Hace unos años veía un programa de televisión en el canal 11 que llamaba mi atención por varias razones, el nombre lo ignoro pero en él aparecían señores que a las vistas eran listísimos y que se dedicaban al más simple de los actos, es decir, en lugar de tragar cuchillos para llamar la atención, nomás platicaban. Supongo que el productor era alguien que creía en la originalidad ya que le pareció adecuado presentar a los señores listos en unos close-ups de miedo en el que uno podía apreciarles a los notables, detalles faciales como el de quién padeció viruela o cuál de ellos se fue la noche anterior de farra. En una ocasión, sintonicé dicha emisión y pude ser testigo de una discusión de nobles argumentos. El problema es que tal nobleza se agotó a los doce minutos y el programa duraba una hora. La esencia del asunto se centraba en que el señor Castillo Peraza consideraba vital expresar su sensación de ofensa porque otro tipo al que no tengo el gusto de conocer, pintó un lienzo en el que hay una especie de Juan Diego que en lugar de desplegar a la Guadalupana, registra a una muy buenona Marilyn Monroe. Acto seguido se manifestó en contra del aborto El resto de los contertulios recurrió a la estrategia que los clásicos llaman de “echar montón” y puso como camote a don Carlos argumentando que estaba en su derecho de expresarlo pero no de justificar una agresión al lienzo, Castillo dijo que no la justificaba y que para nada era esa su intención, sino que quería expresar su sensación de ofensa... Etcétera.
Cuando terminó el programa me quedé pensando sobre las implicaciones de todo esto. La primera y más evidente es que una discusión se va al carajo en el momento que se considera que hay que repetir 77 veces el argumento para que gane fuerza. La segunda es que efectivamente, a la gente devota le puede ofender una muestra artística y la tercera es que una artista puede hacer lo que le dé la gana. Ese, me parece, es el espectro que nos fermenta la vida en sociedad. El problema está en poner límites basados en esta vaga y políticamente correcta idea del “respeto” ya que asumo que no existe nadie calificado para fijar los criterios de lo aceptable y lo que no. ¿Qué a los católicos les ofende la imagen? Pues es su problema ya que bajo este criterio no habría que pintar señoras encueradas porque ofenden la moral o hacer esculturas de gente fajando –como hizo Rodin. Ahora bien lo que sí puede hacer un católico es decir que la obra es una porquería, recomendar que nadie la vea o ingresarla en el index de lo prohibido. Sin embargo entiendo que lo que hicieron un par de jóvenes fue entrar al museo donde se exponía y tratar de destruirla para luego salir libres por medio de una fianza pagada por las huestes católicas, lo que no puede parecerme sino una barbaridad. Yo podría decir que la idea de don Carlos en el sentido de que está en contra del aborto, me ofende profundamente (es un ejemplo, hay pocas cosas que me ofendan profundamente) ya que creo que nadie por cuestiones de fe privadas debe decidir por lo demás y no por ello lo pienso agredir a botellazos para que mi fianza la paguen las feministas... eso es simple y llanamente la ley de la selva.
Un último comentario sobre el arte; a mí francamente el cuadro que provocó la polémica me parece horroroso y no lo pondría en la pared de mi casa así me amarraran, pero ése problema tiene solución ya que basta con no comprarlo. Esta –creo- es la idea básica; no meterse en lo que a uno no le importa y evitar por todos los medios la tentación megalómana de decidir por los demás. ¿Hay quien está en contra del aborto? Que no aborte, ¿hay quién considera arte un performance en el que el protagonista sale encuerado y con un collar de limones? Pues santas pascuas que siga practicando en la soledad del escenario con la cantidad de público que se merezca. El asunto es cerrar filas contra todas aquellas fuerzas que añoran el pasado (concretamente el siglo XII) y que parece están de vuelta.
martes, 31 de agosto de 2010
sábado, 28 de agosto de 2010
De fiesta (La Mosca 1996)
Esta es una revista para jóvenes y yo no lo soy. Fernando Savater advierte (con mucha sabiduría, creo) sobre los peligros que existen en que alguien ya rucón quiera pasar parecerse a los chavos (o “niños”. como dicen los adolescentes mamones). Sin embargo, creo que mi óptica -que es la de un espectador- puede dar para algunos artículos y por eso estoy aquí... que sea lo que Dios quiera.
Hace unos días fui a una fiesta en la que las tres cuartas partes de los asistentes eran significativamente menores que yo, situación que me motivó a quedarme como las estatuas de marfil observando como antropólogo social. Lo primero que llamó mi atención, fue la figura de un muchacho de colita y vestido como el yoga Maharishi Rujaputra, que bailaba con una chaparrita mientras se hacían caras mamoncísimas consistentes en alzar las cejas, poner boquita de atún o menear las manitas como las meneaba Mary Poppins. “Pobres” pensé e inmediatamente trasladé mi atención a unos que bailaban quebradita...
Me sentí un anciano.
El baile consistía en que ambos introdujeran la rodilla respectiva en la zona que los anatomistas llaman urogenital y contonearse como los barcos en alta mar. Varias fueron mis sorpresas: la primera, es que el muchacho no quedó estéril indeleblemente y que su cara nunca delató esa mirada tan significativa que la gente pone cuando le aprietan un huevo; la segunda sorpresa consistió en algo que sólo es sorprendente dada mi avanzada edad. Si alguien de mis tiempos hubiera bailado de esa forma, el siguiente paso de una secuencia lógica sería la cama, el altar o de perdida el coche. Sin embargo, este par de jóvenes se despidieron a las tres de la mañana como alguien que se despide de una tía.
Otro hecho notable fue la música: en algún momento prefigurado, se puso a cantar una vieja que no sé quién era y entonces los asistentes iniciaron una estrategia de baile que me pareció insólita y que consistió en moverse sincronizadamente en todas las direcciones cardinales (y no era la mamadencia esa de La Macarena).
Una sorpresa más fueron las luces; por algún misterio óptico que no pude descifrar, las luces que se instalaron tuvieron -por lo menos en mi humilde persona- el efecto de la disminución de la memoria a corto plazo y la pérdida de la facultad del equilibrio, deficiencias que se manifestaron cuando en la penumbra me intenté comer una marina y la estrellé en mi cachete.
La última edición de mi sorpresa se manifestó por medio de los pedotes, no porque yo crea que toda fiesta que se respete no debe tener un pedote que cometa desmanes y le meta mano a la mamá del anfitrión, sino porque los borrachos de esta fiesta tuvieron un comportamiento errático que consistió en: a) orinarse en la azaleas del jardín; b) cantar esa de “ingrataaa, no me digas que me quiereees” interpretada por una enanito calvo de voz esaclofriante y c) despedirse con abrazos de diputado federal.
Cuando salí del reventón me sentí veinte años más viejo pero con la clara sensación de que el asunto valió la pena lo que no deja de ser una paradoja que llevaré a mi próxima visita al psicoanalista.
Hace unos días fui a una fiesta en la que las tres cuartas partes de los asistentes eran significativamente menores que yo, situación que me motivó a quedarme como las estatuas de marfil observando como antropólogo social. Lo primero que llamó mi atención, fue la figura de un muchacho de colita y vestido como el yoga Maharishi Rujaputra, que bailaba con una chaparrita mientras se hacían caras mamoncísimas consistentes en alzar las cejas, poner boquita de atún o menear las manitas como las meneaba Mary Poppins. “Pobres” pensé e inmediatamente trasladé mi atención a unos que bailaban quebradita...
Me sentí un anciano.
El baile consistía en que ambos introdujeran la rodilla respectiva en la zona que los anatomistas llaman urogenital y contonearse como los barcos en alta mar. Varias fueron mis sorpresas: la primera, es que el muchacho no quedó estéril indeleblemente y que su cara nunca delató esa mirada tan significativa que la gente pone cuando le aprietan un huevo; la segunda sorpresa consistió en algo que sólo es sorprendente dada mi avanzada edad. Si alguien de mis tiempos hubiera bailado de esa forma, el siguiente paso de una secuencia lógica sería la cama, el altar o de perdida el coche. Sin embargo, este par de jóvenes se despidieron a las tres de la mañana como alguien que se despide de una tía.
Otro hecho notable fue la música: en algún momento prefigurado, se puso a cantar una vieja que no sé quién era y entonces los asistentes iniciaron una estrategia de baile que me pareció insólita y que consistió en moverse sincronizadamente en todas las direcciones cardinales (y no era la mamadencia esa de La Macarena).
Una sorpresa más fueron las luces; por algún misterio óptico que no pude descifrar, las luces que se instalaron tuvieron -por lo menos en mi humilde persona- el efecto de la disminución de la memoria a corto plazo y la pérdida de la facultad del equilibrio, deficiencias que se manifestaron cuando en la penumbra me intenté comer una marina y la estrellé en mi cachete.
La última edición de mi sorpresa se manifestó por medio de los pedotes, no porque yo crea que toda fiesta que se respete no debe tener un pedote que cometa desmanes y le meta mano a la mamá del anfitrión, sino porque los borrachos de esta fiesta tuvieron un comportamiento errático que consistió en: a) orinarse en la azaleas del jardín; b) cantar esa de “ingrataaa, no me digas que me quiereees” interpretada por una enanito calvo de voz esaclofriante y c) despedirse con abrazos de diputado federal.
Cuando salí del reventón me sentí veinte años más viejo pero con la clara sensación de que el asunto valió la pena lo que no deja de ser una paradoja que llevaré a mi próxima visita al psicoanalista.
miércoles, 25 de agosto de 2010
Los incomprensibles (El Financiero 1998)
La evidencia más concreta que recuerdo de alguien hablando de cosas que no entendía, tiene que ver con un maestro que tuve cuya característica distintiva se podía resumir en tres palabras: era un estúpido. No recuerdo una sola clase en la que supiera de lo que estaba hablando, sin embargo tenía la característica casi milagrosa de aparentar que sabía y entonces decía con extraordinario aplomo cosas como que el Río Amarillo se llamaba así porque estaba lleno de orines de chinos o que Praga era la capital de Bulgaria. Si algún niño lo corregía: “maestro, ¿Praga no es la capital de Checoslovaquia?”, Parpadeaba para luego afirmar inmutable: “eso dije”.
Traigo a colación la anécdota de mi maestro, no porque me parezca particularmente interesante, sino porque, creo, refleja una muy mexicana costumbre, que es la de hacer como que uno lo entiende todo antes de pasar el papelazo de lucir como un imbécil.
Para ilustrar la idea me ofreceré como imbécil de indias y utilizaré un ejemplo literario que me parece paradigmático ya que todo mundo lo celebra y yo simplemente no lo entiendo. Veamos.
En estos días he estado leyendo acerca de crímenes horripilantes gracias a una colección de editorial Diana sobre la nota roja. En estos libros uno puede enterarse de cómo un señor se comió a una señora o de la manera como descerebraron a Trostki. Bien, un día en el baño leyendo uno de esos libros escrito por Víctor Ronquillo me encontré con la siguiente frase: “Cuando al lugar de los hechos llegaron los refuerzos que esperaba la policía que informó por radio de lo sucedido, las bolsas, como El dinosaurio de Tito Monterroso, seguían ahí.” Lo siguiente que hice fue pararme y buscar en el librero los libros de Monterroso, sufrí un preinfarto en el momento que me di cuenta que mi impecable orden alfabético ha sido desmoronado por la señora que sacude. Finalmente encontré el texto que buscaba Obras completas (y otros cuentos) y lo abrí en la página 75. En la parte superior se leía El dinosaurio y todo lo demás, incluida la hoja siguiente estaba en blanco. En la página 77 pude leer la célebre frase: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”, Escrita por Tito Monterroso y de la cuál he escuchado cientos de referencias, entre ellas la de que es el cuento más pequeño del mundo. Acto seguido, tomé otro libro: Viaje al centro de la fábula y me enteré de la siguiente pregunta hecha por Jorge Rufinelli al propio Monterroso: “A tus ejemplos de no reiteración yo añadiría uno de tus cuentos más famosos, “El dinosaurio”. Nunca lo reiteraste, no intentaste otros de igual extensión mínima. Un autor diferente hubiera tratado de escribir cuentos de una sola línea como explotando el filón...”.
Bien, este es el momento de hacer una serie de dolorosas confesiones: la primera es que no tengo la menor idea a que se refiere la frase monterrosiana, la segunda es que menos entiendo porque es un cuento, la tercera es que no veo el filón que señala Rufinelli por ningún lado y la cuarta es que sospecho que estoy cometiendo un pecado, pero ni modo.
¿A qué se debe que no comprenda algo que aparentemente es muy exitoso? Citaré algunas probabilidades: a) Soy medio güey; b) No he leído algo que todo mundo leyó; c) estoy amargado. Podría alguien pensar que falta otra explicación relacionada con el éxito de Tito que me emponzoña las vísceras, se equivocaría; Monterroso fue un gran amigo de mi padre y lo recuerdo lleno de nostalgia y cariño. Alguna vez nos tomamos un café y él me dio consejos muy sensatos, además es uno de mis escritores favoritos. Sin embargo, el hecho es que sigo sin comprender el cuento de El dinosaurio, por lo que sospecho que continuaré pensando que soy un badulaque o, utilizando un modelo autoexculpatorio, que los demás tampoco entienden pero hacen como que sí para no lucir como luzco hoy.
Para Tito un saludo y la esperanza de que algún día, detrás de otra taza de café, devele el misterio que ya me empieza a tener podrido.
Traigo a colación la anécdota de mi maestro, no porque me parezca particularmente interesante, sino porque, creo, refleja una muy mexicana costumbre, que es la de hacer como que uno lo entiende todo antes de pasar el papelazo de lucir como un imbécil.
Para ilustrar la idea me ofreceré como imbécil de indias y utilizaré un ejemplo literario que me parece paradigmático ya que todo mundo lo celebra y yo simplemente no lo entiendo. Veamos.
En estos días he estado leyendo acerca de crímenes horripilantes gracias a una colección de editorial Diana sobre la nota roja. En estos libros uno puede enterarse de cómo un señor se comió a una señora o de la manera como descerebraron a Trostki. Bien, un día en el baño leyendo uno de esos libros escrito por Víctor Ronquillo me encontré con la siguiente frase: “Cuando al lugar de los hechos llegaron los refuerzos que esperaba la policía que informó por radio de lo sucedido, las bolsas, como El dinosaurio de Tito Monterroso, seguían ahí.” Lo siguiente que hice fue pararme y buscar en el librero los libros de Monterroso, sufrí un preinfarto en el momento que me di cuenta que mi impecable orden alfabético ha sido desmoronado por la señora que sacude. Finalmente encontré el texto que buscaba Obras completas (y otros cuentos) y lo abrí en la página 75. En la parte superior se leía El dinosaurio y todo lo demás, incluida la hoja siguiente estaba en blanco. En la página 77 pude leer la célebre frase: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”, Escrita por Tito Monterroso y de la cuál he escuchado cientos de referencias, entre ellas la de que es el cuento más pequeño del mundo. Acto seguido, tomé otro libro: Viaje al centro de la fábula y me enteré de la siguiente pregunta hecha por Jorge Rufinelli al propio Monterroso: “A tus ejemplos de no reiteración yo añadiría uno de tus cuentos más famosos, “El dinosaurio”. Nunca lo reiteraste, no intentaste otros de igual extensión mínima. Un autor diferente hubiera tratado de escribir cuentos de una sola línea como explotando el filón...”.
Bien, este es el momento de hacer una serie de dolorosas confesiones: la primera es que no tengo la menor idea a que se refiere la frase monterrosiana, la segunda es que menos entiendo porque es un cuento, la tercera es que no veo el filón que señala Rufinelli por ningún lado y la cuarta es que sospecho que estoy cometiendo un pecado, pero ni modo.
¿A qué se debe que no comprenda algo que aparentemente es muy exitoso? Citaré algunas probabilidades: a) Soy medio güey; b) No he leído algo que todo mundo leyó; c) estoy amargado. Podría alguien pensar que falta otra explicación relacionada con el éxito de Tito que me emponzoña las vísceras, se equivocaría; Monterroso fue un gran amigo de mi padre y lo recuerdo lleno de nostalgia y cariño. Alguna vez nos tomamos un café y él me dio consejos muy sensatos, además es uno de mis escritores favoritos. Sin embargo, el hecho es que sigo sin comprender el cuento de El dinosaurio, por lo que sospecho que continuaré pensando que soy un badulaque o, utilizando un modelo autoexculpatorio, que los demás tampoco entienden pero hacen como que sí para no lucir como luzco hoy.
Para Tito un saludo y la esperanza de que algún día, detrás de otra taza de café, devele el misterio que ya me empieza a tener podrido.
sábado, 21 de agosto de 2010
De notarios (El Financiero 2003)
Antes que nada debo decir que mi contacto con el mundo notarial ha sido enormemente restringido ya que este noble gremio se encarga de asuntos que me son ajenos y a los que he tenido acceso solo en un par de ocasiones en mi vida. De cualquier manera me he formado una percepción que es la que quisiera compartir el día de hoy con usted, querido lector, sin embargo, la advertencia vale porque ya un señor que me hizo favor de ponerme como camote en el periódico La Jornada dice que soy un ignorante y que opino sobre lo que no sé, lo cual, por cierto, es verdad.
Me parece, en principio que los notarios son señores muy prósperos y trajeados que se instalan en una oficina con número en la puerta de entrada (Notaría # 128) en la que hay un grupo de suspirantes (que a mí siempre me han sonado como chalanes, cuya actividad consiste en hacer la chamba por la que le pagamos al notario y que tiene derivaciones infectas, como ir al registro público de la propiedad para averiguar si uno está diciendo la verdad). Estos trámites siempre tardan una era geológica y están mediados por comentarios crípticos como “estamos en ello” o “no se preocupe” nosotros lo llamamos. Uno, que para ese momento ya se comió hasta las uñas de los pies de la angustia, decide resignarse y esperar mientras el comprador de la casa se va a buscar mejores aires.
El monto de los honorarios notariales se construye por palos dados, como las cargas impositivas (que siempre son muchas) y por lo que él considera justo cobrar. Aquí justamente empiezan los problemas porque evidentemente el hecho que un señor que no tiene el gusto de conocerme diga que no soy un facineroso y que además redacte escritos que dicen: “declara el de la voz” debe valer algo, pero no entiendo por qué la misma cantidad que costaría mandar clonar a un ser humano con los raelianos y hacerlo nuestro notario particular para que redacte el testamento de la hora final.
La única explicación que se me ocurre para tal cobro, es por la elegancia de las oficinas a las que uno asiste a registrar sus trámites, al entrar se percibe mucha caoba y señoritas uniformadas, así como unos cuadrotes que parecen originales y que supongo se pagan con el dinero que voy a dejar en la maroma. Honestamente no tendría ningún problema en realizar mis trámites en un escritorio público de Santo Domingo si ello supusiera una economía a mi muy deteriorada condición económica, pero no, hay que irse a sentar en sillones de cuero y hablar, así, muy elegante diciendo cosas como “mucho gusto” o “felicidades”.
Imagino que en este país debe haber medio millón de aspirantes a notarios y nomás quinientas plazas por lo que hasta donde entiendo los asuntos se resuelven (o resolvían, no lo sé) por medio de bulas hereditarias, igual que en los tiempos de Luis XIV o más modernamente por medio de un examen que debe ser más difícil que la ley de Ohm, el caso es que por ley estos señores tienen cautiva a la población nacional porque uno no va con gusto y cantando al notario, sino simplemente a huevo. Por supuesto de acuerdo a los principios de la oferta y la demanda cuando uno es dueño del monopolio puede cobrar lo que le dé la gana y es por ello que el jueves pasado cuando salí de mi trámite notarial, lo hice con la misma sensación que tenían los viajantes cuando se encontraban con los bandidos de río Frío y eran desvalijados de la peor manera para luego agradecer al creador el hecho de seguir con vida
A un servidor se le ocurre que en un país donde la verdad es un bien escaso, le deben venir muy bien estos profesionales, el problema, supongo, es que si nos hacemos a la idea de que para que todo funcione deben ser pocos y cobrar un ojo de la cara, no quedará más remedio que asumir que no tenemos destino, y preparar la cuenta bancaria para tiempos temibles como el día que alguien se muera o que sea necesario autentificar unas actas de nacimiento (a mil pesos la hoja)
Me parece, en principio que los notarios son señores muy prósperos y trajeados que se instalan en una oficina con número en la puerta de entrada (Notaría # 128) en la que hay un grupo de suspirantes (que a mí siempre me han sonado como chalanes, cuya actividad consiste en hacer la chamba por la que le pagamos al notario y que tiene derivaciones infectas, como ir al registro público de la propiedad para averiguar si uno está diciendo la verdad). Estos trámites siempre tardan una era geológica y están mediados por comentarios crípticos como “estamos en ello” o “no se preocupe” nosotros lo llamamos. Uno, que para ese momento ya se comió hasta las uñas de los pies de la angustia, decide resignarse y esperar mientras el comprador de la casa se va a buscar mejores aires.
El monto de los honorarios notariales se construye por palos dados, como las cargas impositivas (que siempre son muchas) y por lo que él considera justo cobrar. Aquí justamente empiezan los problemas porque evidentemente el hecho que un señor que no tiene el gusto de conocerme diga que no soy un facineroso y que además redacte escritos que dicen: “declara el de la voz” debe valer algo, pero no entiendo por qué la misma cantidad que costaría mandar clonar a un ser humano con los raelianos y hacerlo nuestro notario particular para que redacte el testamento de la hora final.
La única explicación que se me ocurre para tal cobro, es por la elegancia de las oficinas a las que uno asiste a registrar sus trámites, al entrar se percibe mucha caoba y señoritas uniformadas, así como unos cuadrotes que parecen originales y que supongo se pagan con el dinero que voy a dejar en la maroma. Honestamente no tendría ningún problema en realizar mis trámites en un escritorio público de Santo Domingo si ello supusiera una economía a mi muy deteriorada condición económica, pero no, hay que irse a sentar en sillones de cuero y hablar, así, muy elegante diciendo cosas como “mucho gusto” o “felicidades”.
Imagino que en este país debe haber medio millón de aspirantes a notarios y nomás quinientas plazas por lo que hasta donde entiendo los asuntos se resuelven (o resolvían, no lo sé) por medio de bulas hereditarias, igual que en los tiempos de Luis XIV o más modernamente por medio de un examen que debe ser más difícil que la ley de Ohm, el caso es que por ley estos señores tienen cautiva a la población nacional porque uno no va con gusto y cantando al notario, sino simplemente a huevo. Por supuesto de acuerdo a los principios de la oferta y la demanda cuando uno es dueño del monopolio puede cobrar lo que le dé la gana y es por ello que el jueves pasado cuando salí de mi trámite notarial, lo hice con la misma sensación que tenían los viajantes cuando se encontraban con los bandidos de río Frío y eran desvalijados de la peor manera para luego agradecer al creador el hecho de seguir con vida
A un servidor se le ocurre que en un país donde la verdad es un bien escaso, le deben venir muy bien estos profesionales, el problema, supongo, es que si nos hacemos a la idea de que para que todo funcione deben ser pocos y cobrar un ojo de la cara, no quedará más remedio que asumir que no tenemos destino, y preparar la cuenta bancaria para tiempos temibles como el día que alguien se muera o que sea necesario autentificar unas actas de nacimiento (a mil pesos la hoja)
miércoles, 18 de agosto de 2010
De viajes (El Financiero 2002)
Fin de año es tiempo de planear un viaje con la familia o con las amistades. Los destinos pueden ser muy diversos y varían de acuerdo al poder adquisitivo y la imbecilidad del viajante. Hay gente por, ejemplo, que decide “ir a esquiar a Vail” porque encuentran divertido congelarse en medio de una tormenta de nieve para luego enchufarse dentro de un traje diseñado expresamente y descender por una pendiente a todo lo que da y con riesgo de su vida. Este es el tipo de gente que tiene en su armario un traje como de astronauta y gogles que son útiles las tres veces que hace el viaje y cada que cae nieve en el Ajusco solo que en este último caso, sustituyen los esquís por tinas de plástico y sienten que su compra (de tres mil dólares) tuvo sentido.
Otros se deciden por la aventura y eligen opciones “de acción” que también pueden ser muy diversas pero temibles todas. En algunos casos se trata de subirse a una lancha inflable y descender por un río caudaloso mientras se traga agua y se evita caer en el torrente. El grupo va dirigido por uno que es hábil y que seguramente mienta madres ante la incompetencia de la nube de gordos que le tocó en destino arrear y evitar que se maten. Algunos deciden ir a escalar montañas llenos de cuerdas y reatas y portando un casco que es muy útil para identificar al fallecido en el momento que es vencido por las fuerzas gravitatorias. Este tipo de viajero es implacable y se impone todas las restricciones posibles bajo la consigna de “mientras más natural, mejor” es por ello que buscan destinos agrestes en los que es indispensable que no exista agua potable, camas ni baños. Si a uno se le ocurre llevar un encendedor para prender la fogata el resto de los aventureros nos miran como se mira a un leproso y se van a reunir los palitos que hay que frotar hasta ampollarse para luego ir a buscar unos cerillos al pueblo más cercano. Huelga decir que mis experiencias en este caso son prácticamente nulas.
Ahora se han puesto de moda lo que la gente mamona llama all inclusive y los nacos entendemos como “paquetes”, en los que se asume que está todo incluido lo que invariablemente acarrea diversos incidentes. El primero es que el papá emprende una cruzada por no pagar ni un centavo más porque en su modesta opinión ya liquidó su cuenta por anticipado, ello determina que cuando al niño Juanito le quieren cobrar las raquetas de ping-pong a doce pesos la hora se armen los madrazos. Con la comida el asunto es una aventura porque bajo el mexicano principio del chivo brincado uno se presenta a un galerón en el que hay docenas de bandejas humeantes en las cuales uno encuentra cosas como fajitas de pollo o pescado al vapor, que, por supuesto, no se le antojan ni al chef que lo mira a uno sonriente mientras explica que las verdolagas están de muy buen sabor. Como lo único que no viene incluido es la bebida, las cervezas cuestan el equivalente a una operación de riñón por lo que al final la cuenta le deja a uno la sensación de que más valdría visitar latitudes tropicales a la carta y de contado.
Otra opción para los que pueden es “irse de crucero” lo que significa treparse a un barcote que surca la mar océano lleno de botes salvavidas, meseros italianos y una nube de gringos geriátricos que organizan el festejo. En este caso se trata de divertirse a huevo por lo que los que amenizan la reunión organizan cosas como una cena de disfraces, en la que la mitad de los tripulantes se visten como se vestía Borolas o se organiza el karaoke, un divertimento consistente en que uno de los circunstantes haga el ridículo mientras otros quinientos se ríen de él por su falta de talento musical.
En fin, las opciones viajeras son muchas y variadas y en sus manos está, querido lector, elegir la que mejor le acomode, recuerde, de cualquier manera la premisa clásica: “lo importante no es vivir, sino navegar”
Otros se deciden por la aventura y eligen opciones “de acción” que también pueden ser muy diversas pero temibles todas. En algunos casos se trata de subirse a una lancha inflable y descender por un río caudaloso mientras se traga agua y se evita caer en el torrente. El grupo va dirigido por uno que es hábil y que seguramente mienta madres ante la incompetencia de la nube de gordos que le tocó en destino arrear y evitar que se maten. Algunos deciden ir a escalar montañas llenos de cuerdas y reatas y portando un casco que es muy útil para identificar al fallecido en el momento que es vencido por las fuerzas gravitatorias. Este tipo de viajero es implacable y se impone todas las restricciones posibles bajo la consigna de “mientras más natural, mejor” es por ello que buscan destinos agrestes en los que es indispensable que no exista agua potable, camas ni baños. Si a uno se le ocurre llevar un encendedor para prender la fogata el resto de los aventureros nos miran como se mira a un leproso y se van a reunir los palitos que hay que frotar hasta ampollarse para luego ir a buscar unos cerillos al pueblo más cercano. Huelga decir que mis experiencias en este caso son prácticamente nulas.
Ahora se han puesto de moda lo que la gente mamona llama all inclusive y los nacos entendemos como “paquetes”, en los que se asume que está todo incluido lo que invariablemente acarrea diversos incidentes. El primero es que el papá emprende una cruzada por no pagar ni un centavo más porque en su modesta opinión ya liquidó su cuenta por anticipado, ello determina que cuando al niño Juanito le quieren cobrar las raquetas de ping-pong a doce pesos la hora se armen los madrazos. Con la comida el asunto es una aventura porque bajo el mexicano principio del chivo brincado uno se presenta a un galerón en el que hay docenas de bandejas humeantes en las cuales uno encuentra cosas como fajitas de pollo o pescado al vapor, que, por supuesto, no se le antojan ni al chef que lo mira a uno sonriente mientras explica que las verdolagas están de muy buen sabor. Como lo único que no viene incluido es la bebida, las cervezas cuestan el equivalente a una operación de riñón por lo que al final la cuenta le deja a uno la sensación de que más valdría visitar latitudes tropicales a la carta y de contado.
Otra opción para los que pueden es “irse de crucero” lo que significa treparse a un barcote que surca la mar océano lleno de botes salvavidas, meseros italianos y una nube de gringos geriátricos que organizan el festejo. En este caso se trata de divertirse a huevo por lo que los que amenizan la reunión organizan cosas como una cena de disfraces, en la que la mitad de los tripulantes se visten como se vestía Borolas o se organiza el karaoke, un divertimento consistente en que uno de los circunstantes haga el ridículo mientras otros quinientos se ríen de él por su falta de talento musical.
En fin, las opciones viajeras son muchas y variadas y en sus manos está, querido lector, elegir la que mejor le acomode, recuerde, de cualquier manera la premisa clásica: “lo importante no es vivir, sino navegar”
lunes, 16 de agosto de 2010
Fobias (El Financiero 2002)
Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.
viernes, 13 de agosto de 2010
Incomprensibles (El Financiero 2001)
Este no es necesariamente el más lógico de los mundos y ésa es una verdad con la que lidiamos día con día y que se manifiesta en asuntos tan elementales como el hecho de ver la forma en la que se viste un torero; una especie de pantalones como los que usaban las damas en los sesenta que de tan apretados gangrenan las partes prudentes, una corbatita negra de mesero de taquería, un sombrero (“montera” llaman los entendidos) que parece un pambazo de milanesa, unas medias rosas y unas zapatillas que podrían ser las de la protagonista de Giselle, todo ello coronado por un chaleco cuatro tallas menor al que le correspondería al matador. El atuendo, desde luego, va mediado por las lentejuelas y los colores que pueden ser un delirio. Se me podrá decir que el asunto es una tradición, a lo que replicaría que también lo era ponerse peluca y nadie en su sano juicio lo hace más (a menos que sea un calvo con baja autoestima).
El hecho de que haya cosas que yo no entiendo puede tener varios significados; el más obvio es que soy un pendejo, aunque me otorgo –faltaba más- el beneficio de la duda y confieso que no entiendo, por ejemplo, lo que significa la miscelánea fiscal (me suena a una tienda en la que venden la forma SHCP001-7) o –como ya lo he advertido- el funcionamiento de un aparatito que parece una caja de galletas y que es pulsado por un señor en los juzgados gringos mientras O. J. Simpson aclara que es una víctima de las circunstancias. El producto se llama versión estenográfica y no tengo la menor idea de si existe alguna diferencia con una transcripción literal.
No comprendo tampoco el principio de la ley de amparo. Está uno (y el mundo) convencido de que fulanito de tal es un verdadero criminal, que se clavó la lana o que estafó a la nación. Lo siguiente que se lee es que tal señor, es decir el criminal, obtuvo un amparo del juez X y que por lo tanto ya no lo pueden meter al bote. Los amparos son el antídoto ideal para burdeles y restaurantes fuera de la ley. Espero al respecto una explicación.
Una fuente de misterios se basa en los noticieros de la madrugada; son las tres de la mañana y la punzada del insomnio aparece, entonces, si uno se dirige al canal adecuado encontrará un señor de corbata que en lugar de la cara de abotagamiento propia de tales horas, nos regala una sonrisa y pasa a informar que un grupo de palestinos apedrearon a soldados israelíes o que los seleccionados nacionales confían en mejorar su desempeño antes de que los apedreados por la turba sean ellos. Y digo yo ¿hay alguien que sienta la imperiosa necesidad de revisar las noticias a esas horas del señor? ¿el programa ha sido diseñado para el honorable gremio de los veladores? ¿los anunciantes se pelean a cachetadas el espacio? ¿sale más barato no apagar la luz y volverla a prender que seguir transmitiendo? Confieso que me sobran preguntas y me faltan respuestas.
¿Por qué hay una Biblia al lado del menú del restaurante en el cajón del buró del hotel? Me imagino que los dueños consideran que el que viaja es un pecador en potencia y que la lectura del buen libro nos hará el favor de sustraernos del mal. El problema es que no hay opciones para ateos, que bien podrían ser los teléfonos de las muchachas o muchachos que por una corta iniciarán al paseante en los misterios del pecado carnal. Tampoco hay opciones para religiones alternativas lo que parecería un acto discriminatorio del que desde luego no me quejo, nomás lo señalo.
No sé qué es un browser ni tengo idea de lo que significa la palabra modem e ignoro el principio a través del cual las moscas se espantan ante una bolsa de plástico llena de agua. Confesé ya que no entiendo el cuento del dinosaurio, escrito por Monterroso. El problema de todo lo anterior es que nadie se acerca a mí con intenciones didácticas, lo que me deja con la penosa opción de seguir luciendo (¡ay!) como un badulaque.
El hecho de que haya cosas que yo no entiendo puede tener varios significados; el más obvio es que soy un pendejo, aunque me otorgo –faltaba más- el beneficio de la duda y confieso que no entiendo, por ejemplo, lo que significa la miscelánea fiscal (me suena a una tienda en la que venden la forma SHCP001-7) o –como ya lo he advertido- el funcionamiento de un aparatito que parece una caja de galletas y que es pulsado por un señor en los juzgados gringos mientras O. J. Simpson aclara que es una víctima de las circunstancias. El producto se llama versión estenográfica y no tengo la menor idea de si existe alguna diferencia con una transcripción literal.
No comprendo tampoco el principio de la ley de amparo. Está uno (y el mundo) convencido de que fulanito de tal es un verdadero criminal, que se clavó la lana o que estafó a la nación. Lo siguiente que se lee es que tal señor, es decir el criminal, obtuvo un amparo del juez X y que por lo tanto ya no lo pueden meter al bote. Los amparos son el antídoto ideal para burdeles y restaurantes fuera de la ley. Espero al respecto una explicación.
Una fuente de misterios se basa en los noticieros de la madrugada; son las tres de la mañana y la punzada del insomnio aparece, entonces, si uno se dirige al canal adecuado encontrará un señor de corbata que en lugar de la cara de abotagamiento propia de tales horas, nos regala una sonrisa y pasa a informar que un grupo de palestinos apedrearon a soldados israelíes o que los seleccionados nacionales confían en mejorar su desempeño antes de que los apedreados por la turba sean ellos. Y digo yo ¿hay alguien que sienta la imperiosa necesidad de revisar las noticias a esas horas del señor? ¿el programa ha sido diseñado para el honorable gremio de los veladores? ¿los anunciantes se pelean a cachetadas el espacio? ¿sale más barato no apagar la luz y volverla a prender que seguir transmitiendo? Confieso que me sobran preguntas y me faltan respuestas.
¿Por qué hay una Biblia al lado del menú del restaurante en el cajón del buró del hotel? Me imagino que los dueños consideran que el que viaja es un pecador en potencia y que la lectura del buen libro nos hará el favor de sustraernos del mal. El problema es que no hay opciones para ateos, que bien podrían ser los teléfonos de las muchachas o muchachos que por una corta iniciarán al paseante en los misterios del pecado carnal. Tampoco hay opciones para religiones alternativas lo que parecería un acto discriminatorio del que desde luego no me quejo, nomás lo señalo.
No sé qué es un browser ni tengo idea de lo que significa la palabra modem e ignoro el principio a través del cual las moscas se espantan ante una bolsa de plástico llena de agua. Confesé ya que no entiendo el cuento del dinosaurio, escrito por Monterroso. El problema de todo lo anterior es que nadie se acerca a mí con intenciones didácticas, lo que me deja con la penosa opción de seguir luciendo (¡ay!) como un badulaque.
martes, 10 de agosto de 2010
A lo bestia (El Financiero 2001)
La rutina de martes y jueves implica abrir los ojos a las seis de la madrugada y asomarme para ver la luna del horario de verano. Por ahí de las siete es menester administrarle sales a los niños para que abran los ojos y entrar en una negociación (que debe tener muy respetables) antecedentes históricos para que se vistan y desayunen su huevo revuelto. Después aplacar los gallos del niño Frijol, los tres nos subimos a un coche y enfilamos rumbo a su escuela. Ellos haciendo preguntas del tipo: ¿por qué dicen que la Tierra es redonda si se ve plana? Y yo parpadeando lentamente mientras procuro salir dignamente del atolladero (cosa que ocurre muy rara vez).
Pues bien, el otro día un coche se le metió a una vieja loca -estado mental que deduzco de su reacción- la señora se puso lívida, y con los ojos desorbitados mentó a siete generaciones de ancestros del chofer que la bloqueaba, se pegó al claxon, como si le pagaran dinero por ello produciendo una postración nerviosa en su humilde servidor y sordera temprana en mis vástagos
La fauna capitalina ha desarrollado una serie de mutaciones que le permiten manejar un coche como alguien que además de imbécil, tiene el agravante de la psicopatía en esta noble y muy leal ciudad de México.
Lo primero que uno detecta es que el coche se considera como una extensión de la personalidad; los viejitos en convertibles me dan la impresión de alguien que se pone un bisoñé para engañar al tiempo. Las señoras en una camionetota que tiene como principal función recoger y llevar niños son la forma más sofisticada de la inequidad de género y los tarados que compran un coche que llega a 100 kilómetros por hora en dos segundos, me parece que representan una forma perversa de la imbecilidad humana, ya que, como se sabe, esa velocidad se puede desarrollar en nuestra capital un domingo a las tres de la mañana.
Que un capitalino suba a su coche es el equivalente moderno de un antiguo con armadura y una lanzota de miedo que se trepaba a un corcel para pasar a romperse la madre en unos duelos muy extraños que consistían en recorrer una verja para clavarle una especie de garrocha con pico a otro señor que caía muy descompuesto.
Lo primero que no se debe permitir cuando tomamos el volante, es que nadie obtenga ventajas de nosotros, y para lograrlo se aconsejan varias técnicas: a) si se detecta que el que viene en el cruce quiere pasar antes que uno, es menester acelerar echando lámina de tal manera que el idiota ese no logre su cometido, b) si un señor se detiene en doble fila con el propósito de bajar la silla de ruedas de su madre octogenaria, lo conveniente es cagarse en su abuela, es decir la madre de la viejita, bocinar y dar acelerones de tal manera que el proceso de desembarque se agilice, c) si el semáforo cambia al color verde y la persona que está delante de nosotros no acelera en la siguiente millonésima de segundo, lo recomendable es darle un claxonazo que le indique sin lugar a dudas que solo un imbécil tarda tanto, d) si se pone la luz roja y resulta evidente que ya no hay lugar para seguir avanzando y se interferirá un cruce, la ortodoxia recomienda taparlo de cualquier manera y poner cara de esfinge ante las mentadas de madre de los que no pudieron pasar.
¿Quién nos enseña estos modos? ¿Es genético? ¿Hay algún cromosoma chilango que nos orilla a ser esta especie de neanderthals al volante? La verdad es que no tengo ni idea y francamente veo el remedio tan cercano como una medalla de oro en halterofilia para el poderoso equipo de Aruba.
No escapará a su atención, querido lector, que evité referirme a los choferes de peseros, en ese caso me parece que la descripción escapa a cualquier magnitud posible. Si alguien me propusiera que relatara la forma en la que maneja una de estas ¿personas? me inscribiría en un curso de zoología básica para tratar de entender los misterios que guían el comportamiento del reino animal.
Pues bien, el otro día un coche se le metió a una vieja loca -estado mental que deduzco de su reacción- la señora se puso lívida, y con los ojos desorbitados mentó a siete generaciones de ancestros del chofer que la bloqueaba, se pegó al claxon, como si le pagaran dinero por ello produciendo una postración nerviosa en su humilde servidor y sordera temprana en mis vástagos
La fauna capitalina ha desarrollado una serie de mutaciones que le permiten manejar un coche como alguien que además de imbécil, tiene el agravante de la psicopatía en esta noble y muy leal ciudad de México.
Lo primero que uno detecta es que el coche se considera como una extensión de la personalidad; los viejitos en convertibles me dan la impresión de alguien que se pone un bisoñé para engañar al tiempo. Las señoras en una camionetota que tiene como principal función recoger y llevar niños son la forma más sofisticada de la inequidad de género y los tarados que compran un coche que llega a 100 kilómetros por hora en dos segundos, me parece que representan una forma perversa de la imbecilidad humana, ya que, como se sabe, esa velocidad se puede desarrollar en nuestra capital un domingo a las tres de la mañana.
Que un capitalino suba a su coche es el equivalente moderno de un antiguo con armadura y una lanzota de miedo que se trepaba a un corcel para pasar a romperse la madre en unos duelos muy extraños que consistían en recorrer una verja para clavarle una especie de garrocha con pico a otro señor que caía muy descompuesto.
Lo primero que no se debe permitir cuando tomamos el volante, es que nadie obtenga ventajas de nosotros, y para lograrlo se aconsejan varias técnicas: a) si se detecta que el que viene en el cruce quiere pasar antes que uno, es menester acelerar echando lámina de tal manera que el idiota ese no logre su cometido, b) si un señor se detiene en doble fila con el propósito de bajar la silla de ruedas de su madre octogenaria, lo conveniente es cagarse en su abuela, es decir la madre de la viejita, bocinar y dar acelerones de tal manera que el proceso de desembarque se agilice, c) si el semáforo cambia al color verde y la persona que está delante de nosotros no acelera en la siguiente millonésima de segundo, lo recomendable es darle un claxonazo que le indique sin lugar a dudas que solo un imbécil tarda tanto, d) si se pone la luz roja y resulta evidente que ya no hay lugar para seguir avanzando y se interferirá un cruce, la ortodoxia recomienda taparlo de cualquier manera y poner cara de esfinge ante las mentadas de madre de los que no pudieron pasar.
¿Quién nos enseña estos modos? ¿Es genético? ¿Hay algún cromosoma chilango que nos orilla a ser esta especie de neanderthals al volante? La verdad es que no tengo ni idea y francamente veo el remedio tan cercano como una medalla de oro en halterofilia para el poderoso equipo de Aruba.
No escapará a su atención, querido lector, que evité referirme a los choferes de peseros, en ese caso me parece que la descripción escapa a cualquier magnitud posible. Si alguien me propusiera que relatara la forma en la que maneja una de estas ¿personas? me inscribiría en un curso de zoología básica para tratar de entender los misterios que guían el comportamiento del reino animal.
viernes, 6 de agosto de 2010
Deportes extremos (El Financiero 2002)
Existe mucha gente que se orienta como marinero fenicio en busca de los que llaman con cierta imbecilidad “el sabor de la adrenalina”, este grupo va por la vida buscando experiencias que mientras más extremas mejor, lo que supone para mí una fuente de misterios notable ya que mi sed de aventura lo más lejos que llega es a ingerir dos de chicharrón en el metro Pino Suárez.
La gente extrema ha inventado divertimentos extraordinarios que tienen la saludable intención de darle sentido a su vida urbana, el más conspicuo es amarrarse los pies a un mecate elástico y dejarse caer de cabeza de grandes alturas como puentes mientras pega de gritos. Supongo que la sensación durante la caída debe ser ligeramente fúnebre y que el agolpamiento de la sangre en la masa cerebral produce que a uno se le olvide de manera indeleble la tabla del dos; normalmente se aprecia a la gente bajando a noventa kilómetros por hora para llegar a rozar con la cabeza las aguas de un río que está cien metros más abajo. Esto a mí se me antoja tanto como pasar un fin de semana con Rodríguez Alcaine y sin embargo, ahí están los extremos haciendo cola para darle vuelo a su sed de aventura.
Otra derivación de los deportes extremos es aventarse en un cochecito de baleros por una pendiente de cuarenta y cinco grados. En este caso uno puede ver que personas adultas se suben a unos cochecitos de miriñaque, se ponen un casco y se arrancan cuesta abajo hechos la chingada. Hace no mucho fue el horrorizado espectador de uno que quedo cadáver porque se le volteó el carrito y lo primero que pensé era en la necesidad que tiene esta pobre gente hacer cosas diferentes para significarse.
Una vez durante una reunión, un adepto a este tipo de madres trataba de indoctrinarnos y convencernos de sortear los rápidos de no sé que río. Cuando le pregunté que bajo que misterio cerebral él consideraba que una experiencia así me parecería atractiva, me contestó que los deportes extremos eran el sustituto moderno de la caza de mamuts, argumento para el que ya no tuve respuesta, pero me quedé pensando que preferiría cazar un animalote a pedradas que andar nadando en la furia del Usumacinta. El problema es que nada basta; si se inventó el paracaídas una artilugio muy razonable que sirve para no hacerse papilla de un madrazo, los extremos inventan rápidamente opciones más peligrosas, como aventarse en grupo, jugar a ver quién es el último en abrir el paracaídas o hacer piruetas en equipo. Pasa lo mismo con la patineta, un aparato en el que la gente pazguata se podía transportar sin mucho riesgo; ahora se hacen competencias en las que el que no da tres vueltas en el aire y cae parado simplemente está condenado al fracaso.
Hijos de la misma madre son aquellos que realizan proezas que luego nos encasquetan en programas de televisión. Ayer vi, por ejemplo a un gordo cuya máxima virtud consiste en dejarse pasar un camión trotón por la barriga y otro que es capaz de arrastrar al circo Atayde con la fuerza de su dentadura. Está también un señor que se preparó durante toda la vida para cruzar el cañón del Colorado en una motocicleta y uno que disfruta metiéndose en una caja llena de dinamita para luego explotar y quedar desmayado cinco minutos. Hay otros que por ejemplo juegan a determinar cuál es el primero que le da un beso a una serpiente de cascabel y los gringos (que son unos artesanos de este tipo de imbecilidades) han diseñado un concurso en el que sacan cincuenta serpientes venenosas en un corralito y le toman el tiempo al idiota que las tiene que meter en un saco.
¿Esta gente será imbécil? ¿Seremos imbéciles lo que pagaríamos algún dinero por admirar a estos valientes? No tengo la menor idea pero de cualquier manera desde esta humilde tribuna declaro mi absoluta y total decisión de no participar en ninguna experiencia de este tipo y hacer todo lo que esté a mi alcance por morir de viejito, en mi cama y rodeado de bisnietos malhoras.
La gente extrema ha inventado divertimentos extraordinarios que tienen la saludable intención de darle sentido a su vida urbana, el más conspicuo es amarrarse los pies a un mecate elástico y dejarse caer de cabeza de grandes alturas como puentes mientras pega de gritos. Supongo que la sensación durante la caída debe ser ligeramente fúnebre y que el agolpamiento de la sangre en la masa cerebral produce que a uno se le olvide de manera indeleble la tabla del dos; normalmente se aprecia a la gente bajando a noventa kilómetros por hora para llegar a rozar con la cabeza las aguas de un río que está cien metros más abajo. Esto a mí se me antoja tanto como pasar un fin de semana con Rodríguez Alcaine y sin embargo, ahí están los extremos haciendo cola para darle vuelo a su sed de aventura.
Otra derivación de los deportes extremos es aventarse en un cochecito de baleros por una pendiente de cuarenta y cinco grados. En este caso uno puede ver que personas adultas se suben a unos cochecitos de miriñaque, se ponen un casco y se arrancan cuesta abajo hechos la chingada. Hace no mucho fue el horrorizado espectador de uno que quedo cadáver porque se le volteó el carrito y lo primero que pensé era en la necesidad que tiene esta pobre gente hacer cosas diferentes para significarse.
Una vez durante una reunión, un adepto a este tipo de madres trataba de indoctrinarnos y convencernos de sortear los rápidos de no sé que río. Cuando le pregunté que bajo que misterio cerebral él consideraba que una experiencia así me parecería atractiva, me contestó que los deportes extremos eran el sustituto moderno de la caza de mamuts, argumento para el que ya no tuve respuesta, pero me quedé pensando que preferiría cazar un animalote a pedradas que andar nadando en la furia del Usumacinta. El problema es que nada basta; si se inventó el paracaídas una artilugio muy razonable que sirve para no hacerse papilla de un madrazo, los extremos inventan rápidamente opciones más peligrosas, como aventarse en grupo, jugar a ver quién es el último en abrir el paracaídas o hacer piruetas en equipo. Pasa lo mismo con la patineta, un aparato en el que la gente pazguata se podía transportar sin mucho riesgo; ahora se hacen competencias en las que el que no da tres vueltas en el aire y cae parado simplemente está condenado al fracaso.
Hijos de la misma madre son aquellos que realizan proezas que luego nos encasquetan en programas de televisión. Ayer vi, por ejemplo a un gordo cuya máxima virtud consiste en dejarse pasar un camión trotón por la barriga y otro que es capaz de arrastrar al circo Atayde con la fuerza de su dentadura. Está también un señor que se preparó durante toda la vida para cruzar el cañón del Colorado en una motocicleta y uno que disfruta metiéndose en una caja llena de dinamita para luego explotar y quedar desmayado cinco minutos. Hay otros que por ejemplo juegan a determinar cuál es el primero que le da un beso a una serpiente de cascabel y los gringos (que son unos artesanos de este tipo de imbecilidades) han diseñado un concurso en el que sacan cincuenta serpientes venenosas en un corralito y le toman el tiempo al idiota que las tiene que meter en un saco.
¿Esta gente será imbécil? ¿Seremos imbéciles lo que pagaríamos algún dinero por admirar a estos valientes? No tengo la menor idea pero de cualquier manera desde esta humilde tribuna declaro mi absoluta y total decisión de no participar en ninguna experiencia de este tipo y hacer todo lo que esté a mi alcance por morir de viejito, en mi cama y rodeado de bisnietos malhoras.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Conocimientos (El Financiero 2001)
Estaba yo el otro día embriagándome con unas amistades mientras jugábamos maratón. El juego consiste, de manera esencial, en evidenciar los diversos grados de imbecilidad propia y ajena y se basa en responder preguntas del siguiente calibre: “diga usted cuál es la altura del monte Mc Kinley” o bien “¿qué significa el siguiente proverbio nahuatl?”: iztlicoatl, ahuejotl micanarotzoatl. Huelga decir que mientras el juego avanzaba, tuvimos la penosa sensación de que éramos un grupo tirado a la mala vida cuya cultura general se podía medir en miligramos. Sin embargo, esa no fue la reflexión final, sin el recuerdo escalofriante de las épocas escolares por las que todos pasamos y que se convirtió en un catártico recuento de agravios.
En mis tiempos, la educación se concebía bajo un principio universal que puede sintetizarse de la forma siguiente: “tómese el conocimiento universal en una materia (la geografía, por ejemplo) divídase en un año de estudios y preséntese ante un grupo de estudiantes de secundaria que seguramente estarán ávidos de tal información”. Ello derivaba, desde luego, en excesos escandalosos que todos tuvimos que padecer y que paso a citar en una modesta lista que es la que mi memoria me otorga.
Se empezaba, por ejemplo, por los nombres de los ríos y las capitales de asuntos tan significativos como el Asia menor, en ése preciso momento se nos explicaba que había un cuerpo acuático de determinada extensión cuyo nombre podía ser: “Nacodon” y que se encargaba de surtir agua a capitales tan importantes como Pnohm Pun y Treskatacan. Acto seguido se sacaba un mapa y se ubicaban las diferentes ciudades capitales del mundo con el fin de identificarlas. La estrategia era un factor de disolución familiar ya que obligaba a nuestros padres a decidir en un volado y con el divorcio de por medio quién carajo era el responsable de repasar con el pobre infante los nombres y apellidos de información tan relevante.
En biología, por ejemplo, se nos explicaba con todo detalle que el cuerpo se forma de 206 huesos y un montón de músculos cuyos nombres era necesario memorizar de tal manera que se supiera con toda claridad que hay una cosa que se llama (lo juro) esternocleidomastoideo y que la sínfisis púbica es algo que hay que cuidar como a la niña de los ojos. Es evidente que este ejercicio lo único que provocaba era el uso temporal (dos días) de un espacio neuronal, ya que lo que se hacía era aprender los chingados nombres la noche previa al examen, para desecharlos, como se desecha una cáscara de plátano inmediatamente después de la evaluación. ¿Tiene usted idea, querido lector, cuánta vida útil se nos fue en ese negocio?
Las que no tenían desperdicio eran la física y la química; los maestros explicaban, por ejemplo, la ley general del estado gaseoso un concepto que resulta tan claro como el informe de labores de la Comisión nacional del Cacao, se estilaba entonces llenar el pizarrón con fórmulas que la vida no me da para recordar y se explicaba que un señor de nombre tal había discernido que los gases a volumen y temperatura constante sufrían algo que no me resulta claro pero que podría ser la dilatación. En química se explicaba que el estroncio, el vanadio y el xenon eran elementos químicos y se nos obligaba a aprender su estructura, razón por la cuál gasté el papel equivalente al que existe en los árboles del Bosque de Tlalpan en dibujar circulitos (que eran órbitas) rodeadas de pelotitas (que eran electrones).
La clase de español estaba rodeada de nombres temibles, como acento circunflejo, diptongo compuesto o subordinación pasiva el anterior un nombre con enormes virtudes entre la grey que se dedica a los excesos carnales). Lo anterior implicaba escribir frases que solo a un idiota se le ocurrirían como: “Juan es un granjero que tiene cinco vacas” y tratar de partirlas, como se parte un bistec, en sus componentes gramaticales.
Con todo lo anterior no quiero decir que defiendo la especialización o el conocimiento útil, sin embargo, estoy plenamente convencido de que el esfuerzo educativo se debe basar en enseñarle a la gente aquello que sea pertinente y desechar lo que no. De esa manera se formarán personas que puedan vivir la vida sin necesitar para ello del conocimiento de la ley de Ohm.
En mis tiempos, la educación se concebía bajo un principio universal que puede sintetizarse de la forma siguiente: “tómese el conocimiento universal en una materia (la geografía, por ejemplo) divídase en un año de estudios y preséntese ante un grupo de estudiantes de secundaria que seguramente estarán ávidos de tal información”. Ello derivaba, desde luego, en excesos escandalosos que todos tuvimos que padecer y que paso a citar en una modesta lista que es la que mi memoria me otorga.
Se empezaba, por ejemplo, por los nombres de los ríos y las capitales de asuntos tan significativos como el Asia menor, en ése preciso momento se nos explicaba que había un cuerpo acuático de determinada extensión cuyo nombre podía ser: “Nacodon” y que se encargaba de surtir agua a capitales tan importantes como Pnohm Pun y Treskatacan. Acto seguido se sacaba un mapa y se ubicaban las diferentes ciudades capitales del mundo con el fin de identificarlas. La estrategia era un factor de disolución familiar ya que obligaba a nuestros padres a decidir en un volado y con el divorcio de por medio quién carajo era el responsable de repasar con el pobre infante los nombres y apellidos de información tan relevante.
En biología, por ejemplo, se nos explicaba con todo detalle que el cuerpo se forma de 206 huesos y un montón de músculos cuyos nombres era necesario memorizar de tal manera que se supiera con toda claridad que hay una cosa que se llama (lo juro) esternocleidomastoideo y que la sínfisis púbica es algo que hay que cuidar como a la niña de los ojos. Es evidente que este ejercicio lo único que provocaba era el uso temporal (dos días) de un espacio neuronal, ya que lo que se hacía era aprender los chingados nombres la noche previa al examen, para desecharlos, como se desecha una cáscara de plátano inmediatamente después de la evaluación. ¿Tiene usted idea, querido lector, cuánta vida útil se nos fue en ese negocio?
Las que no tenían desperdicio eran la física y la química; los maestros explicaban, por ejemplo, la ley general del estado gaseoso un concepto que resulta tan claro como el informe de labores de la Comisión nacional del Cacao, se estilaba entonces llenar el pizarrón con fórmulas que la vida no me da para recordar y se explicaba que un señor de nombre tal había discernido que los gases a volumen y temperatura constante sufrían algo que no me resulta claro pero que podría ser la dilatación. En química se explicaba que el estroncio, el vanadio y el xenon eran elementos químicos y se nos obligaba a aprender su estructura, razón por la cuál gasté el papel equivalente al que existe en los árboles del Bosque de Tlalpan en dibujar circulitos (que eran órbitas) rodeadas de pelotitas (que eran electrones).
La clase de español estaba rodeada de nombres temibles, como acento circunflejo, diptongo compuesto o subordinación pasiva el anterior un nombre con enormes virtudes entre la grey que se dedica a los excesos carnales). Lo anterior implicaba escribir frases que solo a un idiota se le ocurrirían como: “Juan es un granjero que tiene cinco vacas” y tratar de partirlas, como se parte un bistec, en sus componentes gramaticales.
Con todo lo anterior no quiero decir que defiendo la especialización o el conocimiento útil, sin embargo, estoy plenamente convencido de que el esfuerzo educativo se debe basar en enseñarle a la gente aquello que sea pertinente y desechar lo que no. De esa manera se formarán personas que puedan vivir la vida sin necesitar para ello del conocimiento de la ley de Ohm.
domingo, 1 de agosto de 2010
Los humos del alcohol (El Financiero 2001)
El otro día iba yo por la calle a las doce del día cuando vi a un señor que estaba llegando a su casa lo cual no tiene absolutamente nada de extraño. Sin embargo el tipo caminaba como si fuera en el Titanic a punto de hundirse y no una banqueta plana. Entonces me di cuenta que estaba borracho y no supe si sentir envidia o misericordia así que seguí mi camino pensando en los humos del alcohol.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.
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