sábado, 14 de noviembre de 2009

Señales cinematográficas (El Financiero 1998)

Si establecemos la razonable suposición de que una persona promedio observa tres películas por semana, que la edad en la que uno inicia esta actividad son los dos años (tengo hijos que ofrezco como evidencia científica) y que uno concluye a los setenta porque ya las cataratas o la hueva así lo determinan, bastará un cálculo muy elemental para establecer que son más de diez mil películas las que se miran (cinco mil en el caso de que la fuente sea el canal dos que estrenó su última película en 1958). Ello supone algo así como tres años de nuestra vida sentados en una butaca comiendo palomitas o gaznates. Por todo lo anterior considero que el asunto merece nuestra atención.
Uno de los principales problemas que tienen las películas es que duran dos horas y el reto es que en ese tiempo quepan cosas como la historia del mundo o la vida inútil de Pito Pérez. Es por ello que existen señales -que podríamos llamar figurativas- en el lenguaje cinematográfico, cuya misión es abreviar lo abreviable o prepararnos para lo peor. Uno sabe por ejemplo que si ya pasó hora y media y de pronto el protagonista va haciéndose chiquito en un coche que avanza por una carretera recta que llega hasta la chingada la película terminó.
Otra señal inequívoca es la del close up de algo que no tiene nada que ver con nada, como un pisapapeles o el kimono de la heroína. En este caso uno podría suponer que el director es idiota o que debajo del pisapapeles se encuentra el mapa del tesoro. Hija de la misma idea es la escena que enfoca una verja con piquitos mientras dos señores se mediomatan. El sentido de tal toma será claro cuando el villano (que por algún misterio a pesar de estar más fuerte invariablemente es madreado) atraviese el piquito con el esternón después de un puñetazo salvaje.
En las películas de terror está claro, por ejemplo, que si hay un grupo y a alguien se le ocurre hacer pipí, se lo va a chupar la bruja atrás de un árbol. Lo mismo ocurre cuando una pareja decide conocerse en el sentido bíblico en la intimidad de su coche. En todos los casos donde hay monstruos los actores harán cosas extravagantes, como meterse a una casa que no conocen a las dos de la mañana o andar abriendo ataúdes que rechinan.
Una opción paradigmática es la del veterano de alguna guerra que se pasa todo el día evocando las acciones de batalla en los lugares más extraños. Si va en el metro cierra los ojos y se acuerda del día que lo torturaron los japoneses. Sin embargo, lo recomendable es que vaya piloteando un avión que se está cayendo. Otra es la del malo que es tan bruto que no se da cuenta que si ya agarró al bueno y le tiene tanta tirria, bastaría con darle un balazo en lugar de amarrarlo con cadenas en un foso que se llena de agua y narrarle su proyecto para conquistar el mundo.
En los códigos del cine si un tipo guapo pero tranquilo llega a tomarse una copa a un lugar que no conoce, seguramente se le van a aventar tres con pinta de animales (generalmente con camisetas sin mangas y sudados) a los que madreará con golpes que nunca se ven en las riñas de taxistas. También en los códigos de cine, si una mujer mira fijamente es que se quiere ir a la cama y si un hombre se ríe para sus adentro después de colgar el teléfono, de seguro es un villanazo.
También está claro que el tipo nervioso con una pistola que grita cosas como “¡que nadie se acerque!”, bajará el arma después de que el héroe (que es el único idiota que habla con un loco armado) lo convenza de que aún es tiempo de no cometer locuras. En las escenas de cama la sábana siempre se acomoda de tal manera que a la mujer se le ve nomás el cuello, pero al hombre todo el torso desnudo y lleno de pelos (como si sospecharan que los estamos viendo).
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