fueron pachorronamente hasta que un día el perro correteó a Berthita (que quedó mucho peor después del incidente) y la “Gigi” se murió de golpe. Todos sospechamos que Juan andaba probando el veneno pero lo negó terminante.
Por fin un 15 de octubre, Fanfarrón salió con su maleta, estaría fuera una semana. Acordamos que la segunda noche realizaríamos el plan y quedamos de vernos a las ocho con los implementos necesarios. A la hora de la verdad se presentaron algunos problemas: el pendejo de Juan no llevaba veneno sino un bote de “Don Máximo”, detergente muy popular que anunciaba un viejo pelón. Luis no llevó aguayón sino tres rebanadas de salami con hongos y el mecate de Jorge medía exactamente un metro treinta, magnitud suficiente para que todos lo pendejearamos. "No importa" dijo Toño que era nuestro líder, "vamos a ver si pega". Rociamos el salami con Don Máximo, lo hicimos rollito y lo aventamos por encima de la reja hacia la casa del Dingo, el perro salió, y se tragó el pedazo inmediatamente. Enseguida empezó a hacer unos ruidos muy extraños, como si se estuviera atragantando, entró a su casa y ya no se movió. Como todos supusimos su muerte, trepamos por la alambrada y saltamos del otro lado. Para entrar a la casa, nomás hubo que zafar la puerta del baño. Esta última acción fue motivo de un penoso incidente ya que la vanguardia de nuestra misión (Jorge) se descolgó sobre el excusado con la razonable creencia de que la tapa estaba puesta, caro pago su error, pues el pie se le fue para adentro y revolvió un pedazo de mierda del tamaño de una salchicha frankfurter. Ya dentro recorrimos todas las habitaciones buscando alguna evidencia que indicara que Fanfarrón comía niños o era puto, pero nada. Decepcionados, íbamos de salida cuando Luis nos detuvo: "¡El teléfono!" dijo emocionado. Efectivamente, sobre una mesita que señalaba estaba el teléfono. Tomar el directorio, averiguar la manera para hacer llamadas de larga distancia y realizar la primera fue cosa de un instante. El mecanismo era muy simple; pensábamos en ciudades grandes con teléfonos de seis números. Marcábamos el 02 y pedíamos "con quien conteste". Iniciamos con Madrid donde eran las tres de la mañana, contestó un señor de muy mal modo, le dijimos: "chin-chin-gachupin" y cambiamos a Londres (el tipo se ha de preguntar todavía hoy si vivió una experiencia paranormal).
Esa noche recorrimos todo el mapamundi; Lima, Guatemala, Milan, Río de Janeiro (esta última ciudad nos dio la oportunidad de hacer un chiste estúpido que terminaba: "hamaca du bolas". La llamada a Tokio fue la más corta, lo primero que se oyó fueron las inmortales palabras: "Piungying, choi fa, ma yong". Cuando Toño iniciaba un "chino, chino japonés..." se escuchó un ladrido terrible. El susto que nos llevamos fue espantoso y salimos corriendo a la alambrada, allí me desgracié los pantalones nuevos de mi cumpleaños, cuando llegué a mi casa el corazón me daba tumbos.
Al día siguiente fuímos a ver al Dingo, estaba apendejadísimo pero vivito y coleando, la verdad es que a todos nos alivió. A la semana llegó don Fanfarrón y al mes entabló una demanda contra la compañía de teléfonos que se hizo legendaria. Cada que algún adulto lo veía pasar le preguntaba:
--¿Y? don Eustaquio, ¿cómo va su demanda?
-- Son carroña-- replicaba furioso don Fanfarrón.
Un día Berthita que iba saliendo, probablemente poseída por el espíritu de Graham Bell, gritó en las narices de Fanfarrón: "¡ya suelta el teléfono Isadora!". El viejo se puso peor de loco que la mismísima Berthita.
Poco tiempo después nos mudamos y el asunto no se volvió a mencionar jamás, si lo hago ahora es para lavar una culpa de 26 años, pero sobre todo intrigadísimo por el significado de las palabras inmortales:
"Piungying, choi fa, ma yong".
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