Litóbolos
El blog de Fedro Carlos Guillén
jueves, 13 de septiembre de 2018
Los insultos (El Financiero 2002)
La modernidad ha traído enormes cambios en el lenguaje, las palabras que antes eran de uso corriente se han ido difuminando por adjetivos menos sutiles e inequívocos que expresen a cabalidad la ira creciente de los capitalinos. Recuerdo, por ejemplo al Corsario Negro que cuando se enojaba decía cosas como: “voto a bríos” o le asestaba a sus adversarios términos como “insolente” o “miserable” para luego encajarlos con su espadota. También recuerdo las polémicas de nuestros hombres de letras que trataban de lucir muy elegantes cuando en realidad lo que querían era mandar a la tiznada a su interlocutor. Términos como “mequetrefe”, “ganapán” o “perdulario” han perdido el vigor de antaño y habría que reconocer que si alguien los utilizara provocarían pitorreo en el remoto caso del que los recibe entendiera su significado. Lo anterior, desde luego, puede ser entendido como un indicador de la creciente pobreza de recursos lingüísticos en el mundo pero esta idea solo puede ser defendida por el que vive con la permanente impresión de que todo tiempo pasado fue mejor, en lo personal creo que en la medida que una lengua expresa mejor lo que uno quiere expresar sin duda se puede decir que evoluciona y contra ello no puede ni debe haber antídoto. Si alguien por ejemplo quiere expresar su opinión sobre las capacidades del prójimo y le dice “tonto” no provocará más que ternura ya que el insulto en cuestión es hay que decirlo, de salva. En esos casos lo mejor es usar el sólido y moderno “pendejo” que se ha vuelto la forma más natural de adjetivar al que nos da un cerrón o a una nube de personajes públicos que día con día nos dan prueba de su lucidez.
Recuerdo que cuando era niño leí un poema de Ernesto Cardenal en el que hablaba de “perros, putas y poetas” y me quedé con una impresión terrible de que palabras tan gordas se pudieran poner en letras de imprenta y más aún que gente respetable las empleara. Por supuesto mi visión estaba troquelada por años d educación, maestras de catecismo y yerbas similares que lo único que lograron fue que entendiera las cosas de la vida tardíamente.
Por supuesto hay excepciones a esta nueva oleada de franqueza verbal, la más conspicua es la de la gente que se ha sumado a la ola de lo políticamente correcto que consiste esencialmente en matizar la crudeza de una palabra por medio de otras que evocan lo mismo pero suenan mejor a nuestros modernos oídos. En este caso se trata de no agraviar a gremios selectos por medio de florituras que parten del supuesto de que los nombres originales (por ejemplo “enano”) eran insultos, cosa que es absurda por donde se le quiera ver.
En estos tiempos el lenguaje se ha hecho infinitamente más descarnado y crudo cosa que por supuesto no me preocupa en lo más mínimo, siempre he considerado que es un poco idiota que la gente hable de formas diferentes de acuerdo a las circunstancias y que un gran paso se daría si en lugar de querer quedar bien en todo momento, nos ocupáramos de decir las cosas como son. Esto siempre suscita temores, hay buenas conciencias que consideran que esta apertura generará catástrofes varias en las nuevas generaciones (imaginar a mis hijos María y el fríjol hablando como hablaban Chaf y Queli), sin embargo esto es pura paranoia asociada a la idea, imbécil en sí misma, de que la calidad de una persona se mide por su parquedad y corrección en el uso del lenguaje. Mentira, hay gente con un uso del lenguaje inapelable que no vale nada y otros como el maestro Juan, carpintero de la colonia donde yo nací que hilvanaba carretadas de peladeces por segundo y era una de las mejores personas que he conocido en mi vida.
El caso es que las restricciones no se han ido del todo y como constancia de ello tengo a una señora que comenta la vida de las artistas y que dijo textualmente en su programa de radio: “Fulanita de tal se opero las bubis y las pompas y le quedaron muy en su lugar”. En ese momento sufrí un desmayo del que me repongo ahora para escribir este artículo y mandarle a la dama un diccionario para que comprenda el significado de la castiza palabra “nalgas”.
martes, 11 de septiembre de 2018
Los humos del alcohol (El Financiero 2001)
El otro día iba yo por la calle a las doce del día cuando vi a un señor que estaba llegando a su casa lo cual no tiene absolutamente nada de extraño. Sin embargo el tipo caminaba como si fuera en el Titanic a punto de hundirse y no una banqueta plana. Entonces me di cuenta que estaba borracho y no supe si sentir envidia o misericordia así que seguí mi camino pensando en los humos del alcohol.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.
martes, 29 de mayo de 2018
Atavismos (Etcétera 2014)
En algún lado he contado que estaba yo, sentado sin hacerle daño a nadie, una mañana del lejanísimo año 1989 cuando recibí una epifanía y decidí hacer un artículo para el periódico. La decisión era extraña ya que no tenía noticia de nadie solicitando mis servicios y lo más que había escrito era la palabra “dicotiledónea” en un examen que reprobé. El caso es que lo hice y siguiendo un criterio cardinal, elegí el periódico Uno más Uno, que era el que estaba más cerca de mi casa y me presenté con Huberto Bátiz que por algún motivo que siembra dudas espirituales me publicó.
Recuerdo que en aquellos tiempos que se han ido había una regla no escrita pero que todos imaginábamos cierta y clara; no se podía escribir contra la Virgen, contra la bandera ni contra el presidente, sin que uno tuviera elementos para entender qué tenía que ver una cosa con la otra. No me es claro si la cumplí porque es muy asombroso que la Virgen se le aparezca a un indígena y no al mundo, la bandera representa algo que nunca nadie ha visto; un águila devorando a una serpiente y posada en un nopal y los presidentes mexicanos nos han dado motivos para pitorrearnos no hace veinticinco, sino cien años.
El caso es que en ello estaba pensando hoy en la mañana y lo asocié a la personalidad del mexicano. Recuerdo que en mi colaboración anterior me pareció asombroso que le gritáramos “¡putooo!” al portero contrario y estuviéramos a punto de declararle la guerra a Holanda por una bromita de Lufhtansa. Los 15 de septiembre de cada año en muchas ciudades gringas sale algunos compatriotas a los balcones de las alcaldías a dar el Grito ¿Se puede usted imaginar querido lector lo que pasaría si el cónsul norteamericano ondeara la bandera en Angangueo un 4 de julio? Yo también.
Los mexicanos somos atávicos y muy raros, no sé si sea por la hipótesis, que me parece mamarracha, del trauma de la conquista, pero tenemos un sentido nacional francamente extraño y ello se ha manifestado de manera cabal en las recientes discusiones sobre la Reforma Energética.
Lo poco que entiendo es que Pemex ha sido una empresa que se ha encargado de administrar la enorme abundancia petrolera de nuestro país y lo ha hecho bastante mal, tan mal que está prácticamente quebrada. Esto se debe a su sindicato, que es la cueva de Alí Babá, a la corrupción interna y al sangrado permanente del gobierno para realizar sus tareas. A mí en la escuela me enseñaron que algo que no funciona debe cambiar y esa fue justamente la propuesta. Los argumentos en contra, lejos de ser de naturaleza técnica o cierta lucidez fueron de risa loca: “el petróleo es nuestro y se lo van a regalar a los extranjeros” (imaginar “extranjeros” con los ojos inyectados).
Hasta donde alcanzo a entender, nunca he recibido una sola muestra de que el petróleo sea mío, sí en cambio numerosas evidencias de que el asunto estaba de la chingada. Si cualquier Reforma ajusta a ladrones sindicales, genera más eficiencia y ello se traduce en mejoras en los servicios y un menor impacto ambiental, por mí pueden compartir riesgos con Atila el Huno. Sin embargo, los de siempre ya alzaron las voces y ahora están organizando cosas que serían chistosas si no fueran el fiel reflejo de los divididos que estamos. Fernández Noroña llama a la "desobediencia civil” para el primero de septiembre (imaginar, ahora, a este servidor negándose a pagar el impuesto de los triki trakes). Se propone también una “consulta” para que analicemos un tema que ya está legislado. Evidentemente se trata de golpes mediáticos atrapa votos y atrapa ingenuos. Lo que me parece grave es que sigamos manteniendo el discurso nacionalista ramplón y aldeano que tanto daño nos ha hecho a lo largo de los años.
Yo no lo sé de cierto pero supongo, que la izquierda dividida y la derecha trepada en jolgorios de quebraditas le hacen un favor enorme al PRI que va en caballo de hacienda y ello lo percibo como una mala noticia…al tiempo.
viernes, 25 de mayo de 2018
Las vacaciones (El Financiero 1999)
En estos días la gente anda de vacaciones, yo mismo cuando usted lea estas líneas, querido lector, estaré a la muy confortable temperatura de quince bajo cero sufriendo un enfriamiento en las partes que los clásicos llaman “prudentes” y descongelando a mis niños para sacarlos a ver la iluminación.
Normalmente, las vacaciones son planeadas con dos años de anticipación, lo que se sugiere es que un grupo de ciudadano se siente en una mesa y empiecen a darle vuelo a la hilacha: “vamos a recorrer Rusia en el Transiberiano” otros proponen cosas como recorrer a pie la Patagonia. El común denominador de este esquema de planeación es que es delirante y pese a ello recibe la adhesión de todos los presentes que se apuntan entusiastas. La realidad los devuelve a todos a su sitio y el transiberiano se convierte, en el mejor de los casos, en un fin de semana a Agua Hedionda.
Uno espera las vacaciones como los campesinos la lluvia; durante la chinga laboral siempre se mira en el horizonte el calendario contando los días que faltan para terminar. Sin embargo, la gente hace cosas muy extrañas en el momento de quedar libre; en lugar de tirarse quince días en una cama con la misión de levantarse únicamente para lo que hay que levantarse, se meten en una camioneta de la que cuelgan cazuelas y una lancha inflable y se dirigen a la playa más cercana en la que hay tres millones de personas que tuvieron la misma idea. Ahí empiezan los problemas, porque en las playas normalmente hace un calor que se mastica, la arena le raya a uno hasta la vergüenza y no hay un lugar con sombrita porque los que lo obtuvieron se levantaron a las cuatro de la mañana para apartarlo. Por algún misterio metabólico los meseros de playa padecen una forma avanzada de la amnesia que se manifiesta en el momento de llevar ostiones por camarones o pescado empapelado en lugar de milanesa. Como cada plato tarda lo mismo que el parto del hipopótamo uno se come lo que llegue y se pone de un humor de los mil diablos. Lo que sigue es tumbarse en una silla que tiene una distancia de veinte centímetros con la del vecino por lo que uno oye la música del gordo de al lado, huele la crema de coco que se unta en la barriga y recibe un manazo cuando el otro se duerme.
La playa es además un lugar donde la gente que vacaciona se viste de una forma –digamos- diferente. Los señores tienen varias alternativas, una es usar zapatos blancos sin ser doctores, no ponerse calcetines y usar camisas de miéntame la madre. Otros se deciden por una especie de calzones guangos de manga larga, playeras que tienen leyendas idiotas como: “yo me subí al parachute ride” y huaraches de llanta. A las señoras les parece muy natural ponerse un traje de baño que tiene a la altura de los senos un par de conos de cartón y colgarse de la cintura unas sábanas de colores que se amarran con nudo doble. En la cabeza se ponen una visera de cajero del hipódromo y unos lentes de mamá mosca.
En el imaginario colectivo se asume que las playas son un lugar ideal para el romance. Mentira, entrar en lances amatorios sobre la arena puede producir disfunciones vertebrales o rozaduras estremecedoras, además cuando uno va caminando tomado de la mano invariablemente se da una empapada en las espinillas por la pleamar que llega a traición. Las vacaciones en la playa son –se supone- un lugar para salir de noche. El problema es que si uno tiene el aspecto del Benemérito no tendrá ninguna posibilidad de entrar, debido a que los porteros, que normalmente son unos animales, tienen la consigna de no dejar pasar a nadie que no luzca como el príncipe de Noruega.
Pues bien, yo que estoy en el lugar más lejano posible de la playa, querido lector, le mando un abrazo quebrantahuesos esté donde esté y lo conmino a que no ande diciendo que se acabó el milenio aunque, pensándolo bien, haga usted lo que le nazca que de eso se trata la vida.
Salud
lunes, 30 de abril de 2018
Tiempos de cine (Etcétera 2007)
Cuando yo era menor, ir al cine era un rito misterioso que suponía cambiarse de ropa y entrar en una sala más grande que mis malos pensamientos a ver el estreno correspondiente (normalmente un churrazo). Había “permanencia voluntaria” lo que suponía que uno podía llegar a la hora que le diera la gana y quedarse a voluntad para volver a ver la película (opción ligeramente imbécil) o la parte no vista debido a que se había arribado a la mitad. Sospecho que varios señores de mediana edad fueron concebidos a la luz de Los tres huastecos ya que frecuentemente las parejas con urgencias amorosas se refugiaban en la última butaca en posición de decubito prono a practicar una suerte de kamasutra chilango. En la entrada había un señor con una lámpara de 1 watt cuya función consistía en acompañar al respetable a la butaca alumbrando el camino. Estaba claro que era una forma parásita de trabajo ya que la luz de la pantallota iluminaba perfectamente todo y es por ello que desapareció esta noble profesión. En una sala ubicada en lo profundo del cine vivía un señor de apellido “cácaro” que era el que pasaba la película y al que se le mentaba la madre en caso de algún desperfecto técnico.
Desde entonces nunca he perdido el gusto por asistir a la sala oscura y ello me coloca en una condición privilegiada para testimoniar los cambios que ha sufrido esta centenaria costumbre. El primero y más obvio es el tamaño de las salas; los genios del marketing entendieron que es mejor acomodar pocos cristianos en muchas salas que tener que vender un cine vació y es por ello que dividieron el espacio correspondiente en diez cuartitos. Ello ha producido algunos efectos perversos, como el de que nunca haya lugar si no se llega con dos horas de anticipación o que los lugares disponibles se encuentre debajo de las amígdalas de James Bond, esto –como se sabe- produce retinitis.
Un segundo efecto asociado con este hacinamiento es el del mexicano previsor que se siente muy listo y entonces marca el 52 57 69 69 para reservar boletos. En ese momento inicia un vía crucis ya que una señorita que es grabadora empieza a hacer preguntas para las que yo por lo menos nunca tengo respuestas (con excepción de la zona de la ciudad). “clasificación de la película”; “complejo” (siempre me he sentido tentado a responder: “de inferioridad”); “horario” etcétera- A los quince minutos y cuando tengo la oreja de color bermellón decido colgar pensando que el teléfono y las grabadoras son como la Tía Paca de Mafalda…puntos en contra de la humanidad.
El concepto “cortos” es predecible como un meteorito. Primero sale una animación hecha por el doctor Mengele para producir epilepsia en los asistentes y que no ha cambiado en 10 años, luego vienen los anuncios (que no pagué por ver) y luego aparece una liga ¡una liga! Que baila junto con una pelota. El mayor misterio de todos y que siempre me ha dejado muy sorprendido es la razón –inescrutable para mí- por la cual el telón se cierra e inmediatamente después se vuelve a abrir.
Si uno tiene la ocurrencia de comer algo es menester llevar la hipoteca de la casa ya que una cuenta elemental bastará para entender que mis dos hijos, cuyo metabolismo es similar al de una musaraña, me pueden dejar en la calle con dos visitas al cine en una semana. Los hot dogs, son dignos de una demanda penal y las palomitas (“por 2 pesos se lleva las grandes”) contienen la cantidad de calorías necesario para que le dé un infarto a un buey amizclero. Los refrescos de máquina saben a refrescos de máquina y si uno tiene la ocurrencia de meter en un itacate una torta de huevo, recibirá dos castigos; el primero en el círculo cercano y familiar dada la naquencia de la idea y el segundo de los guardias del cine que explicarán, con cierta parsimonia, que las reglas del mercado no admiten tales conductas.
Me gusta el cine, pero no en esas condiciones. Añoro los tiempos que se han ido que en éste caso y solo en éste…fueron mejores
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