Por alguna razón que escapa a mi entendimiento, en todos los procesos que los seres humanos emprendemos siempre hay un pero. No importa de qué se trate, no importa cuán atractivo parezca algo, la regla del pero se aplica sistemática y mortal. Si queremos ser mejores (el sueño de Tolstoi) debemos obtener una enseñanza ejemplar, una moraleja que nos ayude a evitar ir por la vida dando traspiés.
Ilustremos:
a) En 1925, mi tía Engracia tenía un pretendiente, el único que se hizo de valor para intentar cortejarla a lo largo de 25 años. Era un muchacho de buena familia, diligente y formal... pero tenía un defecto: su gracia máxima consistía en arrugar la frente tapizada de barros que ante la tensión epitelial se exprimían horriblemente. Concluido el acto, el pretendiente festejaba la broma (me lo imagino riendo) y se limpiaba con un pañuelo. Moraleja: Ten cuidado de los hombres con acné que se crean muy chistosos ¿mi tía? No se casó nunca.
b) El 5 de mayo de 1862 las armas nacionales se cubrieron de gloria. El Ejército de Oriente comandado por Zaragoza derrotó a los franceses, invictos desde Waterloo. La batalla tuvo dos derivaciones por completo diferentes: cuatrocientos ochenta franceses murieron y los burócratas del país no trabajaron más en el aniversario de la batalla. Esta victoria nos debe enorgullecer... pero, el 10 de junio de 1863, un año después, el general francés Elías Forey entraba como Pedro por su casa a la ciudad de México para comerse un molito a la salud de los mexicanos. Moraleja: No festejes hasta que sepas que hay motivo, recuerda que el último minuto también tiene sesenta segundos.
c) En 1980, una mujer alcanzó por primera vez un ministerio dentro del gobierno mexicano... pero, los méritos de dicha dama, como usted probablemente sepa, eran definitivamente extracurriculares (me da vergüenza recordarlos). Moraleja: No llegan necesariamente los mejores sino los más buenos.
d) En 1978, los ratones verdes aplastaron a sus vecinos de CONCACAF, ¿se acuerda? Rergis, el "Gonini", Cuéllar y compañía se convirtieron en la esperanza nacional. Todo México se vistió de fiesta, Roca apostó (¡qué bruto!) que conseguirían cinco de los seis puntos a disputar en la primera ronda del mundial de Argentina... pero, el poderoso equipo de Túnez nos metió tres goles, Polonia venció fácilmente y Alemania nos hizo puré con seis golecitos. Moraleja: Si le metes 17 goles a Martinica y crees que puedes repetir la hazaña con Alemania eres un estúpido, revisa tus metas.
e) En 1993 mi gran amigo Benjamín Bulajevsky me informó que había descubierto un negocio genial; "es muy fácil" decía, "vas a un lugar donde te venden un aparatito para hacer quesos, te metes al lavabo del baño de tu casa, tres horas de trabajo y ¡presto! quedan los quesos que luego llevas a la misma compañía y vendes al doble de precio", "es un fraude" dije, "para nada, todo está por escrito, es porque no tienen capacidad de producción, ya me gané cinco mil pesos"... pero, era un fraude. Moraleja: El dinero fácil no existe a menos que seas lenón o narcotraficante o político corrupto o policía... etcétera.
f) El juez Harry Greenburg logró en 1979 el sueño de su vida: trabajar en el torneo de Wimbledon. Lo colocaron en una silla detrás de uno de los jugadores y desde allí se dispuso a cumplir su más anhelada meta... pero, un saque supersónico mal dirigido lo golpeó en los testículos, Harry, sufriendo un comprensible espasmo, se fue para atrás y se desnucó en el acto. Moraleja: La que se me ocurre es demasiado ordinaria, por lo que le suplico, queridísimo lector, que saque usted sus propias conclusiones.
lunes, 29 de noviembre de 2010
martes, 23 de noviembre de 2010
¿Por qué no voy al dentista? (El Financiero 1995)
La costumbre de comer cacahuates japoneses la adquirí en la secundaria. Abría el celofán y vaciaba el contenido en la bolsa de mi pantalón para no dar, costumbre que todas mis parejas adolescentes consideraban repugnante. El abuso de este hábito me dejó los dientes como de octogenario, un día se me salió una amalgama y la tragué, "se puede recuperar" dijo mi tía Regina. No quise ni averiguar cómo, de manera que hice una cita con el Dr. Zamarripa, dentista amigo de mi padre para un examen completo.
El Dr. Zamarripa era un personaje extraordinario desde varios puntos de vista; tenía noventa y seis años. Es decir, pudo, sin muchas prisas, haber sido el ortodoncista de Porfirio Díaz. Cuando mi madre (mi padre no se atrevió) me informó acerca de la edad de mi futuro dentista tomé el directorio y busqué rápidamente la letra "D", sin embargo, mi hermana (una de las víctimas previas) me explicó que Zamarripa no practicaba (menos mal pensé), que era su asistente la que hacía todo instruida por él y que el trabajo que realizaba era muy competente.
-- Ellos arreglaron a la tía Engracia -- dijo en un ingenuo intento promocional.
"Pues menuda la hicieron" pensé para mis adentros. Mi tía Engracia tenía una boca como la de Nosferatu.
Pese a todo, Zamarripa daba crédito y eso me convenció. En el Metro, camino al consultorio iba yo con dolores en el pecho.
Las horas de antesala pasaron, cada minuto se convirtió en una modesta agonía.
Al entrar al consultorio me quise morir: era prácticamente imposible reconocer quién era Zamarripa y quién su asistente, ambos parecían dirigentes de la CTM. Me sentaron en el sillón y Etelvina, que así se llamaba la señora y que tenía una voz ligeramente más aguda que la de su colega preguntó:
-- ¿Cómo está nuestro enfermito?
Yo, que tenía 26 años, sonreí con la boca abierta.
Etelvina analizaba con su espejito y transmitía su diagnóstico:
-- Muela derecha fracturada, premolar antero posterior sin amalgama, etcétera.
Zamarripa anotaba flechitas en un diagrama.
-- Le vamos a poner una corona -- dijo el Dr.-- , no se preocupe, no le va a doler.
Maldito si estaba yo preocupado, fue precisamente el comentario lo que me alarmó.
-- Doña Ete, rebájele aquí al amigo el molar antero posterior.
Etelvina tomó la fresadora y la aplicó diligente sobre mi molar con una eficiencia tal que sentí cómo la virgen me hablaba al oído y decía algo acerca de los cacahuates japoneses. En un momento de profunda desesperación moral estiré la mano para detener el brazo de Etelvina. Sin embargo, se retiró con un movimiento agilísimo y lo único que pude apretar fue una chichi. Cuando terminó sudaba yo como un bendito.
-- Ya doctor -- dijo.
-- Bien, ahora haga la aplicación Abrí la boca nuevamente y Etelvina me aplicó algo parecido al chilpachole de jaiba, se sentía masoso cuando lo recorría con la punta de la lengua. Cuando terminaron, bajé tambaleante del sillón y salí por la puerta de vidrio. Fué la última vez que los vi.
Al llegar a casa me fui a ver al espejo del baño: ¡ tenía un diente de plata! No lo podía creer. Dentro de mis cánones pequeño burgueses cualquiera con un diente de plata era peor que perro.
Ahora sonrío con la boca chueca.
Por todo lo anteriormente expuesto es que no voy al dentista y eso, querido lector, es lo que sugiero que haga el resto de su vida.
El Dr. Zamarripa era un personaje extraordinario desde varios puntos de vista; tenía noventa y seis años. Es decir, pudo, sin muchas prisas, haber sido el ortodoncista de Porfirio Díaz. Cuando mi madre (mi padre no se atrevió) me informó acerca de la edad de mi futuro dentista tomé el directorio y busqué rápidamente la letra "D", sin embargo, mi hermana (una de las víctimas previas) me explicó que Zamarripa no practicaba (menos mal pensé), que era su asistente la que hacía todo instruida por él y que el trabajo que realizaba era muy competente.
-- Ellos arreglaron a la tía Engracia -- dijo en un ingenuo intento promocional.
"Pues menuda la hicieron" pensé para mis adentros. Mi tía Engracia tenía una boca como la de Nosferatu.
Pese a todo, Zamarripa daba crédito y eso me convenció. En el Metro, camino al consultorio iba yo con dolores en el pecho.
Las horas de antesala pasaron, cada minuto se convirtió en una modesta agonía.
Al entrar al consultorio me quise morir: era prácticamente imposible reconocer quién era Zamarripa y quién su asistente, ambos parecían dirigentes de la CTM. Me sentaron en el sillón y Etelvina, que así se llamaba la señora y que tenía una voz ligeramente más aguda que la de su colega preguntó:
-- ¿Cómo está nuestro enfermito?
Yo, que tenía 26 años, sonreí con la boca abierta.
Etelvina analizaba con su espejito y transmitía su diagnóstico:
-- Muela derecha fracturada, premolar antero posterior sin amalgama, etcétera.
Zamarripa anotaba flechitas en un diagrama.
-- Le vamos a poner una corona -- dijo el Dr.-- , no se preocupe, no le va a doler.
Maldito si estaba yo preocupado, fue precisamente el comentario lo que me alarmó.
-- Doña Ete, rebájele aquí al amigo el molar antero posterior.
Etelvina tomó la fresadora y la aplicó diligente sobre mi molar con una eficiencia tal que sentí cómo la virgen me hablaba al oído y decía algo acerca de los cacahuates japoneses. En un momento de profunda desesperación moral estiré la mano para detener el brazo de Etelvina. Sin embargo, se retiró con un movimiento agilísimo y lo único que pude apretar fue una chichi. Cuando terminó sudaba yo como un bendito.
-- Ya doctor -- dijo.
-- Bien, ahora haga la aplicación Abrí la boca nuevamente y Etelvina me aplicó algo parecido al chilpachole de jaiba, se sentía masoso cuando lo recorría con la punta de la lengua. Cuando terminaron, bajé tambaleante del sillón y salí por la puerta de vidrio. Fué la última vez que los vi.
Al llegar a casa me fui a ver al espejo del baño: ¡ tenía un diente de plata! No lo podía creer. Dentro de mis cánones pequeño burgueses cualquiera con un diente de plata era peor que perro.
Ahora sonrío con la boca chueca.
Por todo lo anteriormente expuesto es que no voy al dentista y eso, querido lector, es lo que sugiero que haga el resto de su vida.
martes, 16 de noviembre de 2010
Los idiomas (El Financiero 1996)
"Mery livs en Coyacán aviniu", así empezaba la frase con la que una maestra dotada del mismo nivel de comprensión de un burro de planchar, trataba de enseñarnos inglés a un grupo de infantes que la veíamos con los ojos como platos tratando de entender de qué carajos nos serviría saber la vida y andanzas de Mery, que además de vivir en la avenida Coyoacán, tenía "ten yiers old", un "fader" que se llamaba "Yon" y una moder "Alis". Si la pinche niña compraba un perrito, rájale,nos enterábamos ¿Que Mery iba a una fiesta muy divertida? Pues venga, a compartirlo grupalmente. La maestra (a la cual teníamos que llamar Miss algo), se quedó calva ante el esfuerzo y nunca logró de nosotros el más mínimo asomo de comprensión, ello quizá motivado no sólo por Mery, sino por una estrategia didáctica muy mamona basada en poner sellitos con animales; una abejita para los aplicados, un burro para los que no hacían la tarea y un oso comiendo miel para los huevones.
Está claro que el idioma que se hable en cualquier lugar es consecuencia del nivel de dominio. En España nadie habla huehuenche ni en Francia tungamanga (que debe ser un dialecto camerunés). Anteriormente se consideraba de muy buen gusto que las señoritas decentes tudiaran francés. Sin embargo, tal costumbre --que no servía más que para que los padres presumieran a sus retoños como se presume a un perro-- se ha venido abajo y lo que hoy se estila es aprender inglés, que es el idioma que rifa.
Como no es lo mismo andar atrás que en ancas, la necesidad de aprender inglés es compartida por un niño que nace en Oklahoma y por el dueño de una palapita de porquería en Puerto Escondido, porque, si no, el gringo no entiende nada y se va con sus dólares a algún lugar donde lo traten mejor. Ello y la globalización económica ha determinado que la necesidad de aprender inglés sea equivalente a la de casarse o mantener una vida sexual plena. El que no habla inglés está (para todo fin práctico) jodido.
¿Cómo hemos enfrentado esta carencia? Pues de mil modos. En primer lugar están las famosas academias de idiomas en las que la gente se inscribe con la esperanza de no hacer el ridículo en el próximo viaje a Disneylandia. Una notabilidad de estas academias es que los interesados son reunidos en grupos independientemente de sus características personales, y entonces sucede que la agrupación de intermedios de las tres de la tarde mantiene el siguiente perfil: un niño de doce años, una secretaria desempleada, un joven ejecutivo bancario, una señora fodonga que no tiene nada que hacer y uno que es un taradazo. La sesiones entonces implican que la gente se cuente su vida cotidiana y de esa manera los estudiantes se enteran de la tarea de Luisito, de los retos de la taquimecanografía, de la estrategia correcta para llenar una ficha de depósito o de la receta del pescado empapelado (el taradazo nunca dirá nada). Luego vienen los exámenes y todo mundo pasa al siguiente nivel (casi siempre son quince niveles). Al graduarse el estudiante, dada su formación, es comisionado para una empresa que ponga a prueba sus nuevas capacidades (ir por un gringo al aeropuerto, por ejemplo) y el desastre se manifiesta cuando el gringo entiende algo así como que en México somos masturbadores compulsivos y todo debido a que el estudiante confundió un tiempo verbal.
La otra alternativa es irse a vivir a algún lugar donde se hable inglés. Para lograr este saludable propósito hay de tres aguas: a) ser nombrado embajador; b) obtener una beca para estudiar acerca de la aceleración de partículas subatómicas, o c) irse de bracero. Dado que las opciones a y b están prácticamente clausuradas para todos nosotros, parecería que la única opción terrenal es salir rumbo a la pizca del tomate. Miento, otra opción es estudiar en una escuela bilingüe donde los estudiantes se sientan noruegos y empezar la historia de Mery, pero (lo juro) ésta tampoco es solución ya que recientemente me enfrenté a un chino sin que pudiéramos articular alguna idea concreta, por lo que para finalizar con cierta dignidad nuestro diálogo le tuve que preguntar: "¿Juat taim is it?"... qué vergüenza.
Está claro que el idioma que se hable en cualquier lugar es consecuencia del nivel de dominio. En España nadie habla huehuenche ni en Francia tungamanga (que debe ser un dialecto camerunés). Anteriormente se consideraba de muy buen gusto que las señoritas decentes tudiaran francés. Sin embargo, tal costumbre --que no servía más que para que los padres presumieran a sus retoños como se presume a un perro-- se ha venido abajo y lo que hoy se estila es aprender inglés, que es el idioma que rifa.
Como no es lo mismo andar atrás que en ancas, la necesidad de aprender inglés es compartida por un niño que nace en Oklahoma y por el dueño de una palapita de porquería en Puerto Escondido, porque, si no, el gringo no entiende nada y se va con sus dólares a algún lugar donde lo traten mejor. Ello y la globalización económica ha determinado que la necesidad de aprender inglés sea equivalente a la de casarse o mantener una vida sexual plena. El que no habla inglés está (para todo fin práctico) jodido.
¿Cómo hemos enfrentado esta carencia? Pues de mil modos. En primer lugar están las famosas academias de idiomas en las que la gente se inscribe con la esperanza de no hacer el ridículo en el próximo viaje a Disneylandia. Una notabilidad de estas academias es que los interesados son reunidos en grupos independientemente de sus características personales, y entonces sucede que la agrupación de intermedios de las tres de la tarde mantiene el siguiente perfil: un niño de doce años, una secretaria desempleada, un joven ejecutivo bancario, una señora fodonga que no tiene nada que hacer y uno que es un taradazo. La sesiones entonces implican que la gente se cuente su vida cotidiana y de esa manera los estudiantes se enteran de la tarea de Luisito, de los retos de la taquimecanografía, de la estrategia correcta para llenar una ficha de depósito o de la receta del pescado empapelado (el taradazo nunca dirá nada). Luego vienen los exámenes y todo mundo pasa al siguiente nivel (casi siempre son quince niveles). Al graduarse el estudiante, dada su formación, es comisionado para una empresa que ponga a prueba sus nuevas capacidades (ir por un gringo al aeropuerto, por ejemplo) y el desastre se manifiesta cuando el gringo entiende algo así como que en México somos masturbadores compulsivos y todo debido a que el estudiante confundió un tiempo verbal.
La otra alternativa es irse a vivir a algún lugar donde se hable inglés. Para lograr este saludable propósito hay de tres aguas: a) ser nombrado embajador; b) obtener una beca para estudiar acerca de la aceleración de partículas subatómicas, o c) irse de bracero. Dado que las opciones a y b están prácticamente clausuradas para todos nosotros, parecería que la única opción terrenal es salir rumbo a la pizca del tomate. Miento, otra opción es estudiar en una escuela bilingüe donde los estudiantes se sientan noruegos y empezar la historia de Mery, pero (lo juro) ésta tampoco es solución ya que recientemente me enfrenté a un chino sin que pudiéramos articular alguna idea concreta, por lo que para finalizar con cierta dignidad nuestro diálogo le tuve que preguntar: "¿Juat taim is it?"... qué vergüenza.
domingo, 14 de noviembre de 2010
Antónimo de anfibología (El Financiero 1996)
Leo, con cierto sobresalto, que 260 mil estudiantes están presentando un examen en el momento que yo redacto estas líneas. ¿Qué les irán a preguntar? ¿Cuántos de ellos llevarán un acordeón? ¿Cuántos una estampita de San Carlos Borromeo? ¿Quiénes le habrán pedido al primo que se las sabe de todas todas que resuelva las preguntas clandestinamente? La verdad es que no lo sé. Lo que sí recuerdo de estos exámenes se remonta al cretácico, cuando yo mismo fui uno de esos estudiantes nerviosos que llegaron con su lápiz del dos esperando un milagro de la guadalupana. La experiencia la puedo catalogar como siniestra y transformadora. Aún no puedo resolver un examen y mucho menos aplicarlo.
Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun. Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así: "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la chingada madre del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.
Exámenes.
Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia. En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma. Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en la cabeza y sentí que la vida no valía nada.
En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles, las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que era la de los frijoles. Y santo remedio.
Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".
Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.
Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun. Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así: "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la chingada madre del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.
Exámenes.
Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia. En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma. Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en la cabeza y sentí que la vida no valía nada.
En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles, las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que era la de los frijoles. Y santo remedio.
Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".
Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.
jueves, 11 de noviembre de 2010
De comida (EL Financiero 1998)
En mis mocedades pasé algunas semanas en una casa de huéspedes inglesa dirigida por la señora Gerdah, una mujer de chonguito y muy mal carácter. Debo agregar que además de ser mi casera, la señora Gerdah, era ligeramente estúpida, ya que me explicó cuántos jabones había en el baño, la forma correcta de conectar un cable pero olvidó avisarme que entre los distinguidos huéspedes de la pensión había uno que tenía una forma maligna de retardo mental. El primer día que bajé a servirme el desayuno sentí que alguien se movía atrás de mí, voltee y envejecí siete años nomás del sustazo que me puso el jovenazo, que en ese momento hacía una kata con los ojos cerrados y a treinta centímetros de mi nuca.
Pero en realidad no quiero hablar hoy del sujeto (que se llamaba Mauro) sino de la comida inglesa que, dicho sea con todo respeto, era una mierda.
Durante años había yo escuchado acerca de la “flema inglesa” pues bien, lo que quiera que significara tal término, seguramente se debía a lo que esta pobre gente come y que consiste esencialmente en entrañas hervidas, cerveza caliente y un té que sabe a cáscara de naranja. Si usted, querido lector, ha tenido la paciencia de seguir esta columna a lo largo de los años se dará cuenta de que mi alma no se anima por ningún sentimiento de nacionalismo y que andar comparando las virtudes nacionales con las de otros países me parece simplemente una forma de demostrar lo imbécil que se puede llegar a ser, sin embargo en el caso culinario la cosa no tiene remedio ya que, efectivamente comparados con otros no salimos tan mal librados.
La comida japonesa se ha puesto de moda entre las huestes elegantes de la sociedad; se considera de mucha vanguardia llegar a un lugar sentarse en una posición completamente antinatural metiendo las espinillas en las ingles y luego usar un par de palitos que son incomodísimos y que deben ser responsables de la tala amazónica ¿para qué? Para comer una serie de cosas que en el mejor de los casos están crudas y meterlas en una salsa amarilla que parece mostaza pero que en realidad provoca la pérdida de la memoria a corto plazo.
La comida árabe está llena de virtudes, quizá la más conspicua es después de una dosis adecuada uno encuentra la verdad de las cosas inmediatamente antes de sufrir una ausencia. Una vez durante un viaje y en medio de la noche egipcia, mi buen amigo Célis se comió medio carnero y una como especie de leche que estaba semicruda, su siguiente recuerdo lúcido fue al despertar en la habitación del hotel rodeado de gente que empezaba a velarlo (en testimonios posteriores dice que vio la luz al final del túnel).
“Por su aspecto los conoceréis” parafraseo al clásico, en el caso de los gringos esta es una verdad del tamaño de una casa, lo primero que uno nota es que de jóvenes su máxima preocupación es la de lucir cuerpos esbeltos y torneados. Desgraciadamente para todos, esta preocupación les dura tres años y luego se vuelven una forma humana de lo que los reposteros conocen tradicionalmente como volován. Esto desde luego, se debe a lo que comen y que consiste esencialmente en una dieta de ocho mil calorías diarias. A los gringos les parece muy atractivo, por ejemplo, echar un kilo de mantequilla en un recipiente para palomitas que alimentaría a Jungapécuaro o comer “nachos” que no son más que totopos sumergidos en una mengambrea de queso y que seguramente son cancerígenos.
En fin mis profundas neurosis culinarias se vieron sorprendidas con la “guajolota” un ingenio gastronómico consistente en meter en una telera un tamal prensado y llevárselo a la boca (lo mismo que si se llevara medio kilo de mastique). Por todo lo anterior he decidido hacerme macrobiótico, cosa que sé que a ustedes (amados lectores) les importa lo mismo que el precio de la papaya maradol.
Comida.
Pero en realidad no quiero hablar hoy del sujeto (que se llamaba Mauro) sino de la comida inglesa que, dicho sea con todo respeto, era una mierda.
Durante años había yo escuchado acerca de la “flema inglesa” pues bien, lo que quiera que significara tal término, seguramente se debía a lo que esta pobre gente come y que consiste esencialmente en entrañas hervidas, cerveza caliente y un té que sabe a cáscara de naranja. Si usted, querido lector, ha tenido la paciencia de seguir esta columna a lo largo de los años se dará cuenta de que mi alma no se anima por ningún sentimiento de nacionalismo y que andar comparando las virtudes nacionales con las de otros países me parece simplemente una forma de demostrar lo imbécil que se puede llegar a ser, sin embargo en el caso culinario la cosa no tiene remedio ya que, efectivamente comparados con otros no salimos tan mal librados.
La comida japonesa se ha puesto de moda entre las huestes elegantes de la sociedad; se considera de mucha vanguardia llegar a un lugar sentarse en una posición completamente antinatural metiendo las espinillas en las ingles y luego usar un par de palitos que son incomodísimos y que deben ser responsables de la tala amazónica ¿para qué? Para comer una serie de cosas que en el mejor de los casos están crudas y meterlas en una salsa amarilla que parece mostaza pero que en realidad provoca la pérdida de la memoria a corto plazo.
La comida árabe está llena de virtudes, quizá la más conspicua es después de una dosis adecuada uno encuentra la verdad de las cosas inmediatamente antes de sufrir una ausencia. Una vez durante un viaje y en medio de la noche egipcia, mi buen amigo Célis se comió medio carnero y una como especie de leche que estaba semicruda, su siguiente recuerdo lúcido fue al despertar en la habitación del hotel rodeado de gente que empezaba a velarlo (en testimonios posteriores dice que vio la luz al final del túnel).
“Por su aspecto los conoceréis” parafraseo al clásico, en el caso de los gringos esta es una verdad del tamaño de una casa, lo primero que uno nota es que de jóvenes su máxima preocupación es la de lucir cuerpos esbeltos y torneados. Desgraciadamente para todos, esta preocupación les dura tres años y luego se vuelven una forma humana de lo que los reposteros conocen tradicionalmente como volován. Esto desde luego, se debe a lo que comen y que consiste esencialmente en una dieta de ocho mil calorías diarias. A los gringos les parece muy atractivo, por ejemplo, echar un kilo de mantequilla en un recipiente para palomitas que alimentaría a Jungapécuaro o comer “nachos” que no son más que totopos sumergidos en una mengambrea de queso y que seguramente son cancerígenos.
En fin mis profundas neurosis culinarias se vieron sorprendidas con la “guajolota” un ingenio gastronómico consistente en meter en una telera un tamal prensado y llevárselo a la boca (lo mismo que si se llevara medio kilo de mastique). Por todo lo anterior he decidido hacerme macrobiótico, cosa que sé que a ustedes (amados lectores) les importa lo mismo que el precio de la papaya maradol.
Comida.
lunes, 8 de noviembre de 2010
De groserías (El Financiero 2001)
Parece que la Real Academia de la Lengua (cuando escribo lo anterior me imagino a un puñado de viejitos que se pasan discutiendo llenos de ademanes si se dice “no hay nadie” y cosas de tan grueso calibre) nos ha hecho el favor de admitir un montón de términos que en México son clasificados genéricamente como “malas palabras” o bien “groserías”. De ello me enteré a través de las noticias que consignaban al presidente Fox cambiándole el nombre a Borges (por supuesto no es su culpa, sino de quien le pone a leer cosas que no entiende). En fin, el asunto es que en el terreno de las palabras incorrectas me considero sin ninguna modestia una autoridad nacional y por primera vez en muchos años considero que sé de lo que hablo al abordar este candente tema.
Muchos conductores de radio y televisión retomaron el asunto y se regodearon con la nota lo que supuso varias enseñanzas; la primera es que aquellos que tienen menores ratings fueron más a fondo y se despacharon por primera vez diciendo al aire palabras como chingada, nalgas y jodido. Otros fueron más cautos y algunos como Froylán López Narváez de plano diciendo “chifladeras” por chingaderas (forma eufemizante que siempre me ha parecido lamentable).
Una de las misiones educativas que los padres emprenden con mayor ahínco es la de dotar a los hijos de un equipaje de costumbres sociales que sigue invariablemente las mismas reglas; cuando los infantes son menores a cinco años es aceptado e inclusive se celebra que digan cosas como “tú caca” o “me duele la pirinola” acto seguido se entra en un proceso represivo que le vuela los dientes al menor si al referirse a su hermano lo llama imbécil o estúpido y si de plano sale con palabrotas como “puto” la familia entra en crisis y se realiza una exhaustiva investigación en la escuela y con los primos para saber de dónde saca el niño tanta grosería.
En la adolescencia los jóvenes suelen adoptar un lenguaje que envidiaría un carretonero y lo utilizan siempre sin ninguna mesura. Se adquieren en ése momento términos tan saludables como “te cojo”, “me la pelas” y demás yerbas. La vida adulta nos indica que tales términos son perfectamente aceptables en privado y con las conocencias pero nunca en público frente a desconocidos. La única excepción a la regla que conozco es la del gobernador Juan Sabines que en un discurso público y aparentemente hasta las manitas les dijo a sus enemigos políticos que hicieran favor de ir a chingar a su madre, es decir la de sus enemigos.
Estas reglas han sido particularmente seguidas en los medios de comunicación ya que las autoridades parten de una premisa (idiota) en el sentido de que permitir a los periodistas y demás miembros del sistema mediático que hablen con palabrotas es incitar a los oyentes a que hagan lo mismo. Por supuesto lo anterior es falso e inclusive ligeramente hipócrita ya que lo único que favorece es que la gente tenga que adquirir una personalidad como la del doctor Jekyll y mister Hyde y que hable de una forma hipocritona. Es por ello que las recientes noticias traen un soplo de are fresco a la vida pública y pueden ser las llaves que abran la cerradura que durante años nos han impuesto los señores de las buenas costumbres. ¿Ventajas? Muchas imagine usted, querido lector, por ejemplo que en las notas bursátiles el reportero dice, “la bolsa de valores perdió 6 puntos, ello se debe a los inversionistas hijos de la chingada que se llevaron sus capitales especulativos” o bien “ el ausentismo en la cámara alcanza una cifra record gracias a que la huevonería de los señores legisladores ha aumentado de manera exponencial los últimos años”. El ejercicio anterior podría permitir sacar de la jugada a términos que acusan ya cierto desgaste como “vándalos”, “multitud enfurecida” y “el diputado fulanito de tal (si, ése que usted piensa) estaba bajo los efectos del alcohol” y sustituirlos por “ojetes” una turba encabronadísima” y “estaba que se caía de pedo”. No veo que de malo podría haber en ello y si percibo que las modificaciones (ya con el avala de los viejitos de la Real Academia” nos permitirían ser más sinceros, lo cual es en sí mismo un logro nada desdeñable ¿o no?
Muchos conductores de radio y televisión retomaron el asunto y se regodearon con la nota lo que supuso varias enseñanzas; la primera es que aquellos que tienen menores ratings fueron más a fondo y se despacharon por primera vez diciendo al aire palabras como chingada, nalgas y jodido. Otros fueron más cautos y algunos como Froylán López Narváez de plano diciendo “chifladeras” por chingaderas (forma eufemizante que siempre me ha parecido lamentable).
Una de las misiones educativas que los padres emprenden con mayor ahínco es la de dotar a los hijos de un equipaje de costumbres sociales que sigue invariablemente las mismas reglas; cuando los infantes son menores a cinco años es aceptado e inclusive se celebra que digan cosas como “tú caca” o “me duele la pirinola” acto seguido se entra en un proceso represivo que le vuela los dientes al menor si al referirse a su hermano lo llama imbécil o estúpido y si de plano sale con palabrotas como “puto” la familia entra en crisis y se realiza una exhaustiva investigación en la escuela y con los primos para saber de dónde saca el niño tanta grosería.
En la adolescencia los jóvenes suelen adoptar un lenguaje que envidiaría un carretonero y lo utilizan siempre sin ninguna mesura. Se adquieren en ése momento términos tan saludables como “te cojo”, “me la pelas” y demás yerbas. La vida adulta nos indica que tales términos son perfectamente aceptables en privado y con las conocencias pero nunca en público frente a desconocidos. La única excepción a la regla que conozco es la del gobernador Juan Sabines que en un discurso público y aparentemente hasta las manitas les dijo a sus enemigos políticos que hicieran favor de ir a chingar a su madre, es decir la de sus enemigos.
Estas reglas han sido particularmente seguidas en los medios de comunicación ya que las autoridades parten de una premisa (idiota) en el sentido de que permitir a los periodistas y demás miembros del sistema mediático que hablen con palabrotas es incitar a los oyentes a que hagan lo mismo. Por supuesto lo anterior es falso e inclusive ligeramente hipócrita ya que lo único que favorece es que la gente tenga que adquirir una personalidad como la del doctor Jekyll y mister Hyde y que hable de una forma hipocritona. Es por ello que las recientes noticias traen un soplo de are fresco a la vida pública y pueden ser las llaves que abran la cerradura que durante años nos han impuesto los señores de las buenas costumbres. ¿Ventajas? Muchas imagine usted, querido lector, por ejemplo que en las notas bursátiles el reportero dice, “la bolsa de valores perdió 6 puntos, ello se debe a los inversionistas hijos de la chingada que se llevaron sus capitales especulativos” o bien “ el ausentismo en la cámara alcanza una cifra record gracias a que la huevonería de los señores legisladores ha aumentado de manera exponencial los últimos años”. El ejercicio anterior podría permitir sacar de la jugada a términos que acusan ya cierto desgaste como “vándalos”, “multitud enfurecida” y “el diputado fulanito de tal (si, ése que usted piensa) estaba bajo los efectos del alcohol” y sustituirlos por “ojetes” una turba encabronadísima” y “estaba que se caía de pedo”. No veo que de malo podría haber en ello y si percibo que las modificaciones (ya con el avala de los viejitos de la Real Academia” nos permitirían ser más sinceros, lo cual es en sí mismo un logro nada desdeñable ¿o no?
jueves, 4 de noviembre de 2010
De consultas (El Financiero 2008)
La costumbre de preguntarle a la gente lo que quiere por parte de la clase política está predestinada al fracaso en un país como el nuestro ya que resulta infinitamente acreditable nuestra enorme incapacidad para ponernos de acuerdo en absolutamente nada.
Imagine usted, querido lector, que un señor con iniciativa decide construir un edificio en algún lugar de esta ciudad, los trámites serán largos y exasperantes y es probable que algún funcionario le pida algún donativo para agilizarlo todo. Una vez que se encuentra con los papeles en regla viene un grupo de vecinos que: a) puede ser una nube de viejas chotas b) un señor que es vividor y tiene la capacidad de agitar las aguas o c) los tataranientos de don Vicente R. Gómez que sospecha que en el predio se encuentran los restos de su antepasado y piden la intervención del INAH. Es en ese momento que algún funcionario perspicaz habla de “realizar una consulta y transparentar las decisiones”, se prepara un salón, llega el grupo que está a favor seguido por la turba de viejas chotas, en diez minutos ya se están mentando la madre, mientras el inversionista ve con lágrimas en los ojos que acaba de perder un negocio.
En esta ciudad es prácticamente imposible realizar nada sin que alguien se oponga y ello –sospecho- se debe a lo redituable que resulta oponerse, normalmente las gentes que se amotinan reciben al final del proceso desde un desagravio hasta un préstamo para una vivienda de interés social. No importa si los motivos son delirantes, las autoridades temen a la masa lo mismo que los maoríes a los aviones.
Alguna vez cuando era burócrata y me encontraba en mi oficina llegó un grupo de gente menesterosa y gangsteril con el saludable propósito de “tener una audiencia”, le dije a mi secretaria que como no, que con todo gusto, nomás que hicieran una cita ya que a mí me enseñaron en mi casa que uno no se presenta sin previo aviso ya que eso es de muy mala educación. El líder de la turba dijo a su vez que estaba muy bien, que si no los recibía en ese preciso instante bloquearían la calle Constituyentes, me conmovió tanto como el cuento de la caperucita y los vi marcharse muy decididos. Efectivamente a los quince minutos la calle estaba bloqueada y la nube de claxonazos era infernal. Recibí en ese momento una llamada de los responsables del orden en la ciudad, no para advertirme que iba en camino un grupo de apoyo para desalojar a esta gente –que es lo que uno esperaría- sino para darme la instrucción de que los recibiera de inmediato “porque no querían desmadre”.
Las lecciones fueron varias; la primera es que yo era un pelagatos que tenía que recibir a cualquiera que cerrara una calle, la segunda fue didáctica, cada que este grupo, comandado por un señor tan honrado como Stalin quería algo, amagaban con el cierre y les era concedido su deseo.
Este primer factor (oponerse es redituable) se complementa con uno segundo que se puede resumir en algo que dijo la señorita Barrales hace poco “el pueblo no es tonto y debe opinar”. Pues bien no estoy de acuerdo ya que considero que una enorme mayoría de mis conciudadanos son ejemplarmente imbéciles, que les importa un pito lo que pase y que no están ni medianamente calificados para emitir opiniones en asuntos que no conocen. Lo que pasa es que decir una cosa así es terriblemente incorrecto y debemos recordar que vivimos en tiempos de corrección total.
Me cuentan que algunos funcionarios del DF fueron obligados a volantear mientras se preguntaban si para eso fueron a la universidad, otros recibieron la consigna de ir a votar a huevo y no por gusto (aunque supongo que nadie va a votar con gusto). Ignoro si lo anterior es verdad pero si lo es, me parece una barbaridad irremediable.
Una última y necesaria aclaración es que esta colaboración en nada pretende abonarle terreno a los panistas, que por otro lado me parecen peores. Es simplemente el exabrupto de un ciudadano que no entiende las consultas, ni su razón de ser.
Imagine usted, querido lector, que un señor con iniciativa decide construir un edificio en algún lugar de esta ciudad, los trámites serán largos y exasperantes y es probable que algún funcionario le pida algún donativo para agilizarlo todo. Una vez que se encuentra con los papeles en regla viene un grupo de vecinos que: a) puede ser una nube de viejas chotas b) un señor que es vividor y tiene la capacidad de agitar las aguas o c) los tataranientos de don Vicente R. Gómez que sospecha que en el predio se encuentran los restos de su antepasado y piden la intervención del INAH. Es en ese momento que algún funcionario perspicaz habla de “realizar una consulta y transparentar las decisiones”, se prepara un salón, llega el grupo que está a favor seguido por la turba de viejas chotas, en diez minutos ya se están mentando la madre, mientras el inversionista ve con lágrimas en los ojos que acaba de perder un negocio.
En esta ciudad es prácticamente imposible realizar nada sin que alguien se oponga y ello –sospecho- se debe a lo redituable que resulta oponerse, normalmente las gentes que se amotinan reciben al final del proceso desde un desagravio hasta un préstamo para una vivienda de interés social. No importa si los motivos son delirantes, las autoridades temen a la masa lo mismo que los maoríes a los aviones.
Alguna vez cuando era burócrata y me encontraba en mi oficina llegó un grupo de gente menesterosa y gangsteril con el saludable propósito de “tener una audiencia”, le dije a mi secretaria que como no, que con todo gusto, nomás que hicieran una cita ya que a mí me enseñaron en mi casa que uno no se presenta sin previo aviso ya que eso es de muy mala educación. El líder de la turba dijo a su vez que estaba muy bien, que si no los recibía en ese preciso instante bloquearían la calle Constituyentes, me conmovió tanto como el cuento de la caperucita y los vi marcharse muy decididos. Efectivamente a los quince minutos la calle estaba bloqueada y la nube de claxonazos era infernal. Recibí en ese momento una llamada de los responsables del orden en la ciudad, no para advertirme que iba en camino un grupo de apoyo para desalojar a esta gente –que es lo que uno esperaría- sino para darme la instrucción de que los recibiera de inmediato “porque no querían desmadre”.
Las lecciones fueron varias; la primera es que yo era un pelagatos que tenía que recibir a cualquiera que cerrara una calle, la segunda fue didáctica, cada que este grupo, comandado por un señor tan honrado como Stalin quería algo, amagaban con el cierre y les era concedido su deseo.
Este primer factor (oponerse es redituable) se complementa con uno segundo que se puede resumir en algo que dijo la señorita Barrales hace poco “el pueblo no es tonto y debe opinar”. Pues bien no estoy de acuerdo ya que considero que una enorme mayoría de mis conciudadanos son ejemplarmente imbéciles, que les importa un pito lo que pase y que no están ni medianamente calificados para emitir opiniones en asuntos que no conocen. Lo que pasa es que decir una cosa así es terriblemente incorrecto y debemos recordar que vivimos en tiempos de corrección total.
Me cuentan que algunos funcionarios del DF fueron obligados a volantear mientras se preguntaban si para eso fueron a la universidad, otros recibieron la consigna de ir a votar a huevo y no por gusto (aunque supongo que nadie va a votar con gusto). Ignoro si lo anterior es verdad pero si lo es, me parece una barbaridad irremediable.
Una última y necesaria aclaración es que esta colaboración en nada pretende abonarle terreno a los panistas, que por otro lado me parecen peores. Es simplemente el exabrupto de un ciudadano que no entiende las consultas, ni su razón de ser.
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