Mi experiencia en mudanzas ha sido a lo largo de mi vida deliberadamente baja y digo deliberada porque sé lo que implica meter todo el mugrero en cajas para luego vaciarlo en otro espacio al que uno llega porque ya no alcanza para la renta o porque la casa se quemó por la explosión de la olla express. Sin embargo he iniciado esta columna con la cronología incorrecta ya que en algunos casos (es el mío) antes de mudarse la gente decide hacer reformas al lugar que habitará.
Lo primero que llamó mi atención sobre el hecho de trabajar con albañiles e ingenieros es el recelo de todos los que me rodeaban; “no hombre, no va a estar a tiempo” –dijo uno- “esa gente nunca cumple” –dijo otro igual de escéptico pero más cabrón. Por supuesto argumenté lo que solo alguien muy imbécil puede argumentar en estos caso; dije que si se hacía un trato era necesario cumplirlo, que no veía razones para que las obras no estuvieran a tiempo y que si ése era el caso simplemente me rehusaría a pagar. Dios me castigó.
La casa a la que me iba a mudar debería estar lista la primera semana de abril, anoche dormí en ella por primera vez y tuve que brincar el cascajo de la obra en marcha ¿por qué? Permítame explicarle.
Lo primero con lo que uno no cuenta es con la formalidad del gremio de la construcción. Cuando un señor me dice: “lo veo a las 9:00 de la mañana en el parque hundido”, me parecerá de lo más normal que aparezca a esa hora y en ese lugar en los términos acordados, que es lo que yo haría. En el caso que nos ocupa la hora de llegada de los trabajadores es tan predecible como un volado; un lunes a la una de la tarde le pregunté a mi legítima dónde andaban y me contestó que los lunes siempre llegaban un “poquito” más tarde. Hay un señor albañil al que con todo respeto llamaré “Pithecantropus” al que nunca, lo que se dice nunca, vi trabajando; veía el techo con enorme entusiasmo e hizo que yo lo viera porque pensé que ocurría algo interesantísimo pero nones, nomás estaba pasmado.
Un segundo elemento de los retrasos tiene que ver con la adquisición de materiales, llega un señor con un catálogo de –digamos- mosaicos. Uno elige una madre que se llama “sueño veneciano” y quedan todos muy formales de que al día siguiente llegará el pedido. Al tercer día se le llama al pendejo de los sueños venecianos nomás para que diga que “no hay en almacén” y que llegará en dos semanas que son las mismas en las que la obra se retrasa . Para acabarla de joder y como una prueba completamente positiva y material de que las cosas nunca son como debieran ser, alguien con iniciativa decide que en lugar del repellado que se le pidió va a entirolar o que el azul índigo pactado es una mierda y que es mejor el bermellón. Ello, además de ocasionar preinfartos se traduce en que la mitad del día de trabajo, los nobles artesanos sean una suerte de Penélope que desteje en la tarde lo que tejió en la mañana.
En el último, pero no menos importante punto, se encuentra el señor que cotizó y que, se asume es responsable de todo lo que ahí ocurre, es fácilmente identificable porque aparece el día de pago y nunca más, posee un celular que nunca contesta porque listo como es sabe que es una llamada para mentarle la madre. Este buen hombre tiene además la notable capacidad de agraviarse si el reclamo le parece excesivo por lo que uno lo tiene que tratar con una enorme delicadeza bajo el riesgo de que deje el excusado abierto en un arrebato, con las consecuencias que no quisiera ni imaginarme.
En estos momentos mi hogar es una especie de covacha como aquellas en las que planeaban sus asaltos los de la resistencia francesa. Dormí en el piso y rodeado de cajas pero con la plena convicción de que de este, mi nuevo hogar, me sacarán con los pies por delante con tal de evitar a esta fauna.
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