Leí con mucho azoro que un grupo de jovenazos con una capacidad cerebral equivalente a la de la podadora de pasto que hay en mi casa, se apersonaron en una inauguración de Marcelo Ebrard, le arrebataron el micrófono (imaginar jóvenes arrebatando micrófonos) y protestaron por la visita del señor Gore a nuestras tierras bajo el sorprendente argumento de que “el cambio climático es una falacia”.
Muy bien, no pienso discutir con esta nube de idiotas lo que es evidente día a día. Hoy que prendí la televisión me encontré a una viejita arrastrada en una especie de colchoneta inflable surcando las aguas del Támesis, nomás que en la ciudad de Oxford. Acto seguido me enteré que en China Nuevo León (un nombre misterioso) el agua se les metió a traición en las viviendas y dejó salas y comedores oliendo a albañal. Luego fui el mudo testigo de que en La Paz Bolivia cayó una nevada inédita. En este caso, las imágenes nos mostraban a un señor con alma de niño, es decir un mamonazo, que hacía piruetas con un copo de nieve en la cabeza y a una niña que descerebraba a su probable padre de un bolazo en el parietal. La última nota era de unos señores turcos que estaban tomando helado mientras el locutor anunciaba que las temperaturas oscilaban (¿por qué dicen “oscilaban”?) en los 41 grados.
Sin embargo, estas escenas no se comparan en lo más mínimo con las que uno vive en carne propia en esta noble y leal ciudad de México cada que cae el agua como ha caído en fechas recientes. Mi casa por ejemplo, es un espacio en el que los conceptos H2O y electricidad son profundamente excluyentes. Nomás veo la primera gota y me apresuro a salvar la información de la computadora, sacar las velas y ponerme unas botas ridículas pero eficaces. Acto seguido se va la luz por medio minuto, regresa para luego abandonarme de manera definitiva las siguientes dos horas. En ese momento me trato de imaginar esperanzado a un señor de luz y fuerza luchando contra la furia de los elementos mientras intenta reconectar el cable de mi casa y luego me quedo dormido.
Los capitalinos enfrentamos las lluvias con la misma resignación que lo señores que viven en Kansas los tornados que se llevan sus casas con rumbo a la chingada. Cuando empieza la temporada salen como hormigas unos señores con iniciativa comercial que venden paraguas de a diez pesos y que tiene la particularidad de desfondarse al primer embate. Otros siguen una técnica sorprendente ya que empiezan a correr por lo que supongo que ellos suponen que así se mojarán menos. Otra extravagancia hidráulica es la de poner la palma de la mano extendida hacia el cielo para determinar si está lloviendo lo que muestra que en materia de iniciativa nuestra raza mexica es incomparable.
En el Distrito Federal las aguas acarrean desgracias múltiples, dentro de las más señaladas está la caída de unos eucaliptos así de grandes que normalmente hacen mierda un auto vacío o el tinaco de la casa del vecino en el mejor de los casos. También se puede apreciar el prodigio de una coladera que se convierte –paradoja de paradojas- en fuente que lanza al aire un chorro de agua aderezado con lo que los clásicos llaman “coliformes fecales” que no son otra cosa que caca Finalmente las imágenes televisivas nos presentan ad nauseaum a gente menesterosa que lo ha perdido todo y que se queja de que las autoridades no los apoyan, mientras sacan unos colchones mojados que deben pesar lo mismo que un tsuru sedán.
En fin, aparentemente vivimos en la paradoja milenaria de una ciudad que se inunda porque pasó la mosca mientras en Iztapalapa reciben agua por medio del tandeo cada que Dios quiere, yo, que soy ejemplarmente pendejo para estas cuestiones, no entiendo la razón por la cual a nadie se le ha ocurrido recolectar estos diluvios y utilizarlos de nuevo, pero ello se debe esencialmente a que mi capacidad analítica desfallece cuando no hay luz, evento que ocurrirá en exactamente medio minuto, así que salvaré esta colaboración mientras me despido de usted.
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