Cualquiera que no esa estúpido –y de ellos está empedrado el camino del infierno- podrá percatarse que un partido de futbol tiene reglas muy elementales; cada equipo salta a la cancha con once señores vestidos de pantalones cortos, uno de ellos trae una indumentaria diferente que, en algunos casos, recuerda el carnaval de Veracruz. Ése se coloca debajo de los postes y los demás se reparten en el campo. En el momento que otro señor vestido de negro sopla el pito (“sopla el pito” que maravilla), los que tienen el mismo uniforme patean la pelota en una dirección y los otros intentan lo mismo. Como se puede ver no es necesario ser una lumbrera para entender de qué se trata. Pues bien, algo tan elemental ha resultado ser el juego más popular del planeta y ello no puede sino ser una fuente de misterios. Las explicaciones de los sociólogos (que son gente mamona con título para ejercer) se centran justamente en la simpleza del deporte y en lo fácil que resulta que un grupo de escuintles se compre una pelota y se dediquen a patearla como Dios les dio a entender. Es probable, pero también insuficiente, porque ya puestos a elegir es mucho más elemental el boxeo, donde queda claro que el chiste es que uno tire más chingadazos que el otro, si se puede hasta dejarlo sin sentido o de plano medio muerto. Pese a esto, el box no es más popular que el futbol ¿Por qué será?
Otro problema con el futbol es la enorme diferencia en las condiciones que existen para quiénes lo practican profesionalmente y aquellos que son aficionados. Los primeros juegan en pastito, si les dan una madrazo reciben su masajito, ganan la cantidad equivalente para poner alumbrado público en Moroleón y comen tres veces al día. Los segundos practican su afición en canchas que en el mejor de los casos tienen nomás rocas sedimentarias, si se barren pueden olvidar el fémur en la media luna. Cuando se pegan son olvidados por sus compañeros hasta que acabe el partido y entonces son llevados con fractura expuesta a Xoco, donde los terminan de desgraciar. En lugar de recibir dinero, tienen que poner para el arbitraje y en muchos casos para las chelas que reúnen a todos después del juego. Uno pensaría que ante tales diferencias el asunto no debería contar con tantos aficionados y, sin embargo, ahí siguen los llaneros de panza y bigote rompiéndose la madre cada domingo.
El último misterio es quizá el más relevante: ¿por qué la gente se vuelve loca con un partido? Conozco señores que llevan una vida ordenada, le dan de comer a sus hijos y tienen 2.7 relaciones sexuales con su mujer por semana y apenas iniciadas las hostilidades, se pintan cosas en la cara, utilizan sombreros ridículos, salen a la calle mentando madres y con ganas de violar doncellas y enarbolan la bandera nacional con un patriotismo que su maestra de quinto de primaria nunca logró imbuir.
En fin, el futbol es un asunto metafísico que no se puede explicar racionalmente, por eso te digo mi querido chavo (siempre he asumido que los que leen este espacio son jóvenes medio cabronsones) que la próxima vez que tu equipo favorito llegue a la final, aprovecha para dar de gritos a lo buey, en lugar de intentar explicaciones de hueva como las que emprendí el día de hoy. Abur.
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