jueves, 16 de agosto de 2012
Impuestos ambientales (Equilibrio 2011)
Impuestos y medio ambiente
Fedro Carlos Guillén
La Real Academia Española nos hace favor de definir un “Impuesto” como “Tributo que se exige en función de la capacidad económica de los obligados a su pago”. Los términos son reveladores; “exigir” es justamente lo que hace el gobierno al hacer valer sus funciones recaudatorias y ello ha generado una serie de reacciones endémicas en la ciudadanía que abarcan un espectro muy amplio en el que campea la evasión, la protesta y la crítica al mal uso que se hace del tributo ciudadano. Para decirlo en español, nadie o muy pocos quieren pagar impuestos y harán lo posible por evitarlo…así son las cosas.
En este escenario genérico se inscriben los impuestos ambientales cuyo origen se asocia con el término de “sustentabilidad del desarrollo” en el que se germina la idea de que el deterioro y restauración ambiental no pueden desligarse de componentes económicos. Los estudiosos al integrar ambas variables descubrieron que al utilizar un recurso o generar desechos contaminantes sin asumir los costos de esta degradación se producen “externalidades negativas” que no son otra cosa que el valor económico asociado a esta inacción. Por ejemplo, la devastación de manglares en el Sureste mexicano tiene consecuencias ambientales y económicas que se pueden expresar monetariamente, frecuentemente con varios puntos del PIB nacional.
Ante este panorama es que en la década de los setenta se generaron en la en la OCDE conceptos como “el que contamina paga”, tratando de introducir costos ambientales al sistema de precios. Los impuestos (tributos, exenciones y estímulos) tienen varias formas de expresarse pero para fines de economía de espacio, los podríamos dividir en dos grandes categorías; los incentivadores –que pretenden la modificación de conductas de degradación- y los redistributivos, cuya meta es obtener ingresos para el gasto público ambiental. Diversos análisis señalan la importancia de buscar un equilibrio entre ambas alternativas en un esquema de transparencia fiscal, un tema, por cierto, lleno de opacidad en este país.
Diversos países, señaladamente miembros de la OCDE han generado iniciativas fiscales para reestructurar sus impuestos siguiendo una tendencia de indexación a emisiones. En muchos casos, por ejemplo, más del 50% del costo de los combustibles, está representado por obligaciones fiscales lo que ha producido reacciones del mercado ambientalmente correctas como producir gasolinas con menores concentraciones de plomo.
En México el tema de los impuestos y el medio ambiente se ha desarrollado por la vía de la coyuntura y la desarticulación. En noviembre de 2003 el Presidente Fox envió una iniciativa de ley de impuestos ambientales, confusa y mal estructurada, en la que se planteaba por ejemplo el gravar sustancias tóxicas que estaban prohibidas por ley. En realidad lo que ha venido ocurriendo en materia de políticas es la priorización de criterios de rentabilidad política en el corto plazo con muy adversos efectos ambientales. Los subsidios a la gasolina, el agua o el diesel son un claro ejemplo de perversiones inaceptables ya que al no integrar el verdadero valor de estos productos, ya sea por su potencial contaminante o su escasez, se contribuye de manera directa al deterioro ambiental nacional.
Dentro de las principales objeciones a los impuestos ambientales se cuenta la de que no aumentarían la recaudación ya que las causas que impusieron el gravamen se irían modificando. Esta aparente paradoja parte de la idea mecánica y tecnocrática de que los impuestos son fijos e inmutables. Sin embargo esta no es la única objeción; la falta de desarrollo de métodos para cuantificar económicamente la degradación ambiental, la resistencia que se traslade a la colectividad el daño generado por un grupo social, el contexto político, medroso y timorato, así como la falta de cultura fiscal y ambiental, hacen que el tema de los impuestos y el medio ambiente se vean tan cercanos como la coronación de México en una copa del Mundo, lo que nunca dejará de ser una mala noticia.
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