jueves, 13 de agosto de 2015
Fotografías (El Financiero 1996)
Existen fotografías notables; la primera que me viene a la mente es una que fue tomada durante una reunión de académicos muy serios en el instante preciso que el afamado doctor (cambiaré el nombre por pudor) Juan de Letrán -un tipo que se sentía Clark Gable- estornudaba. La notabilidad consistió en que la instantánea fue tan oportuna que capturó al peluquín del doctor de Letrán arriba del puente nasal y no en la coronilla que era donde debía estar. El fotógrafo del congreso hizo su agosto y nos vendió copias a todos los asistentes. El doctor de Letrán no salió de su cuarto durante los dos días siguientes.
El efecto devastador de una fotografía es un asunto que nunca dejará de sorprenderme ya que pone de manifiesto -indeleblemente- alguna peculiaridad de la condición humana. El caso de la foto notable es un ejemplo: no había ser humano que ignorara el hecho de que el doctor de Letrán usaba un peluquín que le confería el aspecto de alguien que trae un gato persa en la cabeza. Sin embargo la fotografía de marras se convirtió en el testimonio histórico acerca de un viejo canijo que un día hizo un papelón mientras hablaba de la fauna de las Antillas... y eso no se cura con nada.
Los héroes nacionales, por ejemplo, han sufrido la falta de tecnología que nos pudiera ilustrar acerca de su aspecto. Así los señores Allende, Aldama y Abasolo que seguramente eran tan diferentes como Muñoz Ledo, Oñate y Calderón, no tienen más remedio que ser confundidos en las estampitas que los representan con el cuello alzado lleno de garigoleos y patillas de taquero. Así también todo señor de pelo entrecano con corbatita de lazo y levita, puede entrar limpiamente en el espectro comprendido entre don Andrés Quintana Roo y Enrique Rébsamen, con el agravante de que nadie sabe a ciencia cierta que es lo que hizo cada uno... cosas de no tomarse la foto.
La necesidad de tomarse fotos en los tiempos modernos puede obedecer a razones muy variadas. El viaje a París por ejemplo, entonces el señor que se siente Enrique Bostelman, pone a la señora a posar frente a la torre Eiffel mientras prepara una toma efectista. Cuando se revelan las fotos el resultado invariablemente es siniestro y a la vieja -que salió del tamaño de una hormiga- hay que señalarla con una flechita para luego mostrar los resultados a un grupo de amigos. Eso -invitar amistades a una sesión de fotos- es un acto que tiene connotaciones de sadismo extremo. Los anfitriones le piden a sus invitados que se pongan cómodos, sacan el proyector de transparencias y se dedican las siguientes tres horas a presentar setecientas catorce fotografías del palacio de justicia en Colonia, luego cuentan anécdotas (ay gordo, aquí es donde nos cayó mal la comida) y se ríen solos. Terrible.
Otra derivación monstruosa que tiene la fotografía la encontramos en las credenciales. Por algún misterio estético indescifrable para mí, en el momento que uno se sienta en el banquito y recibe la instrucción de no parpadear, el asunto ya valió madre. El fotografiado puede ser Robert Redford que no importa, invariablemente saldrá con los mismos ojos que tiene alguien que acaba de recibir una descarga de 20 megawatts, o con baba en las comisuras. Luego están las fotografías de estudio, en las que ponen a una quinceañera o a un niño baboso arriba de un pedestal desempeñando actividades que nadie emprendería en su sano juicio, como tocar una lira o dar un pasito de minuet.
El último gran problema es la fotogenia. Recientemente me tomaron una fotografías con el sano propósito de que la mejor de ellas ilustre un libro por venir. Llegó el fotógrafo en medio de una reunión en que la mitad de mis invitados estaban ebrios. Me pidió que me asomara por un balcón o que viera al horizonte. Cuándo hablé con el joven editor Andrés Ramírez y le pregunté por las fotos contestó: “pareces asesino serial”. El otro día vi las fotos y efectivamente... parezco asesino serial. ¿Será?
martes, 11 de agosto de 2015
Ande yo caliente El Financiero 1996
Esta reflexión sobre la moda, se inició de un modo empírico hace unos días cuando me encontré a una amistad que venía vestida como la planta de la guanábana: ¿y ese modelito? pregunté siguiendo la mexicanísima costumbre de joder al prójimo “qué sabes tú, que te vistes como don Teofilito” -respondió la amistad devolviendo el golpe. El comentario fue -desgraciadamente- atinadísimo y me cerró la boca. Más tarde me quedé pensando acerca de la incapacidad congénita que poseo para establecer un vínculo conceptual con la compleja idea de “moda”.
En mi niñez, por ejemplo, bien podría haber sido considerado como un adelantado, ya que me ponía unos overoles de aviador que la gente empezó a utilizar veinte años después. El pelo me lo cortaba al estilo Paricutin, esto es, a rape en los parietales y largo en la coronilla, justo como hacen hoy los adolescentes oligofrénicos. En realidad nunca he podido establecer cuáles son los misteriosos procesos que orientan a un ser en pleno uso de facultades a ponerse un arete en el pezón o que determinan que se usen sombreritos como el que su majestad, la reina Isabel, uso ayer en la final de la eurocopa. Pero, como ya expliqué, quien soy yo para andar criticando.
La moda, desde luego, obedece a criterios cambiantes y entonces hay que adaptarse. Los verdaderos árbitros de la elegancia son aquellos que logran otear los vientos de la estética y estar siempre como don Ferruco en la Alameda, a esa categoría pertenece -según me explican- Carlos Fuentes. Otros nos conformamos con ir por la vida dando de que hablar. Ni modo.
Un breve paseo por la historia nos ofrece información aleccionadora; nuestros antepasados se vestían con plumas y son los pioneros del barroco temprano. Baste imaginar a Moctezuma recibiendo a las visitas con su penacho, que por cierto podrá ser muy bonito pero en la cabeza de un ser humano se ve horroroso, y el ejemplo lo han ofrecido históricamente nuestras representantes en concursos de belleza internacionales que con el penacho parecen artesanía de Olinalá. Los españoles trajeron las medias y unos pantalones bombachos de rayitas. Además impusieron la barba y el bigote. Se pueden reconocer en las litografías, porque usan un casco que parece carabela, pero al revés y por su inevitable tendencia a traer un indio arrastrado de los pelos.
Luego se pusieron de moda las patillas de taquero para los señores y el chongo para las damas. En el caso de los virreyes era muy bien visto utilizar una peluca con cairelitos y medallas en el saco, que podía ser azul rey o amarillo. Lo fascinante del asunto, según yo, no es como se veía la corregidora (por cierto, siempre de perfil), sino el momento en que alguna señora se soltaba el pelo y ensayaba una nueva opción ¿Qué pensaba? ¿Cuál era el primer efecto? No lo sé.
Los mexicanos, aparentemente, hemos mostrado muy poca iniciativa para diseñar nuestros propios modelitos y más bien hemos vivido a la espera de las últimas novedades para imitarlas rápidamente (el nacionalista que crea lo contrario, pregúntese a sí mismo cuando ha visto a una alemana vestida de china poblana en una calle de Munich).
En realidad lo que ha sucedido es que hemos decidido uniformarnos de acuerdo a nuestra condición gremial. Los intelectuales (no me refiero a los orgánicos que se visten en Robert´s) entran en la clasificación de “desarrapado” rápidamente, dado su gusto por prescindir de símbolos de esclavitud como las corbatas y entonces consideran un valor agregado el de vestirse con pana y fumar cigarros franceses. Los jóvenes ejecutivos utilizan trajes pastel y corbatas que parecen el arrecife de Cozumel. Para comer se guardan la corbata en la barriga. Los estudiantes -si son de Derecho- se visten como sus papás y en cambio si estudian artes plásticas, como si fueran a bailar la danza de los venados. Los académicos de la UNAM no pueden ser descritos porque no se quitan la bata... y así por el estilo.
Mi esquizofrenia ha determinado que no posea ninguna identidad gremial ¿que significa esto? que la moda y yo jamás nos entenderemos. Ni modo (again).
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