--¿Pipí?
-- Sí, pipí.
La respuesta me desbordaba; si era necesario meter un papelito de colores en pipí para demostrar mi fecundidad la cosa no podía empezar bien.
Y sin embargo así inició.
El origen de la historia se remonta al consultorio 721 de un Hospital muy caro del sur de la Ciudad de México. Un servidor había establecido su primera cita con el urólogo ¿Por qué? Pues por una molestia que me aquejaba en el testículo derecho (al que en adelante me referiré con el término castizo: huevo). Pues bien a resultas de mi dolor en un huevo llegué a la antesala del doctor -que con propósitos narrativos llamaremos Jekyll-. Hice una antesala de hora y media y me entretuve observando el rostro de los antesalistas. Era deprimente; todos y cada uno de ellos tenían muy mala cara. Parecían protagonistas de una historia de Dickens. Cuando llegó mi turno, entré a una oficina y Jekyll se encargó de hacerme preguntas muy raras del tipo: "si come picante, ¿no le arde?". Después del interrogatorio entramos en una salita con plancha de metal, el galeno me ordenó bajarme los pantalones. Recordando a Ibargüengoitia y su Ley de Herodes, tragué saliva y cumplí la instrucción.
Nunca debí haberlo hecho.
Jekyll se puso un guante, me apretó las vergüenzas y pidió que adoptara la conocida posición de decúbito prono. Pude negarme, pero no lo hice y en un momento, sucedió lo que tenía que suceder. Al salir del consultorio, comprendí la mala cara de los pacientes y me fui a casa para contarle a mi mujer el atropello.
La siguiente visita fue más reposada. Jekyll me mandó al ultrasonido y quedamos de platicar a los quince días. Llegó el plazo y me presenté. Con unas radiografías (que no eran radiografías) en las manos, Jekyll anunció que yo tenía algo que no recuerdo si eran várices o quistes en un huevo. "Eso" agregó "lo vuele a usted técnicamente estéril, debemos operar su testículo".
Desde luego, no volví.
Por algún milagro espermático, me encontraba ahora con mi mujer, sosteniendo una tasa (que luego tiramos a la basura) llena de orina. Esperábamos un cambio de color lo mismo que un agricultor espera la lluvia. Pasaron cinco minutos... el papelito cambió de color... Estábamos embarazados.
El proceso del embarazo -créame- es una de las visiones que más se asemejan al cuarto círculo del infierno. Es horrible.
A lo largo del proceso, mi esposa subió veinte kilos, asunto que combinado con un desajuste hormonal la puso de un humor equivalente al del General Patton. Adquirió costumbres de asceta; no comía porquerías, prescindió de cualquier medicina y vomitó, durante tres meses, cualquier alimento sólido.
Las visitas al médico eran otro infierno. El doctor parecía complacerse en preguntar cosas que hubieran hecho vomitar a un buitre. Cada visita me dejaba lívido.
Luego vino el sicoprofiláctico, al que fui literalmente a rastras. Allí escuchamos varios testimonios que hubieran hecho vomitar a una parvada de buitres. Los padres se complacían en contar como limpiaban la sangre de sus hijos o cortaban el cordón umbilical. Todos parecían conformes con el testimonial. Cuando salimos le dije a mi mujer: "soy un desadaptado".
En las reuniones a las que asistíamos me encontré con la mayor cantidad de expertos en cuestiones de niños. Pasaba yo las horas tomando whisqui, mientras un coro de sádicos se empeñaba en decirme que a los niños había que acostarlos boca abajo o que si su caca era verde no me preocupara. Había otros que advertían cosas como: "los primeros dos años no vas a poder pegar el ojo" o: "si se te queda viendo fijo, seguro es sordomudo". A las viejas pendejas que decían que el embarazo era el estado natural de la mujer, las volteaba yo a ver con una mirada asesina.
Las predicciones del médico anunciaban que nuestro hijo nacería el diecisiete de julio, es decir, el día de la final del Campeonato mundial de futbol. "Perfecto" pensé, "no va a ir ni el anestesista". Sin embargo, paso el diecisiete y el dieciocho... y el diecinueve. Nada. Ya para el día veintisiete, estábamos alarmados y fuimos al Doctor.
La visita fue terrible; el médico anunció que había evidencias de que el cordón umbilical se estaba estrangulando (en ese momento pensé en un niño estrangulado) y que era necesario intervenir en el desarrollo natural de los hechos.
Al día siguiente nos levantamos muy temprano y dirigimos nuestros pasos al hospital. Dejé a Georgina y me fui a cobrar un dinero que, dada la naturaleza de nuestra futura deuda, era muy necesario.
Mi hija nació mientras yo caminaba como baboso en la cafetería del Hospital. Resultó una niña de tres mil seiscientos setenta gramos, sana y fuerte. En el momento en que la llevaron al cunero y me pude asomar por una rendijita, inició la magia; pese a mi predisposición natural a considerar a cualquier recién nacido una cosa horrible, sentí que me conmovía. Ese pedacete era mi hija.
Ya repuesto de la conmoción y sintiéndome la madre Teresa, esperé en el cuarto a la madre, mi esposa, que aún no se reponía del tremendo agujero que traía en la barriga cosido con hilo nylon. Cuando llegó la arropamos y una enfermera hizo mi cama. En ese momento me percaté de que la maleta donde tenía mi ropa, se hallaba en el armario de mi casa a veinte kilómetros de distancia por lo que me acosté semidesnudo.
Exactamente a las tres de la mañana, Georgina despertó dando un grito que aún recuerdo entre estremecimientos. Me levanté y toqué todos los botones posibles incluida la manija del baño. Llegó la enfermera, su mirada me recordó que estaba semidesnudo, me tapé y le administró un analgésico a mi cónyuge que así calmó su dolor.
Al día siguiente llevaron a María, sentí un alivio enorme cuando me di cuenta que no había heredado mi nariz de asiento de bicicleta, le dimos de comer y cambié sus pañales, demostrando un profundo amor ya que -éste es un dato técnico- la mierda de niño huele a máscara de cartón del dieciséis de septiembre.
Tres días después salimos del Hospital; en el momento de pedir la cuenta estuve a punto de volverme a internar ¡trece mil nuevos pesos! Tuve un pequeño triunfo personal cuando devolví la foto que le tomaron sin mi autorización y que costaba treinta y cinco nuevos pesos, de esa manera pagué doce mil novecientos sesenta y cinco nuevos pesos y nos fuimos a casa.
A partir de ese momento María decidió que las tres de la mañana era la mejor hora para comer y nos lo hizo saber con un berrido ultrasónico. De nada valieron mis mejores trucos; la voz del Pato Donald o mi espléndida imitación de Capulina, la niña quería comer y se acabó.
Nuestra vida cambió; Georgina se convirtió en una madre extraordinaria y un servidor aprendió el controvertido tema: "debajo de un botón/ qué encontró Martín/ había un ratón/ hay que chiquitín" (que interpreto en momentos de franca desesperación).
En fin, ahí está María -la de la pata fría- permitiendo que me derrita cada vez que la veo. Lo que -aquí en confianza- me parece muy bien.
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