Hace algunos días subí a un taxi. El chofer se veía muy amable y me hizo la pregunta de rutina: ¿ ya a descansar, joven? Cuando iniciaba mi respuesta, el taxista, una especie de mister Hyde al volante, se transformó en el doctor Jekyll y gritó con cierta vulgaridad: ¡ Pus pásale, vieja guanga! El destino de su insulto, una viejita en vocho que no se enteró de nada, nos rebasó. El chofer volteó hacia mí, emprendió un guiño de complicidad y dijo: "Pinches viejas". La experiencia anterior me dejó reflexionando sobre la posible razón que explique por qué se nos desmadran las entendederas de manera tal.
Los capitalinos conducimos muy diversos tipos de vehículos: cochesotes, cochecitos, taxis y camiones. Los tripulantes pueden ser viejitas (como la guanga), burócratas que van al trabajo, o Pithencatropus en peseros; todos sin ninguna excepción tenemos la perdularia tendencia a enloquecer detrás del volante. Por alguna razón, que seguramente tiene que ver con la humillación sufrida por nuestros antepasados tenochcas, pensamos que el que se deja rebasar es puto, que aquel que cede el paso se ha vuelto loco o que el que se detiene para dejar pasar un poliomielítico merece un bocinazo con mentada de madre. ¿ Quién lo entiende? Ensayemos un análisis de la fauna automovilística y las mañas que la determinan.
Los oligarcas jóvenes.-- Los tristemente célebres júnior son jóvenes muy jóvenes que manejan sus coches a velocidades supersónicas; cuando se enojan manejan más rápido y son tan brutos que no se han dado cuenta que en nuestra ciudad el promedio de velocidad es de 20 kph. De todas maneras le recortan la suspensión a los coches, usan guantes y utilizan la palanca de velocidades como Thor usaba su martillo. Consideran que la distancia adecuada para tomar el volante es de dos metros y esto determina que para dar una vuelta necesiten hacer una contorsión de circo. Cuando chocan le hablan a su papá.
Los oligarcas viejitos.-- Les encanta leer el periódico, así no se dan cuenta de las atrocidades cometidas por su chofer. A veces les da por hacer llamadas telefónicas (¿ Jaime?... estoy aquí en el Periférico), y cuando reciben un soplo de juventud se compran un Corvette y salen a pasear con cachuchita.
Los peseros.-- Ya muchos zoólogos se han encargado de tratar de descifrar el comportamiento de estos animales. Les gusta jugar carreras por el carril de en medio; algunos especialistas han reportado que pueden cerrarse sobre un coche en menos de un segundo y que si chocan les vale madre. Consideran el concepto « atrás » como un espacio en el que siempre hay lugar, y se asume que los trastornos conductuales que sufren son consecuencia de la música que oyen.
Las tías.-- Todo mundo tiene una tía que maneja. Se trepa al coche, sume la nariz en el parabrisas y trata de enfocar el camino con sus lentes de fondo de botella. Cuando va a dar vuelta a la derecha saca la mano a la izquierda. Por algún misterio del azar su coche (un Plymouth 59) se mantiene intacto, mientras detrás de ella queda una cauda de desastres.
El lumpen degenerativo.-- Son los que con una bailarina encuerada en el retrovisor y la virgencita de Guadalupe en la parte de atrás se dejan ir como Lanzarote del Lago. Andan en grupo y frecuentemente llevan un objeto que disminuye su visibilidad, como un excusado o kilo y medio de varilla. Tienen la costumbre de negar cualquier responsabilidad ante un incidente en la vía pública.
Los materialistas.-- El problema con los camioneros es que seguramente nadie les ha explicado que, de acuerdo con la segunda ley de Newton, un vehículo que desplaza tres toneladas necesita cien metros para dar un frenazo. Lo averiguan cuando dejan como charamusca el coche de algún incauto. Entonces bajan todos los tripulantes (los que van en la caja suelen ir desnudos) y le echan montón a la víctima. Ni modo.
Lo único bueno del asunto es que nuestra imbecilidad para manejar es democrática y esto determina la posibilidad de encuentros entre las clases sociales... en la esquina de Copilco y Universidad.
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