La gente que viaja tiene, a veces la sana costumbre de ofrecer relatos de lo que ve a su paso por el mundo. Este es desde luego un ejercicio saludable ya que nos permite al resto de pelagatos enterarnos de cosas asombrosas. En sus inicios estas crónicas las producía gente muy larga que contaba haber visto dragones, señores con los pies en la cabeza o hermosas doncellas que tenían cola de huachinango, la sociedad daba por bueno el
testimonio y todos contentos. Posteriormente el estilo evolucionó a una forma más comprobable en la que se decían cosa como: “el general Santa Anna posee una verruga en el cachete y la ciudad de México no tiene coladeras”.
Toda esta reflexión la emprendo por un artículo reciente que apareció en el periódico Reforma en el que un señor a quien no tengo el gusto de conocer y que se llama Jorge Ramos Ávalos, comparte con sus lectores un sinfín de experiencias notabilísimas que me interesa comentar con usted, querido lector.
Don Jorge nos advierte que su intención es hablar de comida (lo que no es bueno ni malo en sí mismo) y luego señala el tema culinario como un referente a través del cual la gente se comunica. Aquí agregaría que sólo alguna gente, porque a un servidor nunca se le ha ocurrido iniciar una plática diciendo: “te parece que el filete a la pimienta es nutritivo?”.
Acto seguido el autor nos regala el siguiente párrafo: “Recuerdo – y aquí se me hace agua la boca- un filete con salsa de mostaza y papas fritas en París, un pescado a la sal en Sevilla, unos sushis extraordinarios en el mercado de mariscos de Tokyo y otro en Beijing, el atún casi crudo y el souffle de chocolate de Pacific Time en Miami, el caviar ruso de Nueva York, unas tortas de aguacate y queso en Oaxaca y comilonas exquisitas de tacos al pastor en el fogoncito de la ciudad de México”. De la lectura anterior se desprenden varias enseñanzas; la primera (pasando por alto el escalofrío que me produce el atún crudo) desde luego es que el señor Ramos es un hombre viajado y que su experiencia internacional en materia culinaria es notable, aunque también es notable que el asunto pueda interesarle a alguien más que no sea él y los múltiples dueños de restaurantes donde comió. La segunda es que seguramente sintió que se estaba adornando porque remató su frase con el asunto de las tortas y los tacos, después de hablar de souffles y caviares, lo que parecería un exceso demagógico.
Acto seguido el cronista nos cuenta que encontró un restaurante en Sidney y que para asistir al mismo hizo su reservación con cinco meses de anticipación para lo cual el pidieron “más información que un inspector de la oficina de recaudación”. Ignoro por supuesto los trámites que piden dichos inspectores pero mucho menos claro para mi es porque un restaurante tiene que andar preguntando cosas para permitir que un cliente coma sus platillos.
El último punto es ligeramente extraño ya que el Sr. Ramos nos describe con lujo de detalle todo lo que se comió la noche de marras con párrafos como el siguiente: “los postres fueron una muestra más de absoluta decadencia burguesa. Primero para ocasionar un shock, sirvieron una cucharada de lentejas con queso gruyere rayado muy finito. La combinación era rara pero poco se atrevieron a dejarlo ante el temor de los ojos vigilantes de los bien entrenados meseros”. Debo confesar que el shock me lo causó la crónica, ya que no entiendo nada de nada. Lo primero tiene que ver con la economía, si algo no esta en decadencia es la burguesía ya para ello me remito a las listas que pública la Secretaría de Hacienda, en segundo lugar, me parece claro que si a uno le sirve algo que evidentemente parece una porquería, lo mejor es no comerlo, a menos que los bien entrenados meseros sean karatekas que estén dispuestos a poner como camote a todo aquel comensal que se rehúse a comer.
El artículo finaliza esperando que el chef no hable español y advirtiendo que la pequeña fortuna que se invirtió, se pagará en mensualidades. La conclusión me parece obvia... que con su pan se lo coma.
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